martes, 20 de diciembre de 2022

José Velarde visto por Luis Montoto


EN AQUEL TIEMPO

 

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Unos jóvenes entusiastas de las buenas letras, inteligentes y activos, acordaron fundar una sociedad a modo de liceo, para lucir sus talentos y continuar la tradición de la culta Sevilla.

Al intento, arrendaron una casa en la antigua calle de las Armas, cerca de la Puerta Real; la alhajaron con cuatro sillas y un par de mesas – la colecta no dio para más- y bajo la égida de don Juan José Bueno y de algún otro literato de nombre, comenzaron sus tareas.

Al principio, como Juan Palomo, ellos se lo guisaban y ellos se lo comían; esto es, la vida de la sociedad no traspasaba los muros de la casa. Se leía y se altercaba entre los partidarios de la vieja tradición y los heraldos de la buena nueva. Fueron los más batalladores Juan Martos, Francisco Caso y José Velarde; y, mediábamos, para avenirlos, don Eloy y yo, Manolito de ponía del lado de los que gritaban más; y Carlos Peñaranda, que dedicó su primer libro de versos a Víctor Hugo – el cual le dio las gracias en una misiva breve, pero sustanciosa- como ardiente defensor de la república, partía las mejores peras con Martos y con Velarde.


-Este Pepito Velarde- me decía Manolito- es un poeta de cuerpo entero. ¿No ves en su cara inquieta, en sus ojillos, que parecen puntas de ajugas, y en su frente espaciosa, algo extraordinario? Es un manojito de nervios… ¡Qué versos nos leyó anoche! Rotundos y correctos… ¡Qué sentimiento y qué gusto! En una composición dedicada a Carmen, una niña a quien el poeta da consejos, la dice:

 Ama como la tórtola, arrullando,

y no como el león, que ama rugiendo.

 -Cierto -le dije-, es joven de mucha cultura y poeta de astro, si no se aburre, lucirá con luz propia.

-Gonzalito Segovia lo tiene en mucha estima. Gracias a él, es médico de la beneficencia de Sevilla, aunque se me antoja que no tiene mucha afición a la medicina.

-Ni mucha ni poca. Dice él que Dios no lo trajo al mundo para que cada hijo de vecino le enseñe la lengua, más o menos sucia. Si el demonio coge a un mancebo por la irresistible vocación poética, se acabó para el mozo todo lo demás, y las profesiones que dan de comer le son odiosas. Rodríguez Marín lo dice con mucha sal: << La profesión –la medicina o la abogacía-, es como la mujer propia, y la poesía, como la querida: para la primera, desdén o malos modos; los mimos y los halagos para la segunda>>

Grande amistad tuve con Velarde. Seguí los pasos de su vida desde que de Conil, su tierra natal, vino a Sevilla, después de haber estudiado en Cádiz la carrera de medicina, hasta que, en Madrid, murió de mal de corazón.

No sé quién buscó a quien; pero desde que nos encontramos nos ligó lazo tan fuerte, que aún no se ha desatado.

No contaba yo más años que él, ni le superaba en cultura, y menos en inteligencia; pero quizás porque mi benevolencia no sofocaba ni adulteraba en mi boca la verdad, y porque jamás sentí envidia .sólo noble emulación-, especialmente porque había estudiado con algún fundamento el arte literario; por todas estas razones, sino ya por la potísima de su caballerosidad, fue lo cierto que pasaba sus composiciones por el tamiz de mi menguada crítica. Dócil escuchaba mis consejos y me toleraba que tachase o enmendase sus obras. Fue muy estimado en Sevilla, donde publicó sus primeros versos que editó Álvarez, el librero de la calle Tetuán, y redactó <<La Tribuna >>, periódico que mantenían Rafael Laffite y sus amigos políticos.


