domingo, 5 de mayo de 2024

Dura crítica a Velarde

                                                            FERNANDO DE LAREDO

POEMA EN DOS CANTOS, POR DON JOSÉ VELARDE

No he podido asistir a la velada poética que el señor Velarde ha dado no hace muchos días en el Ateneo; aquella noche estuve en el teatro Real a escuchar al señor Ortisi. Buena voz, pastosa, extensa, bien timbrada. A pesar de eso el señor Ortisi no alcanza éxitos muy lisonjeros; el público se empeña en que reine un silencio discreto a continuación de la última nota que sale de su garganta. Si las cosas continúan de ese modo, creo que el señor Ortisi se va a ver en la precisión de suplicar al señor Sánchez Moguel que le presente en el Ateneo y le haga cantar una noche en el salón de sesiones, a fin de que alguna vez siquiera reciba su brillante talento el fervoroso aplauso que merece.

No es posible figurarse hasta que punto mejoran los artistas al pasar por el Ateneo de Madrid. Les acaece lo mismo que a los vinos después que han atravesado el mar. Y si no, ahí tienen ustedes al señor Velarde, que es un ejemplo bien claro de lo que afirmo. El señor Velarde antes de leer en el Ateneo, había ya publicado muchas poesías, que no lograron darle a conocer como un poeta eminente; más tarde se leyó por el señor Calvo, en el teatro Español, uno de sus poemas titulado Meditación ante unas ruinas, y el público lo dejo leer resignadamente a condición de que no se le mostrase nuevamente; pocos días después, el señor Revilla manifestó en El Globo que el tal poema era una producción endeble e insignificante. Y así quedaron las cosas. Mas he aquí que al cabo de bastante tiempo sube el señor Velarde a la tribuna del Ateneo para leer aquel mismo asendereado poema, y (¡caso memorable!) los versos que el público y la crítica habían hallado pobres y anodinos se transformaron por arte mágico en soberbios, sublimes, asombrosos, dignos de Homero.

Los señores socios allí congregados aplaudieron, trémulos y delirantes, las magníficas estrofas que iban fluyendo de los labios del joven poeta. La prensa al día siguiente, reflejando fielmente la profunda impresión de los señores socios, anunció a todos los súbitos españoles que tenían un nuevo poeta  para endulzar las amarguras que los crecientes recargos de la contribución territorial les produjesen. No hay más remedio que confesar que es un caso raro, inaudito; pero por mucho que repugne a la razón y al sentido común, contra el hecho positivo, tangible, no vale argumento de ninguna clase. Y el hecho positivo, innegables, es que el poema del Sr. Velarde, en el espacio que mediara entre la lectura del teatro Español y la del Ateneo, había adquirido los requisitos que señalan para un buen poema, y que antes no tenía; argumento interesante, novedad en la forma, profundidad en el pensamiento, ideas brillantes y originales, etc., etc. Desde entonces, la gloria del señor Velarde se va dilatando como la onda, merced a los impulsos que periódicamente le suministran las veladas poéticas del Ateneo.

En la última, el Sr. Velarde leyó un poema en dos cantos, titulado Fernando de Laredo, del cual voy a dar cuenta en breves términos. Antes debo confesar que es el mejor, a mi juicio, de los que el Sr. Velarde ha escrito hasta ahora. Por más que se revele en él todavía el poeta adocenado, no cabe duda que, dentro de la imitación del Sr. Nuñez de Arce, consiguió el Sr. Velarde señalar algunos toque enérgicos, que le acreditan como un pintor distinguido de la Naturaleza, y como un versificador fluido y elegante.

En el primer canto describe el poeta las ansias y las cavilaciones de un mancebo que desea apartarse de los sitios donde su infancia se deslizó risueña, y donde gozaba una vida dulce al lado de su madre. Este joven, que se llama Fernando de Laredo, inmediatamente después de maldecir de su suerte como un desesperado, hace una visita a su novia, y se despide. Y termina el canto primero.

