jueves, 21 de septiembre de 2023

Fernando de Laredo


Zaguán c/ Cádiz

Al Ateneo Barcelonés
Canto Primero

I

En un valle feraz de Andalucía,
A los pies de granítica montaña
Que en altura a los Alpes desafía,
Hay un pueblo tendido en un ribazo
Que en las ondas clarísimas se baña
De un río que penetra en su regazo.

Ni aun en sueños la mente se figura
Lugar de más grandeza y hermosura.
Mil picachos, perdiéndose en la esfera,
Recortan el espléndido horizonte;
Es invierno en la cúspide del monte,
Y en el fondo del valle primavera;
Amenaza el alud, en la alta cumbre
Por quebradizas rocas sostenido,
Al llano con su inmensa pesadumbre;
Rauda la catarata se despeña,
La luz quebrando y con feroz rugido,
De tajo en rambla y de barranco en breña,
Completando lo bello del paisaje
Los juegos caprichosos del celaje
En múltiples colores encendidos,
Y el pueblo que se oculta como un nido
En la verde espesura del follaje.


De aspecto venerable al par que triste,
Por el verdín oscuro que la viste,
Halla en la entrada quien al pueblo llega
Una vetusta casa solariega
Que al embate del tiempo se resiste.
Tiene huerto plantado de frutales,
Espacioso portal, amplia bodega,
Vencejos en los altos mechinales
Del viejo torreón deshabitado,
De menudos guijarros empedrado
El patio, en donde forman cobertizo
Vellosa cidra y retorcida parra
Enredándose encima de un cañizo,
Y en su frente, que el tiempo con denuedo
A falta de pintores abigarra,

Ancho balcón techado de pizarra,
Que por lo voladizo infunde miedo,
Y el balcón sufriendo el peso enorme,
De piedra berroqueña escudo informe
Con las armas ilustres de Laredo.
De violenta pasión bajo el impulso,
Como león que resoplando fiero
En la jaula revuélvese convulso,
Recorre airado un joven caballero
El antiguo salón de aquella casa,
Gritándole en su loco desvarío
A una mujer que en lágrimas se arrasa:
- ¿ Acaso debe quien mi nombre lleva
Y es todo fuerza, juventud y brío,
En vez de espada manejar la esteva,
Más que señor esclavo del terruño;
Amoldar al ajeno su albedrío
Como amolda la medalla al cuño;
Vivir sin gloria, y al llegar a viejo
A sus hijos contar por toda hazaña
Haber muerto en el bosque una alimaña
De su cobarde condición espejo?
Para más he nacido, madre mía,
¿ Oyes esa campana que voltea
Llevando a tantos pechos la alegría?
Pues a muerto paréceme que toca.
Con ser tan puro el aire de esta aldea,
En vez de darme vida me sofoca;
Nada me place aquí, como no sea
La interna voz que gloria me predice,
O el consuelo que escucho de tu boca
Que me besa a la par que me bendice.-

-Si como yo te quiero me quisieras,
Antes de pronunciar tales palabras,
Con las que, ciego, mi desdicha labras,
De dolor – ella dijo – enmudecieras.
¿Antepones un loco devaneo
De tu casa al calor y a mi cariño?
¡Valen menos que duran, pobre niño,
Las rosas fugitivas del deseo!
Mas de hacerte feliz hallaré modo.
¿Qué te falta a tu hogar y qué a mi lado?-

 Pregúntalo al león encadenado:
Luz, espacio, poder, la vida, todo.-
Dice el hijo; y prosigue arrebatado: -
Cuando oigo hablar de heroicos paladines
De fuerte brazo y de gallardo porte,
De combates, y cañas, y festines,
De opulentos magnates de la corte,
Y de lejanas tierras donde el oro
Tanta sed de riqueza ha satisfecho,
Rujo de rabia y de impotencia lloro.
¡Lo que yo sufro entonces tú no sabes!
¡Oh cuantas veces, persiguiendo el vuelo
Del águila caudal, dudé del cielo,
Que me negó las alas de las aves!-