Republicano en un principio, díjome cierto día: <<Mis ideas se han modificado. Fui republicano, pero el republicanismo es para los jóvenes lo que el sarampión para los niños: una epidemia de que pocos se libran. >>

Admirador de Núñez de Arce, le siguió las huellas. Se aventajó al maestro en la delicadeza del pensamiento y en la pintura de la naturaleza; pero le fue a la zaga en la elección de los asuntos, en lo enérgico de la expresión y en la cincelada factura del verso.

Intimó con el gran poeta y, ya alentado por este, ya porque ansiaba más espacio en que volar, renunció su oficio en la Beneficencia y se partió a Madrid: otro Don Quijote en busca de aventuras.

Su vida en la corte en los primeros meses fue oscura y fatigosa. Ni su educación, ni sus gustos refinados, se compadecían con las andanzas de la bohemia. Aposta huía de la mesa del café y del tugurio donde se cobijaban el hambre y la ambición. No mendigó un aplauso ni una gacetilla laudatoria. Fiaba de sus fuerzas, y no buscó el oropel de una falsa reputación.

Vivir de los versos era cosa imposible y, para comer, aceptó un destinillo. Entonces se entregó de lleno en brazos de la querida –la poesía-, con olvido de la mujer propia – la Medicina.

Fue muy amigo de Campoamor y adoró a Zorrilla, el bardo viejo y pobre que sólo tenía, para echarlos en la olla, marchitos laureles de sus coronas.

Frecuentaba la tertulia de don Juan Valera, y se le abrieron los salones aristocráticos, donde se le aplaudió, como al melifluo: Fernández Grilo.

Compadecido de la pobreza en que vivía su admirado cantor, se indignaba –la exaltación era atributo de su carácter- y escribía en los periódicos, especialmente en <<El Imparcial>>, para levantar el espíritu público y mover al Gobierno con el fin  de que las Cortes señalaran una pensión al glorioso autor del poema <<Granada>>.

Zorrilla lo quiso mucho, como lo querían cuantos lo trataban. Aparte su natural irritable por el predominio de los nervios, era un niño en intensiones y palabras.

A más de unas colecciones de versos, en que incluyó buen número de los publicados en Sevilla, dio a luz en Madrid poemas al modo de los de Núñez de Arce,  que se leyeron en el Teatro Español y fueron muy celebrados. Escribió también y se presentó con aplauso, un drama y varios cantos del poema <<Alegría>>. ¡Lástima grande que la muerte le sorprendiera sin haber terminado la obra en que ponía su amor y sus esperanzas! Puedo decir –conservo los apuntes de puño y letra del autor- que de haber escrito los últimos cantos de aquel poema, su labor sería de las más acabadas de la literatura moderna.

Doblase de la crítica inconsiderada que toma empeño el ridiculizar al escritor, hiriéndole con las armas del ridículo. Un crítico, Leopoldo Alas (a) Clarín, arremetió contra él desde el primer momento. Lo ridiculizaba sin piedad para atraer la atención de los lectores más sobre el crítico que sobre el criticado. Para Clarín solo había en España dos poetas: Campoamor y Núñez de Arce, y 0,50 de poeta, Manuel de Palacio.

Velarde sufrió con mansedumbre las virulencias de Leopoldo Alas, y contra el no esgrimió más armas que el desdén.

Campo de sus triunfos fue el Ateneo, donde leyó los poemas <<Laredo>> y <<Fray Juan>> y las rotundas décimas <<A Dios>>. Zorrilla que lo escuchaba, al oír una de aquellas, exclamó entusiasmado: <<Eso no lo ha dicho nadie en castellano. Hágame usted el favor de repetirlo.>>Moreno Nieto, abrazándolo decía: <<Hace quince años que no se ha visto en esta casa triunfo semejante.>> También Sánchez Moguel echaba a vuelos las campanas, repicando en honra del poeta andaluz.

