sábado, 8 de abril de 2023

Recuerdos: Diario de Cadiz (sabado 22 de junio de 1895)


JOSE VELARDE
RECUERDOS

¡Pobre Pepe! Allá en las regiones del infinito, en donde hoy vive tu alma, llegarán los ecos de mis recuerdos.
Muchos te conocieron y admiraron pagándote después de muerto el tributo de la amistad y de la admiración que por ti sentían.
Pero nadie puede decir al público, á ese monstruo que todo lo devora y cuya hambre no se satisface nunca lo que yo puedo decir de ti que viví y estudié a tu lado, que me alegré con tus alegrías; que sufrí con tus dolores; y que adiviné en tu pensamiento como tú mismo adivinastes en nuestro Sellés la gestación inmensa de una idea, que germinaba en tu cerebro de poeta.
No me gusta la comparación que voy ha hacer, pero culpa es de mi carrera profesional descender al campo materialista en busca de un argumento en pro de lo que voy a decir.
Tu espíritu necesitaba como los micro-organismos un medio de preparación y de cultivo, y este medio de vida te faltaba en Cádiz, adonde estrechando tu espíritu por las necesidades de la vida de estudiante y sin campo donde esparcir los destellos divinos de tu inteligencia, vegetabas en el pequeño círculo de nuestra amistad, ahogando, ó mejor dicho, ocultando en el fondo de tu alma, los ricos escondidos tesoros que algunos años después derramastes pródigamente en periódicos, folletos y libros.
Alguna que otra vez, veíamos brillar en ti algo desconocido que subyugaba al que lo veía, era tu genio poderoso, tu ardiente fantasía tratando de sacudir el yugo que la sujetaba á las materialidades de la vida, sin poder volar libre de toda traba á los campos de la publicidad.
Nosotros mismos no podíamos apreciar tampoco todo lo que valías, y de esto tú mismo tuvistes la culpa. Todo cuanto decías lo envolvías en una capa de escepticismo filosófico de relumbrón, con el que querías engañarnos y te engañabas á ti propio.
Buscabas entonces una risa poniendo en ridículo lo más serio, tu critica era acerba y dura, y sin embargo, tú no sentías aquello que decías, las personas ilustradas que te escuchaban en uno de tus momentos de soleen, solo se les ocurría decir: lástima de muchacho!; nosotros los que te amábamos, solo decíamos: cosas de Pepe¡
Era imposible, como ya he indicado antes, la evolución de tu ente moral dentro del restringido circulo de una capital de provincia, y sin más testigos de tus glorias y afanes que el del pequeño número de tus amigos y compañeros de Facultad.
En la historia de tu vida, llegó un momento en que libre de la obligación que te impusieron tus padres, concluistes la carrera con lucimiento, cambiastes de medio, trasladándote á Sevilla, al lado de nuestro amigo del alma, del malogrado y nunca llorado bastante Manuel Benjumeda y Toscano.
Yo creo que hicistes bien. ¿Cómo era posible que Velarde se encerrara en el pueblo que le vio nacer, abandonando sus ilusiones y sepultando en el olvido las sublimes concepciones de su genio?
Allí volví a verte pero aún persistías en aparentar lo que tu alma no sentía, quizás debido a la contrariedad que fue para tu carácter, gusto y aficiones, tener que desempeñar una plaza de médico en una Casa de Socorro, y aunque cumplías con tu deber en conciencia, estabas deseando verte libre de las ocupaciones que te imponía tu profesión, para volar al Suizo ó al restaurant de Oriente, á donde hacías gala de tu inspiración y de tu talento en el seno de nuestra amistad.
Entonces fue cuando empezó á fructificar en ti el germen de la ambición y de tu verdadero instinto.
Volví á verte cuando regresé del sitio de Bilbao. Eras Director de un periódico; estabas en tu verdadero elemento. Tu nombre empezaba a ser conocido. Por supuesto, que ya no te acordabas
para nada de la Medicina, cuya carrera habías abandonado por completo.
Despedíme de ti en el mes de Septiembre de 1874 y ya no volví a verte más!