Más que el espacio en llamas encendido,-
Le contesta la madre con ternura, -
Ama el ave que sigues en la altura
La oscuridad y la estrechez del nido.
¿Acaso crees que para Dios son grandes
Los que, sedientos de riqueza o gloria,
Fatigan con sus crímenes la historia,
Robando en Indias y matando en Flandes?
¿A más nobles acciones nos convida
La dulce paz de la campestre vida?
¡Se asemeja quien va tras la fortuna,
(Cuanto más requerida más ingrata),
Al cisne que hunde el cuello en la laguna
Para alcanzar el disco de la luna
Que en el liquido espejo se retrata!
¿Qué fuera de esta anciana sin el hijo
Por quien tan sólo se mantiene viva?
¡El árbol viejo que en el fuerte estriba,
Minado el tronco por voraz carcoma,
Al quedar sin arrimo, el leve peso
De su vano follaje se desploma;-

 No llores, madre, y cálmete este beso, -
Echándose a sus pies el joven dijo.-
No sé qué hay en un llanto que me abruma
Y me trueca en sosiego mi coraje,
Como el mar la cólera salvaje
Se trueca en copos de irisada espuma.
Siempre estaré a tu lado, madre mía;
Déjame que recline la cabeza
En tu regazo, como ayer solía: -
Dijo, y beso a su madre con terneza;
Pero aun esclavo de su afán profundo,
Con voz que por lo triste era un gemido,
-<< ¡Debe ser-murmuró-tan bello el mundo!>>
Y suspirando se quedó dormido.

II

¡Benditas horas de la noche bella,
Horas de soledad, misterio y calma,
En las que el cielo llénase de estrellas
Y de ilusiones, al mirarlo, el alma!
Acallando la brisa sus rumores,
Aduérmese con lánguido desmayo
Sobre el lecho de espigas y de flores
Que en el valle fecundo tiene mayo.
Todo es silencio y paz: sólo en la umbría
Se escuchan de los pardos ruiseñores
Los cantos de ideal melancolía,
Y ocúltase la luna tras un velo
Tan cándido, tan tenue, tan fluido,
Como si hubiese el céfiro esparcido
La plumazón de un cisne por el cielo.

Esperando al galán que la enamora,
Oculta entre las flores de su reja
Se encuentra una mujer, que cuando llora
A la Virgen del pueblo se asemeja.
Da su morena tez al raso enojos;
Solo flores componen su atavío;
Negros son sus cabellos y sus ojos,
Y sus labios más húmedos y rojos
Que cerezas bañadas de rocío.

Es tan niña, que en ella la hermosura
Aun no ha podido desplegar sus galas;
Se dobla como un junco su cintura,
Y más que bella candorosa y pura,
Parece un ángel que perdió las alas
Al bajar a ese valle de amargura.
Mas si los sueños de su amor evoca,
En púrpura se encienden su mejilla,
Su seno se alza, su mirada brilla,
Presta Venus sonrisas a su boca,
Y el ángel puro se convierte en Eva
Y á amores vehementísimos provoca.

Impaciente en la reja, -<<¡Cuánto tarda!>>-
Dice, y al cielo la mirada eleva;
Pues con ser tan veloz el tiempo lleva
Alas de plomo para aquel que aguarda.
-<<¿Quién me roba el amor de mi Fernando?-
Prosigue la cuitada sollozando; -
No me ama ya; si fuese tan profundo
Como el mío su amor, sin mí encontrara
Despreciable la gloria más preclara,
Triste la vida y solitario el mundo.
¿Por qué no viene, oh Dios!>>-
En este instante
Apareció en la calle un hombre mozo
De noble faz y varonil talante;
Llegó a la reja, se bajó el embozo,
Y apartando la verde celosía
Que en los hierros tejió la enredadera,
Con dulce voz que la emoción altera,
Quedo, muy quedo, dijo: -<>-
Y aquel acento de terneza suma,
De la niña infeliz entró en el alma
Como un rayo de sol entra en la bruma.

La reja se convierte en santuario;
Menuda albahaca, nardos y claveles
La perfuman en vez del incensario;
La madreselva préstale doseles;
Verdes tapices, hiedras trepadoras;
Dulce misterio las nocturnas horas;
Tibia luz las estrellas desde el cielo,
Y armonías de música sagrada
Los trémulos suspiros que su anhelo
Arranca a la pareja enamorada.

III

Rugiendo un potro que enarcado el cuello,
Abierta la nariz y airoso el huello,
Impaciente resopla y escarcea,
A la corte encamínase Fernando,
Madre, y amor y hogar abandonado
En el tranquilo valle de la aldea.

