C/ San Sebastian
IPasó por la sociedad
Con la pobreza por cruz,
La mente llena de luz
Y el corazón de bondad.
¡Cuántos hoy en orfandad!
Llora el artista al hermano,
La religión al cristiano,
La cátedra al profesor,
La tribuna al orador
Y la patria al ciudadano.
Nada que iguale al pensar
De este Centro del saber,
Que fue su amor, su placer,
Su templo, casi su hogar.
¿Quién le dejó de admirar
Y de amarle, si le oyó?
¿Quién del sabio no aprendió?
¡Cuánta ciencia que aquí brilla
Es fruto de la semilla
Que su palabra sembró!
¡Qué blasfema el ateismo! ¡Qué amenaza la anarquía!
¡Qué hunde en todo a la poesía
El procaz naturalismo!
¡Qué maldice el pesimismo!
¡Qué todo es horror y duelo!...
¿Qué importa? Reine el consuelo.
Su voz, que al bien rinde palmas,
Va á caer sobre las almas
Como rocío del cielo.
Pálido y baja la frente,
Su habla surge armoniosa,
Sollozante y temblorosa
Como el raudal de una fuente.
Corre y se trueca en torrente,
Y en catarata y turbión;
Sus miradas rayos son;
Se crece, el recinto llena,
Y sacude la melena
Y ruge como el león.
Es que al buscar la verdad
En vigor trueca el desmayo,
Que la verdad, como el rayo,
Fulgura en la tempestad.
La zozobra desechad
Si tal vez abate el vuelo;
¡Aunque se incline hacia el suelo
la antorcha que el fuego inflama,
Se alzará siempre la llama
Buscando trémula el cielo!
Dejadle que se remonte
Aun más allá de la nube,
¡Cuánto más alto se sube,
Más se agranda el horizonte!
¡Dejadle que al sol afronte!
Sólo la ruindad traidora
Prefiere, pues bajo mora,
Lo que arraiga á lo que vuela,
El quieto mar que se hiela
Al que lucha y se evapora.
Su voz parece que estalla
En ese azul transparente,
Que es vía para el creyente,
Para el ateo muralla;
Y allí, en las alturas, halla,
No el grito de maldición,
Ni la sorda imprecación,
Ni la carcajada impía,
Sino la dulce armonía
Del himno y de la oración.
Su palabra no produce
Humo sólo y vano ruido,
Cual verde leño encendido
Que ni calienta ni luce.
Es amor que al bien induce,
Arte que obliga á admirar,
Ternura que hace llorar
Arranque que hace temer,
Persuasión que hace creer
Y ciencia que hace pensar.
II
Mas ¡ay! que todo es soñado,
Y al despertar siento el frío
Que hay en el nido vacío
Ó en el templo abandonado.
¡Cayó el atleta esforzado,
Luchando por lo ideal;
El que con fe celestial
Rompía la sombra espesa,
Como la luz atraviesa
Por el agua y el cristal!
¿Qué será aquí sin tu aliento
De la Fe, muriente brasa,
Que hoy no luce si no pasa
Por ella un soplo de viento?
Vivirá sólo un momento,
Cual planta que a germinar
Llega en impropio lugar
Y se agosta sin dar flor,
Falta de riego, calor
Y tierra donde arraigar.
¡Ay, cuánto nos arrebata,
Con tu vida, la fortuna,
Contigo desde la cuna,
Á más de ciega, insensata!
¡Oh, qué vida tan ingrata
Te hizo la infame vivir!
¡Tanto debiste sufrir
Y tanto a solas llorar,
Que tal vez al espirar
Te alegrabas de morir!
Arrastrándose subía,
A donde tú con las alas
La ineptitud, que tus galas
Te robaba y se vestía.
Tu virtud se detenía
Ante el logro cortesano,
Cual la fuente que en el llano
Embebe la linfa pura,
Por no tener su dulzura
En el cieno del pantano.
Artista, sufriste el yugo
De esa crítica grosera,
Que se vende cual ramera
Y azota como verdugo.
