viernes, 20 de octubre de 2023

La fuerza de un primer amor (Juramento de amor)

Juramento de Amor

XVII

La hija de los dueños de la Venta, adiestraba, según sabemos, al nuevo empleado de la misma, en los quehaceres en que la iba sustituyendo.

Al decir lo cierto, ya estaba bastante bien impuesto en todos ellos; pero simpatizaba tanto con el…; le agradaba de modo tal, sonándole a melodías, la dulce entonación con que hablaba…; le embelesaban de tal manera sus decires…; le rendían con tal fuerza sus atenciones y delicadezas, y decía unas frases tan gratas y tan bien encajadas en sus gustos que, la verdad, no acertaba a renunciar voluntariamente al placer de dialogar con tan singular compañero, sobre todo cuando no les estorbaba la impertinencia de cualquier testigo.

Aquella mañana, cual otras muchas se habían levantado ambos bastante temprano; los dos, entre otras faenas, habían dispuesto y suministrado el primer pienso de los irracionales estabulados; los dos habían ordeñado a los animales de leche y entregado para su cocción la obtenida. También habían soltado al monte y a los prados los cuadrúpedos de pasto libre, guiándoles hacia aquellos.

Ahora descansaban, dialogando plácidamente, frente al Establecimiento, en la apacible semisombra de un como apretado haz de arboleda, en cuya espesura acostumbraban a pasar todos los veranos las horas de mayor calor.

El sol, bastante levantado sobre el horizonte, lo invadía todo con sus fulgentes rayos y elevada temperatura, caldeando el ambiente. De vez en cuando, alguna que otra nube blanca con blancura de vellón de tierno corderillo, navegando, lenta, a impulsos de suave brisa, interceptaba sus rayos, templando momentáneamente sus ardores. El ganado libre, pacía tranquilo; las aves errantes, volando de árbol en árbol, entonaban alegres cantares; diversas mariposas, de colores varios, libaban de flor en flor, y el agua de las emanaciones de la sierra, se deslizaba, susurrante, cuneta allá, buscando niveles más bajos.

Por el ancho y espacioso camino público mediato, marchaba un viandante, a lomos de pacifica caballería, entonando coplas de aires populares, para alegrar, seguramente la soledad de su viajata:

Aunque tú nada me digas,
ni nada te diga yo,
nuestras almas, niña hermosa,
se han entendido las dos.

    En este momento, pregunta el novel empleado de su ama y compañera:
    -¿Has escuchado? No parece sino que el autor de la copla ha adivinado nuestra situación espiritual. ¡Qué directamente nos alude!
  
 
-Es verdad; es copla muy interesante. ¡Quién la habrá sacado!
    -Algún poeta que, sin duda, ha vivido lo que nos ocurre a los dos.
    -¡Poeta! No conozco lo que escriben, si se exceptúa alguna que otra copla de las que cantan por aquí.
    -¿De modo que no conoces –se tuteaban desde los primeros días- más versos ni más poesías que las de esas coplas vulgares que ruedan de boca en boca, y que tampoco se parecen a la que entona ese caminante?
    -Nada más. ¿Quién me las iba a dar a conocer y mucho menos a enseñar? ¿La pobre maestra que por cinco pesetas mensuales y algún que otro regalillo, en especie, acudía diariamente a casa, durante poco más de una hora, hasta ponerme en el deletreo que pudiste apreciar?...
    -Es verdad, es verdad; no me daba ahora cuenta de ello.
    Pues sí; hay cerebros privilegiados que saben combinar sus decires, especialmente escritos, de tal modo que, penetrando en el alma del que los lee o escucha, la elevan sobre lo común y ordinario, transportándola a regiones espirituales donde no hay más que placer, embeleso y dulce encantamiento.
    -¡Qué gusto disfrutar de esas delicias!. ¿Cómo es que tú, tan amable tan complaciente no me hayas proporcionado ya esta satisfacción?… No te lo perdono, pollo y te castigo a que cuando bajes a la ciudad, lo antes posible, arregles las cosas de modo que adquieras de esa clase de libros y escuche yo, de su lectura, esa clase de lenguaje.
    -¡Ah, amiguita mía! No es necesario. Precisamente un profesor que yo tuve, mi principal educador y conductor, conociendo mis aficiones a la poesía, me daba a leer textos de dos paisanos suyos poetas, a los que admiraba con veneración positiva , y me hacia declamar sus composiciones, muchas de las cuales aprendí de memoria.

-¿Y las recuerdas bien?
-Sí; con todo detalle.
-Pues, ansiosa, aguardo que repita algunas.
-Allá va la titulada

El año Campestre (I)

¡Cuanta hermosura en la tierra!
Parece el prado un vivero;
Las rocas están vestidas
De la felpa del helecho,

Y las mieses, ya espigadas,
Cuando las inclina el viento,
Ocultan, formando un toldo,
De las hazas los linderos.