Al llegar a un repecho del camino
Donde en toscos sillares se levanta
Una cruz, que al decir del campesino,
Pedrisco y rayo del contorno espanta,
Reparóse el corcel; al brusco embate
El joven, que iba en sueños abismado,
Volvió a la realidad, y cuando airado
En el bruto fue a hundir el acicate,
Vio hacia lo lejos el hogar nativo,
E impulsado por hondo sentimiento,
Echó pie a tierra, y triste y pensativo
Tomó en la planta de la cruz asiento.

¿Quién, aunque vaya en pos de la fortuna
Y le ampare el valor, no desfallece
Al alejarse de su humilde cuna?

Entonces A Fernando le parece
Que es mentida ilusión la de la gloria,
Y en ternura se trueca su arrogancia,
Y acuden en tropel a su memoria
Los olvidados gozos de la infancia;
Entonces entretiene en sus oídos
La voz de la campana plañidera,
Y hasta cree que le llaman sus tañidos;
Y en el umbroso bosque, en la cascada,
En el marjal, en la comarca entera,
Atónita se fija su mirada
Cual si la viese por la vez primera.
Allí quedan los surcos que regados
Fueron por el sudor de sus mayores,
Y aquel cañaveral cuyos rumores
Parecían llorar con sus cuidados
O repetir sus cánticos de amores.
La madre allí que llora, y le reclama
Y a Dios le pide que dichoso sea;
El lebrel que buscándole rastrea
Y con aullido lúgubre le llama;
Aquel árbol del huerto, tan lozano
Que el alto techo de la casa cubre,
De nidos lleno siempre, y dando ufano
Leña en invierno, sombra en el verano
Y dulcísimos frutos en octubre,
Y el templo, en fin, que oyó las santas preces
De sus primero años, y la reja
Do amor eterno le juró mil veces
¡Ay! a la triste á quien bebiendo deja
El cáliz del dolor hasta las heces.

Es primavera y todo le convida
Al festín del amor. De la alta sierra
Baja al valle la nieve derretida,
Vertiendo en el regazo de la tierra
Fecunda sabia y gérmenes de vida.
Rompe la yema con pujante brío
La corteza rugosa de la parra,
Y reviven el grillo y la cigarra
Que han de cantar las glorias del estío;
Verdeguea la mies, se abren las flores,
Vuelve la golondrina a la techumbre,
Anida la perdiz en los alcores
Y el milano rapaz en la alta cumbre,
Y en las horas que el sol duerme en el prado,
Al pecho lleva el cefirillo alado
Vivificantes átomos de lumbre
Y de la flor el polen perfumado.

¿Cómo, como partir?

Tras la montaña
Se oculta lento el sol, la sombra crece,
El labriego retorna a la cabaña
Y aun en la cruz Fernando permanece.
Ya de las nubes los matices rojos
En cárdenos se truecan, y ya en vano
Pretende distinguir su hogar lejano,
Y queriéndolo ver cierra los ojos.
Duda. ¿Retornará? No; de repente
Recobrando el corcel, se precipita
Del repecho por la áspera pendiente,
Y atrás dejando los paternos lares,
Cuanto más corre el bruto, más le excita,
Y se pierde entre espesos olivares

CANTO SEGUNDO

Ya de la choza en el ahumado techo
Su nido abandonó la golondrina
De barro, plumas y granzones hecho..
Solo el abrojo de acerada espina
Crece en los campos que azotó el ventisco,
Y los rebaños, cuando el sol declina,
Famélicos retornan al aprisco.
Ya gárrulo, al volar, no mece el viento
Hojas, flores y espigas en los prados,
Y en vano pugna el sol sin ardimiento
Por disipar las brumas y nublados.
La raíz de las plantas se soterra
Sin encontrar el jugo de la vida
Congelado en el fondo de la tierra,
Y arrancada por raudo torbellino
Muere al fin la hoja seca, convertida
En alfombra crujiente del camino.
El ave teme desplegar el vuelo,
En la colmena enciérrase el enjambre,
El hombre en el hogar busca consuelo,
Y trocados, en fin, la hartura en hambre,
El páramo en vergel, el agua en hielo,
La luz en sombras y en fragor la calma,
Parece que gravitan sobre el alma
Los nublados que cruzan por el cielo.
En tan triste estación y a la hora triste
En que marchando el sol hacia el ocaso
De purpúreo matiz los cielos viste,
Un hombre que al hogar dirige el paso,
Suspira en la hondonada del camino
Por llegar a la cúspide del monte,
Donde en toscos sillares se levanta
La cruz que, en opinión del campesino,
Pedrisco y rayo del contorno espanta.
Mas cuando toca al fin, jadeante el pecho
Y rasgado el sayal por el espino,
La pedregosa cima del repecho,
Desfallece, vacila, titubea,
Y al pie se rinde de la cruz sagrada,
Queriendo con la luz de la mirada
Rasgar la bruma para ver la aldea.