Estando en la Habana, llegaron á mis oídos los ecos de tu brillante entrada en Madrid, en donde tu alma encontró el verdadero medio que necesitaba para desarrollar las filigranas de tu talento, los acentos de tu inspiración, los suaves arpegios de tu lira.
Sentaste allí tu reputación de poeta. Las auras de la publicidad llevabas por doquiera tus bellísimas poesías; eras halagado y mimado, considerándote como uno de nuestros mejores poeta; el malogrado D. Alfonso repetía con entusiasmo algunos versos tuyos escritos con varonil entereza, con sentimiento profundo, descritos como tan solo he visto en nuestro gran Zorrilla.
Cuando leí tu composición “á un Crucificado,” entonces fue cuando comprendí que tu alma había sacudido la asquerosa envoltura del escepticismo con que querías engañarnos en otro tiempo, y se reflejaba en ella como un purísimo cristal la imagen fiel de tus pensamientos más íntimos.
La divina chispa que ardía en tu frente tenía que consumir en breve tiempo tan grande inteligencia, y cuando menos podía nadie figurárselo, cuando aún se esperaba de ti nuevas composiciones de tu genio y nuevos acordes de tu lira, cuando te creías feliz al lado de una mujer adorada y de los hijos de tu corazón, traidora enfermedad segó en la flor de sus años, una vida tan querida!
Después de muerto te dedicaron pomposos elogios, huecas frases convencionales para ensalzar tus méritos. La prensa te tributó sus elogios. Tus pocos verdaderos y antiguos amigos lloraron tu pérdida como la de un ser querido. En el Ateneo de Cádiz celebraron una velada literaria en recuerdo de tu nombre, y Pepe Rioseco, que era el único que te conocía como yo, porque había vivido en nuestra intimidad cuando éramos estudiantes, derramó conmovido los tesoros de su inspiración y los torrentes de su palabra en memoria tuya.
¡Qué pocos serán hoy los que se acuerden de ti; y sin embargo, tu nombre vive en la memoria de los que te amaron; y si hoy saco á relucir algunos hechos, aunque pocos, de tu vida en este recuerdo que vengo publicando, cumplo para con tu memoria el deber que me impone la amistad, y el verdadero cariño que en vida te profesé, al par que al relatarlos ofrezco al público algunos datos desconocidos de tu biografía.
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Conocí a Velarde en el año 1866; él me llevaba dos años de carrera, y aunque apenas cruzábamos cuatro frases cuando nos encontrábamos, una secreta simpatía unió nuestros corazones.
La Revolución de Septiembre estrechó las distancias que nos separaban, pues la confraternidad de ideas separó con la libertad de enseñanza la barrera que hasta entonces había existido entre los alumnos de diferentes años en la facultad.
Ha llegado el momento de hacer confección publica de mis culpas y diré á mis amables lectores, que yo entonces era aficionadísimo á los versos y que hice muchos, extremadamente malos, que solo la bondad de mi maestro de Retórica pudieron hacer viables para que vieran la luz publica, y aún cuando se publicaron en varios periódicos, incluso en la Moda elegante Ilustrada; cada vez que por casualidad los recuerdo ó los veo impresos, siento asomarse a mis mejillas el rubor, ó mejor dicho, el remordimiento que me produce por aquel para mí de lesa literatura.
Y aunque me aparte algo del objeto principal de este artículo, consagrado exclusivamente a Velarde, diré de paso, que mi afán de hacer versos fue tal, que un día en la clase de Retórica del Instituto, al preguntar mi querido amigo Álvarez Espino, a un alumno, quienes habían sido los mejores compositores de Sonetos y al contestarle este, que como modelos podrían presentarse los hermanos Arganzola, Lope de Vega y otros, le respondió con mucha sorna D. Raimundo; -¡Se le olvida a usted uno!...
El chico se quedó parado un momento, hasta que el compañero de al lado le sopló al oído… ¡Manuel del Palacio!
_ ¡No, no es ese!... Es otro que Vd. Conoce mucho…
Viendo Álvarez Espino que no atinaba, le dijo… ¿Pero hombre, cómo es posible que olvide Vd. á D. José Sievert, que no hay semana que no nos fabrique una docena?