Vénse bardales y tapias
De enredaderas cubiertos,
De amapolas los sembrados,
De juncias los arroyuelos;

Y para colmo la vida,
Crecen cardos en los yermos,
Y malvas y jaramagos
En las calles y los techos.

A los perfumes silvestres
Que en los campos toma el céfiro
Del toronjil y el mastranto,
Del hinojo y el cantueso,

Se juntan los de la albahaca,
El azahar y el espliego,
Que embalsaman el ambiente
De los jardines y huertos.

Ya tusadas crin y cola,
Grabado en el anca el hierro,
Y en brillante pelo corto
Trocado el sucio de invierno,

El potro, cual si sintiera
Hervir en sus venas fuego,
Resopla, piafa, relincha
Y ensaya en correr sus remos.

El rico vellón de lana
Entrega el manso cordero,
Y tábanos zumbadores
Persiguen a los becerros,

Que parten, perdido el tino,
Ijadeando y mugiendo
En busca del valle umbroso
Donde está el abrevadero.

Madura el albaricoque,
Más fino que el terciopelo;
Pica el gorrión la breva,
Que de miel guarda un venero,

Y la mazorca, que agita
Un penacho como un yelmo,
Sus tocas pajizas abre,
Mostrando el grano bermejo.

Pasa el rústico la noche
Los melonares cubriendo
Con paja para librarlos
Del influjo de sereno,

Y frente a las madrigueras,
El arma al brazo, en acecho
De los topos y lirones,
Para su daño despiertos.

Mas pronto la escena cambia:

Derrama el sol vivo fuego,
Y, como al salir de un horno,
Abrasa y sofoca el viento,

Que lleva sobre sus alas,
En vez de aromas, suspenso
El polvo de los terrones
Que al calor va deshaciendo.

En pedregal se convierte,
O en banco de arena, el lecho
Del arroyo, que era un río
Sin vado alguno en invierno.

De la aurora los fulgores
Tiñen de rojo sangriento
La bruma caliginosa
Que se levanta del suelo,

Semejante a la abrasada
Humareda de un incendio,
Y se alza el sol, y se aspira
La atmósfera del desierto.

Entonces, debajo de otro
La testuz guarda el carnero,
La yeguada se mosquea,
Juntándose en coro estrecho,

Y la perdiz y la alondra
Están, con el pico abierto
Y con las alas caídas,
A la sombra de los setos.

Tan sólo el calor resisten
Los zumbadores insectos
Cuyas corazas de oro
Despiden vivos reflejos;

Las tórtolas, que, escudadas

Por el pabellón espeso
De los pinos, siempre verdes,
De uno en otro van gimiendo,

Y las cigarras ventrudas,
Que redoblan su concierto,
Saltando a la espiga seca,
Que se desgrana a su peso.

¡Infeliz del campesino
Que, sudando, sin aliento
Y abrasadas las espaldas,
Va por los valles y oteros

El trigo rubio segando,
Que, convertido en pan tierno,
En manos del poderoso
Ha de ver, ¡quizás hambriento!

Pero el triste, con su sino
Resignado y satisfecho,
Apenas sí para mientes
En el día venidero.

Y duerme sobre la hacina
Tranquilo, mientras su dueño
Tal vez procura y no logra
Cerrar sus ojos despiertos.

Cuando repara en que apenas
Proyecta sombra su cuerpo,
¡Con qué placer deja el tajo,
Y en el parral, a cubierto,

Bebe a chorro en el botijo,
Aliña el gazpacho fresco,
Ó abre la roja sandía,
Que cruje bajo sus dedos!

Y cuando llega la noche,

¡Que bullicio, qué contento
En las parvas de las eras,
Que sirven de mesa y lecho!

Hasta el capataz se olvida
De su alto rango empleo,
Y en vez de acallar la zambra,
Alegre baila en el ruedo

Con alguna escogedora
De buen talle y ojos negros,
Que de amapolas y espigas
Orló su rostro moreno.

Aquí un mozo enamorado
Está a solas y en silencio
Ensartando arreboleras
Para aquella que ve en sueños,

Allí las espigadoras
Van buscando por los setos
Luciérnagas encendidas
Para adornar sus cabellos,

Y allá, en la vereda, se oye
Los cantos del pasajero,
Que, más que cantos, parecen
Gemidos que lleva el viento.

Más bien pronto no se escucha
Otro rumor en el suelo
Que el del grillo, que ha tomado
De las cigarras el puesto.

Entonces, de las estrellas
A los fugaces reflejos,
Responden nubes lejanas,
Ocultas tras de los cerros,

Con súbito fusilazos,

Que encienden de grana el cielo,
Y que anuncian otro día
De más calor que el ya muerto.

