martes, 7 de noviembre de 2023

Los Madriles, "Toros en el Puerto"

Toros en El Puerto

Sr. D. José Navarrete:

Afirma usted que el trabajo del torero es ridículo. ¡séa todo por Dios, que la ha vuelto a usted la vista del revés! ¿Son más artísticos nuestros pantalones, más airosas nuestras levitas? Y si la moña le parece repugnante, por tener algo de femenino, ¿qué no debe parecerle nuestro clásico sombrero de copa alta, que a cada paso nos recuerda un mueble, llamémosle así, de inexcusable servicio?

Pero venga usted acá: ¿cómo quiere usted que tengan fuerza sus argumentos contra el toreo, si al lado les pone este bellísimo cuadro?

-Trenes y faluchos, diligencias y vapores, vomitaban millares de pasajeros en el Verjel y en la Victoria.

-Eran de ver, dos horas antes de ir a la plaza, el Colmado, la Fuentecilla, y, sobre todo, el patio y los comedores de la fonda de Vista Alegre, de bote en bote. Encontrábanse allí, y allí cambiaban abrazos y cañas, la gente de Cádiz, la gente de Sanlúcar, la gente de Jerez, la de Lebrija, la de Puerto

Real, la de Rota… todos en pie, todos en movimiento, en torno de aquellas mesas cubiertas de langostinos, debocas de la Isla, de ostiones de conchas, de botellas de vino… ¡Qué voces! ¡Qué ruido de cristal! ¡Qué atmosfera llena de vapores del menudo y del perfume del oloroso y de la manzanilla!

-A las tres y media quedábanse desiertos los paseos, las tiendas de montañés y la fonda, e interminables hileras de almas iban para la corrida por las aceras de las calle de Palacio y de la Luna. Inundaban la plaza de la Iglesia, concluían formando una masa compacta, una columna inmensa en la calle de Santa Lucía, y continuaban hasta el circo entre las filas de puestos de abanicos de calaña que alternaban con las espuertas de avellanas, cuyos tíos desgañitábanse gritando: ¡A dos reales la grande, y a probarlas!

¡Olé por la sangre torera de D. José Navarrete! Si, señor, sangre torera tiene usted; que de lo contrario no podría pintar con requetetantísima gracia el cuadro de ¡A los toros, a los toros!

Pero, hombre de Dios, ¿no sospechó usted al pintarlo, que a los aficionados y a los que no lo son se les iba a hacer la boca agua y a entrarles una comezón de ir a la plaza, capaz de volverles Tarumbas? ¿Y cómo no? ¿Acaso no es digno ese cuadro de que se despueble el mundo entero por ir a gozarlo? ¿Dónde está el pacato que lo pospone a las mojigangas, cucañas y fuegos de artificio?

¡Y eso que se ha dejado usted sin pintar la mitad del lienzo! ¡Ay, maestro, si yo tuviese la pluma y la sangre torera de usted!

Pero venga usted acá; no se quede a la puerta; entre conmigo en la plaza. ¡Qué animación, qué bullicio, qué alegría! Pasemos a nuestro asiento de valla, para ver la lidia desde cerca. Quizás algún chulo conocido nos tire un capote de paseo al cajón, donde le tenderemos a modo de colgadura para darnos pisto.

¡Cuán llenos esta los palcos de mujeres bonitas! Allí la Gaditana de tez pálida, mirada habladora, sonrisa celeste y cintura y pie de bayadera, sorbiéndole los sesos a un inglés, extractor de vinos, que, por agradar a su adorada prenda, ha dejado su monóculo, su sombrero con crespón blanco y su levisac, por el bastón de estoque, la camisa de chorrera, el calañés con barbuquejo y la chaquetilla de alamares; y allá la jerezana de ojos como luceros, rozada tez, copiosa cabellera y abundante seno, entre dos de sus paisanos, gran garrochista el uno, de patillas achuletadas, marsellés y hongo pavero, y el otro, aunque más negro que un chorizo, dándoselas de inglés con su lente, levta abotonada y castora blanca.