Excusado es decir que no he vuelto á escribir más sonetos en mi vida.Pues bien, como iba diciendo anteriormente; estreché con Velarde una amistad sincera motivada más que por otra cosa por nuestros comunes gustos en literatura. Con ocasión de haber yo puesto en versos asonantados la Materia Médica, con cuya lectura pasábamos agradables ratos una hora antes de entrar en clase, intimamos mucho más.
¡Pero que poco dura la gloria en este mundo! Enterado el profesor de la asignatura, de aquel nuevo libro de texto que yo había escrito, pues muchos alumnos se lo habían aprendido de memoria, y cuando le preguntaban algo y se veían apurados contestaban en versos, llamóme á capítulo un día, y preguntándome por las Quinas que tantos consonantes tiene me dio en prosa el rato más amargo que he pasado en mi vida. ¡Estaba de Dios que yo no había de ser poeta.
De los versos de Velarde, ¿qué he de hablar?... Todo el mundo los conoce. Ya he dicho antes cuales eran las condiciones de su carácter; Velarde era entonces un niño por el sentimiento, un gigante en el pensar. Alumnos ya de los últimos años de carrera, nuestras diversiones consistían en jugar al toro en la azotea de su casa de la calle de Virgili y en concurrir por las noches á primera hora á la Nevería Italiana, en cuyas mesas de mármol escribió Velarde sus mejores pensamientos.
Todo su horror era terminar la carrera y sepultarse en el pueblo que le vio nacer, y sin embargo, él, que no podía ver en aquella época á su villa natal, le dedicó más tarde aquellos versos de uno de sus mejores poemas que empiezan así:
Hay frente al moro una aldea
a la mar tan inmediata,
que en las olas se retrata
cuando crece la marea;
encantada se recrea
la vista en aquel lugar,
donde Dios quiso juntar
á los encantos del suelo,
maravillas del cielo
y las grandezas del mar!...
Tal era Velarde. Una mañana nos encontrábamos charlando en su cuarto cuando llegó Baldomero Cuenca comunicándonos la desagradable noticia de haber muerto el Decano de la Facultad Dr. D, José Benjumeda, y comunicándonos la orden de escribir algo para aquella tarde en que se verificaría el entierro, poesías que debían leerse en el Cementerio al verificar el sepelio de aquel ilustre anciano, honra de la Medicina Española y la más preciada joya de nuestra facultad.
Marchose Baldomero, y al cabo de un momento le dije:
-¡Vamos Pepe!... Manos a la obra.
-Yo no hago nada ahora- fue su contestación
-Aún hay tiempo por delante hasta la tarde; vámonos al café de Apolomonos iempo por delante hasta la tarde;l cepelio de aquel ilustreicarr., jugaremos unas carambolas y excitados por la lucha y por la conversación, tendremos mejor vena para escribir.
Yo no sé como escribiría después Velarde sus versos, pero en aquella época necesitaba del estímulo, del ruido y de la algazara para concebir sus admirables creaciones.
Fuimos efectivamente al café, y allí nos hubiéramos quedado hasta la hora de vestirnos para el entierro, si comprendiendo él mi angustia no nos hubiéramos vuelto a su casa, en donde a la media hora, y sin quitar la mano del papel escribió unos sentidos hermosos endecasílabos que con emoción profunda recitó casi de noche ante el féretro del ilustre anciano. Los que quieran leerlos pueden buscar el Progreso Medico que en aquella época publicaba mi malogrado amigo D. Juan Cambas, en donde vieron la luz pública no sólo estos versos, sino también un malhadado soneto que yo recité también al colocar sobre la caja mortuoria la corona que le ofrecíamos los alumnos de la Facultad, y de cuya composición no quisiera acordarme como de nada tampoco de lo que aparece bajo mi firma, y que escribo al correr de la pluma.
Por no hacer demasiado extenso este articulo, concluiré refiriendo otro recuerdo íntimo de nuestra amistad, y que pinta de un modo gráfico cuál era el carácter de Velarde y su modo de ser y de sentir en aquella época de nuestra vida.
Se aproxima el momento de nuestra separación. Los compañeros que formaban aquella Peña siempre unida, lo mismo en la Facultad que en el café iban a separarse en breve.