-<< ¿He cegado quizás? ¡Luz a mis ojos!-
Prorrumpe el infeliz con sordo grito.-
¿A qué añades, gran Dios, nuevos enojos
A mi angustia mortal, si estoy contrito?
¿Si tienes ya en mis penas desagravios,
Por qué en vez del perdón otro tormento?
¿Por qué te gozas viéndome sediento
En apartar la copa de mis labios?
¡No me ciegues, Señor; luz un momento!
¡Déjame ver siquiera la espadaña
Del templo que en las tardes del estío
Mi hogar amado con su sombra baña,
Y cegaré alabándote, Dios mío!>>-

Hundido, en tanto, el sol tras de la sierra,
La oscura noche, del malvado asombro,
Va tendiendo su manto por la tierra.
Sigue el lebrel, latiendo y rastreando,
Al labrador que, con la azada al hombro,
Alegre torna hacia el hogar cantando.
Deja al pasar en el brumoso ambiente,
Resoplando la acémila cargada,
Anchas columnas de vapor hirviente.
Camino del establo, la boyada,
Que siente libre la cerviz del yugo,
Ramonea en los árboles sin jugo,
Sacudiendo la esquila destemplada;
El mochuelo en el nido se incorpora,
Abre los ojos, a silbar empieza,
Y la alondra, que oyéndole se azora
Esconde bajo el ala la cabeza
Y se duerme soñando con la aurora.

En el asiento de la cruz rendido,
Exclama el hombre aquel dando un gemido
Y arrancando su voz a la conciencia:
-<<¿Se vuelve a la virtud, arrepentido,
Mas no a la dulce paz de la inocencia!
Cuando en el corazón la duda muerde,
Huye por siempre, con la fe, la calma,
Porque es la fe virginidad del alma
Que no recobra nunca quien la pierde,
¡Ay, mísero de mí! Desde aquel día
Que abandoné a mi madre cariñosa
Y el tálamo nupcial de hojas de rosa
Que el amor de una virgen me ofrecía,
Por el lecho de espinas y de abrojos
En donde vela la ambición sombría,
En tierra y cielo búscala mis ojos
Y no he podido hallarla todavía.
Acudo a la razón. ¡Vanos antojos!
¿Cómo ha de darme la razón consuelos?
Tibia al sentir, como al volar rastrera,
No ha enjugado unas lágrimas siquiera
Ni conoce el camino de los cielos.
Hallé la gloria y el poder y el oro,
Pero con ansias en ellos busco en vano
La dulce paz, el único tesoro
Que hace feliz al corazón humano.
¡Oh, cuántas veces, al vencer con gloria
En las tierras de allende el Océano,
A este valle volvía la memoria,
Paloma mensajera que llevaba
La rama de laurel de la victoria!
¡Más cuantas otras, en el mismo trono,
Teniendo la fortuna como esclava
Y cuanto la ambición sueña en mi abono,
Lloré de pena y me abrumó el hastío
Al ver que la traición, el vil recelo,
La envidia, el odio y el rencor impío,
Aves nocturnas de callado vuelo,
Se agitaban tan sólo en torno mío!
El muladar de Job y su amargura
Prefiero al trono de esplendente lumbre,
Desde el cual no se mira hacia la altura
Para fijarse en la región oscura
Donde hierve la hambrienta muchedumbre.
¡Cuán mísera la gloria y fementida!
Anhelarla es vivir en el tormento,
Y en su hoguera voraz, siempre encendida,
Se evapora la sabia de la vida
El humo vano que disipa el viento.
Jamás dichoso, pero siempre ingrato,
Ayer dejé el amor por la fortuna,
Y hoy dejo el esplendor de un virreinato
Por los amores de mi humilde cuna.
Con nada mi ambición se satisface;
Apenas en mí muere un devaneo
Otro mayor de sus cenizas nace;
Y ni un punto mi espíritu reposa
Roído por la larva de un deseo
Que jamás se convierte en mariposa.
Pero ya el fin de mis torturas veo:
Aquí a la dicha me ataran los lazos
Del amor de una madre y de una esposa
Que soñaban tenerme entre sus brazos,
Lo mismo cuando yo las olvidaba
De mi ambición en el delirio ciego,
Que cuando triste, con piadoso ruego,
A orillas de la mar, llorando a solas,
Por mi patria y por ellas preguntaba
A las aves, los vientos y las olas.