En el segundo, pinta el Sr. Velarde la llegada a su pueblo de Fernando, cansado del mundo y de sus pomas y vanidades, pobre, viejo y quebrado. Pregunta por su casa, y había desaparecido; su novia se había casado y tenía un niño muy guapo; su madre ya estaba muerta. Arrepentido de haber abandonado la vida tranquila de su hogar por los placeres efímeros del mundo, llora Fernando su error y se va al cementerio donde reposa su madre, y muere.

Como se advierte, el argumento del poema es de una materia tan sutil, que solo los ojos muy perspicaces y avezados a contemplar argumento lograran percibirlos. No le hago cargos al Sr. Velarde porque emplee argumentos sencillos, aunque bien pudiera hacérselos, porque la sencillez no está reñida con los intereses dramáticos. Sencillos son los argumentos de las leyendas de Zorrilla, y sin embargo, no es posible que haya nada más interesante y hermoso. Además, en la sencillez es necesario establecer diferencias.

La sencillez que proviene de una fantasía rica y poderosa, la cual desecha las complicaciones estériles porque la apartan del pensamiento que aspiran a presentar con el mayor relieve posible, no es lo mismo que la que se deriva de una imaginación pobre y anémica, impotente en absoluto para crear, de la misma suerte que nada tiene que ver la sobriedad de los hombres robustos con la que procede de poseer un estomago débil o enfermizo. No censuro, pues, el argumento del poema Fernando de Laredo por sencillo, sino por insignificante, vulgar y pueril. Me ha recordado los argumentos de la leyendas que se fraguan en las cátedras de Retórica y Poética por encargo del profesor.

Pero en esto convienen los admiradores del Sr. Velarde, y no hay para que insistir en ello. En cambio dicen que sus descripciones son portentosas, y que los poemas ha de considerarse como pretexto para ellas y nada más. En verdad que el enemigo más encarnizado del Sr. Velarde, no podría decir cosa que más le vejase. ¡Un poema pretexto para unas cuantas descripciones! Yo siempre tuve entendido que las descripciones servían en los poemas como auxiliares del argumento, bien para hacernos comprender por los rasgos personales el el temperamento y hasta el carácter de un personaje, o ya para presentar oportunamente a los ojos del lector el escenario donde los acontecimientos se efectúan, que tanta influencia suele ejercer en ellos por la estrecha dependencia en que el hombre vive respecto de la Naturaleza. Por lo visto, los poemas del Sr. Velarde son distintos a todos los demás, y no hay que pedir en ellos más que puestas de sol, tempestades, auroras, y en general efectos meteorológicos.

Pero aún en el terreno de las descripciones es preciso decir cosas desagradables al Sr. Velarde. Se advierte en la mayor parte de sus descripciones, que no son tomadas de la Naturaleza, sino de otras que han pasado a ser lugares comunes poéticos, donde los aprendices de genio suelen beber su inspiración. Semejan además catálogos o inventarios donde se van enumerando en versos los objetos que hay en una iglesia, en una calle etc., etc.: falta en ellas la unidad que debe comunicarles la percepción instantánea , ayudada por el esfuerzo de la fantasía. Y la prueba de que falta esta unidad es que las descripciones del Sr. Velarde pueden volverse del revés (como ha hecho ya con alguna un distinguido crítico), y quedan tan bien como estaban. Bien seguro es que no se hará otro tanto con las del Sr. Nuñez de Arce, ni con las de ningún verdadero poeta.

Voy a terminar.

He dedicado tanta prosa al poema del Sr. Velarde, no porque tenga, a mi entender, mas importancia que la nube de leyendas, pequeños poemas y colecciones de todo linaje de poesías que diariamente se exponen en los escaparates de los libreros, sin logra una mirada compasiva del público, sino por la circunstancia de haberse leído en el Ateneo, y haber excitado por ende la atención de la prensa. Cuando dentro de la poesía lirica que el Sr. Velarde cultiva, yacen oscurecidos y olvidados nombres como el de Ruiz Aguilera, el sublime cantor de las Elegías, mientras se fabrican a toda prisa monstruosas reputaciones que deslumbran a los incautos, el deber de la crítica es avisarlos y colocar las cosas en su verdadero sitio.

Si quieres leer Fernando de Laredo, pica aquí

Fuente: Internet Archive
La Literatura

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