Ya he referido para mí esta cruel separación en otros de mis artículos. Baldomero Cuenca fue el primero que desligándose de todas sus más caras afecciones partía para América ¡Quién sabía hasta cuando!
La marcha de mi querido amigo, fue muy triste para nosotros, pero aún lo fue más para Velarde; pues juntos habían estudiado en Jerez en el Instituto, luego la ampliación en Sevilla y más tarde en la Facultad de Medicina fueron inseparables compañeros, verdaderos hermanos.La víspera de la marcha nos reunimos todos por la tarde en la tienda El Candil á tomar las últimas cañas de manzanilla. Todos estábamos tristes. Velarde serio y nerviosísimo. En su mirada veíase algo extraño. En su mano derecha tenía una caña y con la izquierda sacudía sus encrespados cabellos, levantándolos sobre su ancha frente. De pronto se puso en pie, y después de una congoja que no pudo vencer, se dirige á Baldomero y le dice:
¡Vas á partir! Mi contristado plectro
su acento dolorido al aire lanza
para darte un adiós, adiós nacido
del sentimiento que domina el alma.
Vas a cruzar el azulado océano,
vas a dejar a tu divina patria,
á una madre querida, a una familia
que con delirio sin igual te ama.
Abandonas amigos que te quieren,
mujeres que te adoran,
y á esta España que es tu madre también,
y que debiera con los hijos cual tú no ser ingrata.
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Continúa cada vez más emocionado pintándole los recuerdos que habían se asaltarle durante el viaje, hasta que llegado el momento en que le fue imposible sostener la emoción que le ahogaba, rompió en un fuerte sollozo, al mismo tiempo que decía:
¡Vas á partir! Pepillo, que te quiere
se despide de ti… ¡vertiendo lágrimas!
¿Y cómo no llorar, hermano mío,
si un pedazo de su alma se separa,
al separarte tú de este infelice
que con delirio sin igual te ama?
Necesitaríamos mucho más espacio del que podemos disponer para copiar aquí toda la improvisación, y lo siento, pues hay en ella pensamientos profundos y bellísimas descripciones de aquel bello país, que el autor no conoce, pero que su soñadora fantasía se lo presenta bajo un cielo siempre sin nubes, con vírgenes bosques, con intrépidas cascada, con potentes ríos, con aves divinas de colores varios, de canto sin igual y lengua harpada, y en donde solo se ve luz y colores, y en donde solo se respira un ambiente de felicidad suprema lleno de placeres y de fragancia.
Terminó Pepe su improvisación , en la que también se respira la nota del desengaño y del disgusto que le preocupaba en aquella época; y después de comer juntos decidimos no dormir aquella noche, que pasamos leyendo la Capilla Sixtina de Cautelar, como si nuestras almas necesitaran templarse ante las sublimes bellezas que describe el gran creador y poeta, y con cuya lectura confortamos nuestro espíritu, y nos preparamos para el trance de la despedida, que se verificó al amanecer de la siguiente mañana.
Partió Baldomero, y poco tiempo después marchó Velarde a Sevilla.
De los que componíamos la reunión todos fuimos desapareciendo, pero aún queda en mí el recuerdo de su amistad y del cariño que nos profesábamos.
Que esta amistad fue verdadera, no tengo para qué decirlo, y de que Velarde aún tiene amigos que se acuerdan de él, tengo una prueba que no vacilo en publicar por pertenecer a la opinión de un ilustre poeta y escritor contemporáneo con cuya amistad nos honramos los dos cuando éramos sus contertulios, y que en muy reciente carta hablándome de Velarde, me dice entre otras cosas que le agradezco en el alma: “he conservado un recuerdo gratísimo de Vd.; y Pepe Velarde, cuyas poesías hubiera firmado con regocijo Garcilazo, sigue siendo arriba, objeto de mi culto, como en la tierra lo fue de mi amistad más entusiasta”
¿Qué mejor final para estos recuerdos que transcribir aquí el concepto que del malogrado Velarde el que es uno de mis más queridos amigos y que lo fue suyo igualmente?

J. Sievert Jackson
San Fernando 19 Junio 1895

Gracias a Ignacio Perez Basallote por este regalo

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