Más ¡ay! ¿ por qué, insensato, me aventuro
A soñar con un bien no merecido?
¿No me habrán olvidado y maldecido
Por hijo ingrato y amador perjuro?
Ella... quizás; pero la madre mía...
¡Mi madre me bendice de seguro
Y me espera llorando todavía!>>-

Dice, y al pueblo decidido marcha.

Todo es silencio, soledad y sombra;
La neblina, trocándose en escarcha,
Borda los surcos y el camino alfombra;
En la montaña encienden los pastores
La hoguera que a los lobos amedrenta
Y que finge de un astro los fulgores
Al pasar por la bruma cenicienta;
Apáganse en el pueblo los rumores;
En la calleja la devota atiza
La lámpara que cuelga ante el retablo,
Cuya luz moribunda aterroriza
Al mozo rondador más que el diablo,
Y cuando en el hogar penetra el dueño,
Ya la sopa borbota en el barreño,
La castaña revienta en la ceniza,
Se asa el tasajo sobre el rojo leño,
Y el gato arisco que al calor se tuesta,
Al aspirar tan exquisito aroma,
Se relame entonando en son de fiesta
Una especie de arrullo de paloma.

III

- <<¿ Es realidad o sueño lo que toco?-
Dice Laredo cuando al pueblo llega,
Buscando, sin hallarlos, como loco,
Los muros de su casa solariega.-
Esta es la plaza del lugar... el templo
Aquel que se levanta allí sombrío...
Pero entonces ¡gran Dios! ¿por qué contemplo
Donde estaban mis lares el vacío?
El camino troqué sin duda alguna
O me ciega el dolor, si no es que miente
El resplandor primero de la luna. >>_

Y se acerca y pregunta a un campesino,
Con la voz temblorosa y balbuciente
Que en los labios del niño pone miedo;
-<< ¿Queréis decirme cual es el camino que
conduce a la casa de Laredo?
-<< Hace ya tiempo- el hombre le contesta-
Que no hay tal casa en el lugar. >>-
<< ¡ Mentira!>> -
Ruge Fernando, y corta la respuesta
Del rustico, que atónito le mira.
<
Ante cólera tal lleno de asombro, -
Y no así desmintáis a un buen cristiano.
La casa estuvo allí; pero al escombro
Que hay al pie de aquel árbol sin ramaje
Reducida quedó cuando la aldea
Fue victima del fuego y del pillaje.
Es imposible que jamás se vea
Otro horror como aquel en la Alpujarra, -
Prosigue el aldeano, que no advierte
Que de Laredo el corazón desgarra. –
Riñóse con tal furia y de tal suerte
Por parte del cristiano y del morisco,
Que no dejó por visitar la muerte
Templo , ni casa, ni heredad, ni risco.
Para defensa entonces fue escogida
La mansión señorial, y dada al fuego
Al ser la hueste herética vencida. >>
Y Fernando gritó: - << Mas ¿qué fue luego
De la triste mujer que la habitaba? >> -
- <
De la miseria la infeliz esclava,
Arrastro de la vida la cadena,
Llorando el abandono de un mal hijo,
Hasta que al cabo se murió de pena >> -
- << ¡Miserable de mí! >> - dice Fernando.
Y sin hablar palabra al campesino,
Que se le queda con temor mirando,
Al arruinado hogar corre sin tino,
Y presa el corazón de la agonía,
Con llanto acerbo los escombros riega,
Abrazado a aquel árbol que cubría
El techo de la casa solariega.