Tres editores le ofrecieron en el acto imprimir aquellas poesías. Poco antes, uno de ellos después de oír la lectura del poema <<Meditación ante unas ruinas, le había dicho: Dentro de cinco años no tendré inconveniente en imprimir un libro de usted. >>

Requerido y solicitado para que leyera sus versos en los salones aristocráticos, le repugnaba, tanto porque era enemigo de toda exhibición, cuanto porque no gustaba de las costumbres de la corte. Sólo en los primeros meses de su residencia en Madrid leyó en casa de Virginia Bumel, dama muy amante de las Letras y las Artes, y después de la muerte de su egregia amiga, en el palacio de la duquesa de Medinaceli, que lo halagaba mucho.


Republicano primero y liberal después, ingresó, por último en el partido que acaudillaba don Antonio Cánovas del Castillos, subyugados por las peregrinas dotes de talento e ilustración que adornaron al restaurador de la Monarquía constitucional de España, y como rendimiento a don Alfonso XII, con cuya amistad se honró.

Un día, en la ocasión de haber dedicado unos versos al Rey, inspirados por los sucesos de París,  Don Alfonso XII, que lo recibió en su palacio para darle las gracias le dijo:

-No se va usted de aquí sin pedirme algo, y algo importante, que yo pueda en el acto…

Creyó Velarde que aquello era como ofrecerle dinero, y, cegado por su dignidad, replicó al soberano:

-Señor, el día que conocí a vuestra majestad le prometí que nunca le pediría cosa alguna, y nada le he pedido, porque de nada necesito. Mis aspiraciones son modestísimas, y me basta con la amistad de vuestra majestad y mi trabajo.

Salió el poeta del palacio todo mohíno y caviloso, tanto, que iba por la calle hablando entre sí y preguntándose: << ¿Me ofrecería el Rey dinero? ¿Creerá que soy capaz de aceptarlo?>> Sumido en estas cavilaciones, estuvo algún tiempo alejado del Palacio Real.

Vivía con estrechez, y a duras penas remediaba sus necesidades y las de su familia.

Su pobreza y el desdén de la crítica fueron robándole energías e ilusiones, al estremo de que perdió su carácter alegre y comunicativo.

Cuando se le cerraban todas las puertas, llamaba a las del periódico <<La Ilustración Española y Americana>>, que de par en par se le abrían.

Una dama tan buena como hermosa, la Duquesa de Almodóvar del Rio, influyó en el marqués de Comillas para que remediase los apremios del poeta en los días que a éste se le escapaba la vida y crecían sus ansias. ¿Qué hubiera sido de Velarde, en sus postrimerías, sin la generosidad de aquel potentado?

Era humilde y soberbio con los poderosos.

Apremiado un día por la necesidad, se decidió, venciéndose, a pedir un destino que le diese holgura para acabar de escribir con reposo y tranquilidad el <<Romancero de Colón>>. No mucho antes fue aplaudido en su drama <<Pedro el Bastardo>>, escrito con la colaboración de Juan Antonio Cavestany.

Fuese al Ministerio, preguntó por el ministro, hiciéronle guardar antesala, y cuando se disponía a volver las espaldas – porque él, no era hombre cachazudo-, el portero anunció que su excelencia lo esperaba.

Entró en el despacho del ministro y lo saludó diciéndole:

-Soy Velarde, servidor de vuecencia, y vengo…

El ministro le miró de arriba abajo, enarco las cejas, frunció el ceño y dijo:

-Velarde… Velarde…¡Ah, si…! Velarde, el arquitecto…

Y nuestro poeta, montando en cólera y olvidando que iba a pedir un destino, pronunció estas palabras, que fueron como agua fría vertida sobre la cabeza de S. E.:

-Cuando el ministro de Fomento no conoce ni de nombre a un autor que acaba de estrenar un drama en el Teatro Español y vende al año cuatro mil volúmenes de sus obras, ni le pido nada, ni puedo esperar nada de él.

En aquel tiempo, de Luis Montoto y Rautenstrauch, 1851-1929 

Fuente: Internet Archive

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