Con tu llanto amargó el jugo
Que te brindó en su festín;
De tu ciencia hizo botín,
Te llenó el alma de dudas,
Y te beso como Judas,
Y te hirió como Caín.
Combatías a la vez,
Amigo, con el ingrato,
Sabio, con el insensato,
Sencillo, con la doblez:
Te estrechaba la escasez
Y te mordía el rencor,
Y tú, entre tanto dolor,
Gozabas en perdonar,
En bendecir y en sembrar
Las semillas del amor.
III
En las horas de amargura,
¡Con qué afán recordarías
La niñez, las alegrías
De tu hogar de Extremadura!
¡La inocente travesura,
La infantil animación,
Del campo la seducción,
La ternura sobrehumana
De aquella madre cristiana
Que te formó el corazón!
Y después la edad hermosa,
Cuando, naciendo el amor,
El capullo se hace flor
Y la ninfa mariposa.
Edad para ti dichosa,
En que, abrasado en deseos,
Alternabas los recreos
Y fatigas del trabajo
Con excursiones al Tajo
Y amorosos devaneos.
En Toledo la Imperial
Tu corazón y tu mente
Bebieron con sed ardiente
En artístico raudal
Que allí la ojiva ideal
Con la greca pompeyana;
Junto a la ninfa pagana
La bizantina escultura,
Y la arábiga escritura
Con la leyenda cristiana.
Ó bien, con ansia febril,
Te acosaban las memorias
De aquella ciudad de glorias,
Tan llorada por Boabdil.
De la que en Darro y Genil
Retratada al par se mira;
Donde aun la guzla suspira
Á compás del ruiseñor,
Y duerme amenazador
El volcán de Sierra-Elvira.
Allí, los cerros bermejos,
La Alambra, el Generalife,
Donde agotó el alarife
Los mármoles y azulejos;
Allá la vega; más lejos
La nevada serranía;
Aquí la alameda umbría,
Pájaros, fuentes y flores,
¡Todo bañado en colores
Por el sol de Andalucía!
Y evocabas la era grata
En que hollaban los corceles
La cuesta de los Gomeles
Con herraduras de plata;
Y la dulce serenata
Que a la odalisca recrea,
Y da celos a la hebrea
Que mira al Abencerraje
Tras los pretiles de encaje
De la oriental azotea.
Ora aquel tiempo de luz
En que Isabel la inmortal
Atravesaba el Real
Rigiendo un potro andaluz.
Feliz tiempo en que la Cruz,
De nuestra patria sostén,
Después de lograr el bien
De abrazar a España entera,
Buscó otro mundo en la esfera
Para abrazar a España entera,
Buscó otro mundo en la esfera
Para abrazarlo también.
IV
Cuando en medio del dolor
Soñabas ¡ay! de esta suerte,
Vino callada la muerte
A darte sueño mejor.
Se inclinó a ti con amor,
Y tú, sintiendo a la par
Algo de dicha y pesar,
Rompiste en dulce gemido,
Y te quedaste dormido
Para nunca despertar.
¿Cómo hallar la honda expresión
Que pinte nuestro quebranto,
Ciegos los ojos de llanto
Y nublada la razón?
¿Y cómo, si el corazón,
Avaro del sentimiento
Que le hace latir violento,
Lo guarda, cual si temiera
Que, al estallar, se perdiera
Como perfume en el viento?
Son las voces desgarradas
Propia de falsos afanes,
Nubarrones y huracanes
Sin las lluvias deseadas.
Las penas, al ser cantadas
Y dejar su cautiverio,
Pierden del alma el imperio;
Que el verdadero dolor
Oficia, como el amor,
En el altar del misterio.
¡Adiós! ¡Adiós! ¿Con el mundo,
Qué porvenir se te cierra?
¡Cuando no es polvo la tierra,
Es peor, es barro inmundo!
De lo ignoto en lo profundo
Está el raudal del consuelo;
Y mitiga nuestro duelo
El saber que tienes alas,
Y que las tiendes y escalas
Las altitudes del Cielo.
Leída en la sesión solemne que, a la memoria
de hombre tan estimable, se verificó en el Ateneo
Madrid 4 de marzo de 1882
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