IV

Sumido en el dolor, ajeno a todo,
Camina por las calles al acaso,
Con el andar incierto del beodo,
Cuando le corta de repente el paso
Una voz tan alegre y argentina
Que el cántico de júbilo parece
Que entona al anidar la golondrina
Vuelto en sí por la voz que le estremece,
En la pared cercana se reclina,
Y dirigiendo en torno la mirada,
Ve que apoyado está junto a la reja
De trepadoras plantas tapizada
Donde mil veces escuchó la queja
Y el ardiente << Te adoro >> de su amada.
Vuelve a mirar con espantados ojos,
Y halla ante sí, jugando alegremente,
A un travieso rapaz de labios rojos
Y ensortijada cabellera rubia,
Tan lozano, tan bello y sonriente,
Como el sembrado por abril naciente,
Cuando lo baña el sol por la lluvia.
Y prorrumpe en su loco desvarío;
- << ¡ En vano, en vano, la verdad rehuyo;
Tiene su misma faz... es hijo suyo...
¡Hijo suyo, gran Dios, sin serlo mío! >> -
A este punto otra voz con embeleso
- << ¡ Fernando>> - dice; y loco de alegría
Entra el niño en la casa, y se oye un beso,
Al par que estalla un dulce << ¡ Madre mía! >>
-<< ¿De quién es esa voz – Fernando exclama -
Que pronuncia mi nombre? ¿ Quién me llama? >

Y rompiendo la calma aterradora
Del aire dulcemente adormecido,
Le responde el simbólico tañido
Con que la esquila por los muertos llora.

V

Por no apartarse de la iglesia santa,
El cementerio humilde de la aldea
En medio de los vivos se levanta
De negro barro y de ladrillo rojo
Un muro sin revoque le rodea,
Que ya del tiempo destructor despojo,
A trechos está unido por bardales
De apisonada tierra, donde crecen
La pita la chumbera y los zarzales,
Y donde en el verano reflorecen
Espinos majoletos y rosales.
La puerta, sin pintura y carcomida,
Al abrirse o cerrarse para el muerto
Parece que solloza dolorida,
Exclamando: << Venid, que este es el puerto
Donde acaban los males de la vida. >>
Dentro, la vanidad aparatosa
Las cenizas en mármoles no encierra,
Pues dulcemente el campesino posa
En el regazo de la madre tierra
Sin sufrir ni aun el peso de una losa.
Cubierto por el césped de verduras,
Aquel paraje destinado al duelo
No lleva espanto al alma ni amargura.
A no ser por las cruces de maderas
Que señalan las fosas en el suelo,
Un huertecillo alegre se creyera,
Pues cubren los sepulcros y el osario
El limonero, el brótano y la higuera;
Y no hay más obelisco funerario
Que un ciprés que se eleva con anhelo
Por encima del mismo campanario,
Para indicar la senda que va al cielo.

Sin que el recinto fúnebre le asombre,
A guisa de ladrón, saltando el muro,
En él penetra por la noche un hombre,

Que con la astucia y miedo del raposo
Lento camina entre el follaje oscuro
O arrastrándose marcha cauteloso.
Aquel hombre es el mísero Fernando,
Que al resplandor incierto de la luna,
De sepulcro en sepulcro va buscando
El nombre de su madre sin fortuna.
Al arrancar con ímpetu salvaje,
Para poner en la inscripción los ojos,
De la hierva el espeso cortinaje,
Le desgarran las manos los abrojos,
Y el cabello de espanto se le eriza
Si de la tumba donde está de hinojos
Siente hundirse la arena movediza;
Ora mira lucir sobre una hoya
Del fuego fatuo la rastrera lumbre,
Ora sede la rama en que se apoya
Y se rinde con grave pesadumbre;
Hasta que presa, al fin, de la agonía,
Estallando su pecho en un gemido
Exclama: - << ¿Me perdonas, madre mía?>>-
Y en la fosa común da sin sentido.

Acechando su presa, en la espadaña
Rompe el ave nocturna en un silbido,
Al que responde el lastimero aullido
Del perro del pastor de la montaña.
Lenta se ensancha al reclinar la luna,
Perdiendo en luz lo que en tamaño crece,
Como, menguando en hora, se engrandece
Quien baja al lodazal por la fortuna.
Todo queda después en esa calma
Que más miedo produce y más espanto
Que las grandes tormentas en el ama.
Ni vierte el cielo su nocturno llanto,
Ni luce un resplandor, ni el viento zumba;
Denso nublado el horizonte cierra,
Y al modo de la losa de una tumba
Cubre de sombras y de horror la tierra.

Madrid 1880

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