Pues ¿y los tendidos? Con el señorío masculino de todos los pueblos de veinte leguas a la redonda, se confunden el marchante de Arcos, el arriero de Conil, el vendedor de peros y camuesas de Ronda, el calesero de Chiclana, el hortelano de Vejer, el alfajorero de Medina, el calafate de la Carraca, y mil y mil tipos más, vestidos de mil colores y modos diversos; éste calzando el botín acairelado, aquel, ceñido a la cintura el arco iris en forma de faja; todos hablando a un tiempo y riendo asaeteándose a chistes; uniéndose a tal baraúnda el estrépito de las músicas, el acompasado golpear delos bastones y los gritos de los que pregonan, agua con anises, avellanay garbanzos tostados, cañaillas o bocas y almendras de canela.

¿Pero qué aplauso es ése? ¡Ah, que  sale la cuadrilla! ¿Dónde ha visto usted gente de más garbo y gentileza, ni más lujosa y bellamente ataviada? ¡Qué gallardía en el andar! Como que son hijos y hermanos de los infantes de Brenda y de Pavía y de los cazadores de África.

Sale la fiera. Parece de terciopelo, por su finura y brillo, su piel azabachada, y no se comprende como estando atocinada, puede sostenerse sobre remos tan finos y vencer al viento en ligereza. Un hombre se va a ella armado con una vara; el toro, al verle, le arremete, se juntan. ¡Jesús!... No es nada, hombre, es que Chicorro ha dado el salto de la garrocha. ¡Con cuanta precisión, limpieza y gracia pasó por encima de la red! Pero ésta no para de correr, ni se percata de que hay hombres y caballos en el ruedo. ¿Quién será capaz de detenerla?

Con mesurado paso de dirige a ella señó Manuel Domínguez, ábrele el capote, y en un palmo de terreno le da una verónica y otra, y dos o tres navarras que la dejan como clavada a diez pasos de las tablas. Ya ha tomado tres varas de Trigo y los Calderones; uno de estos cae al descubierto; tápese usted los ojos; pero no, no hay cuidado; Bocanegra, mientras otro chulo cubre con el capote al picador, agarra por la cola al toro y se lo lleva dando vueltas a los medios, donde, soltándole, se queda ante él cruzado de brazos a media vara de los cuernos.

¡Qué cuadro! Pero no es el que le sigue menos bello.las banderillas en una mano, y en la otra una silla, vase a los medios el Gordillo, y cuando el toro le mira, da hacia él unos pasos, siéntase en la silla, cruzase las piernas y lo llama y espera su embestida. El animal, asombrado quizás de tanta audacia, permanece quieto, y el torero se le acerca poco a poco, tirando con una mano, y por entre las piernas, del asiento de la silla, y le vuelve a citar; engállase entonces la fiera, parte hacia él como el huracán, y llega a la silla y la voltea y desbarata en el instante en que, rápido como el rayo, el torero quiebra de cintura, se sale de la cabeza, da frente al costado de la fiera y le clava los rehiletes en lo más empinado del morrillo.

Pero hay más; Domínguez, de brindar y de mandar al estribo a la cuadrilla, se adelanta al toro hasta desplegarle la muleta en la cara, se cambia cuando le embiste, le pasa al natural,  se lo echa fuera con un ceñido pase de pecho al revolvérsele, y después de darle otro en redondo, llevándole el trapo pegado siempre al hocico, cuádrase   la fiera. Imítale el matador, se perfila, lía el trapo, mete el pie, cita al toro, lo espera clavado en tierra, y lo echa a rodar cuando se arranca, de una estocada por todo lo alto.

¡Qué bullicio! ¡Qué entusiasmo! ¡Qué locura! - ¿Usted también se entusiasma y tira el hogo al ruedo? ¡Bien decía yo que tenía usted sangre torera!

Ahora, mientras las jacas del señó Canelo arrastran los potros y el toro muertos, subamos al palco de aquellas señoritas que nos brindan con unas copas de manzanill. Así podremos decirles que….

¿Qué no va usted por no perder la salida del segundo toro? Yo tampoco quisiera perderla, pero… En fin, aguarde usted un poco, que pronto volverá su amigo.

José Velarde.

Fuente: Internet Archive "Los Madriles"

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