José Velarde


-Muy interesante muy bonitos
-Pues veras-estos, que hablan de la Primavera y del Estío


¡Oh dulce primavera,
Renacimiento, luz, amor y vida,
A cuyo soplo alfombran la pradera,
Por el cierzo invernal entumecida,
Lirios violados y purpúreas rosas;
Estación de las aves y las flores
En que hasta los gusanos roedores
Toman alas y se hacen mariposas!
¡Resplandeciente estío
En que la sangre como hinchado río
Con pletórico empuje se derrama
Por las venas azules,
Y no oscurecen blanquecinos tules
De la hoguera solar la ardiente llama;
El de auroras cuajadas de rocío,
El que llena las trojes hasta el colmo
Del fruto sazonado,
Y nos muestra la vid teniendo al olmo
Con retorcido pámpano abrazado!
Vosotros sois mi encanto y alegría,
Y al entibiarse vuestro santo fuego,
Cayendo en la atonía,
Como planta sin riego,
Languidece y desmaya el alma mía

V

Quiero, en un cielo azul, un sol radioso,
Y que la sombra huyendo de sus llamas
Se ampare al pie del álamo frondoso,
En cuyo grueso tronco carcomido
La abeja haga su miel, y en cuyas ramas
El pardo ruiseñor fabrique el nido;
Que den vida al paisaje
El átomo en la atmósfera encendido,
La espuma que levanta el oleaje,
Los lúcidos colores
De múltiples insectos zumbadores
Y de las bellas aves el plumaje;
Escuchar de la alondra alegres trinos,
De los arroyos plácidos murmullos,
Amorosos arrullos
De tórtolas errantes por los pinos,
Y contemplar la rauda catarata
Por vertiente escabrosa despeñarse,
Romperse en hilos de bruñida plata
Y en lluvia de diamantes desatarse.

Que sólo alienta y vive la poesía
Donde la luz da formas y colores,
Y hay perfumes, y pájaros y flores;
Concertándose, en mágica armonía,
Nidos y besos, cánticos y amores.

                José Velarde

             

    -¡Preciosa! Pero oye: tú tienes una memoria felicísima ¡Cuidado con retener tanto! Es prodigioso.

        -No hay tal. Lo que sucede es que como me gustaban tanto y las he leído tantas veces… Allá va otra del mismo autor:

Tierra sagrada,
Madre querida,
Todo lo encierras,
Color y vida,
Ricos mentales,
Aguas sonoras
Y las semillas
Germinadoras.
En los bochornos
Del seco estío
La sed apagas
Del labio mío;
Me ofreces frutos,
Y me das flores
Para la reina
De mis amores;
¡Ay! y en muriendo,
Tu seno abriendo
Con santo amor,
Caerás piadosa
Sobre la fosa
Del trovador.

 
A amar aprendo
De la paloma

Que va arrollando
De loma en loma;
Me da sus sombras
El bosque umbrío
Su miel la abeja
La linfa el rio,
Su voz el viento
Y el alma siento
Llena de amor
Por la natura,
La amada pura
Del trovador.

Resuenan juntos
En mis cantares,
Fieros rugidos
De roncos mares;
Notas perdidas,
Rumores vagos
De secas hojas
Y ocultos lagos;
Gemidos sordos,
Tiernos arrullos,
Suspiros tristes,
Dulces murmullos,
Trinos alegres,
Ayes, lamentos
De aves y selvas,
Ondas y vientos;
Que la natura
Mi amada pura,
Mi tierno amor,
Es quien me inspira,
Y ella es la lira
Del trovador.

José Velarde

           -Veamos, ahora, estos otros del otro poeta ya mencionado, que se titulan

Nocturno

    Una noche muy clara de luna,
un jardín solitario, y en él
yo a tu lado, sin pena ninguna,
de tus labios libándola miel.
    Y que a ratos, se escuche la dulce
melancólica endecha de amor
-que a mi espíritu tanto demulce-
de un canoro gentil ruiseñor.
    Y la brisa regale el olfato
con alivios de rosa y jazmín,
y la linfa de un claro regalo
dé frescura y sedancia al jardín
    ¡Noche grata, romántica y bella
cual ninguna otra noche soñé!
    Yo he soñado mil veces con ella
y a soñar mil y mil volveré.
    No quisiera en el mundo más gloria
que tal noche en mi vida alcanzar,
ni apetezco del amor más victorias,
ni otra dicha más alta lograr.
    ¡Bella niña de faz seductora,
cual la imagen que mi alma soñó;
la que gana en belleza a la aurora
y más cándida nunca se vio!

¡Muñequita que hicieron las hadas
amasando un clavel y un jazmín,
y quedaron después asombradas
al mirar el gracioso mohín
    de la boca, que es mi único encanto;
lo hechicero del rostro ideal
y el fulgor de los ojos, que es tanto
cual la lumbre del sol tropical!!
    ¡Deliciosa ilusión de mi alma
semejante a una edénica hurí,
la que en gracia se lleva la palma
y es la belleza más bella que vi ¡
    Esta noche, que es noche de luna,
ven conmigo al jardín; ven por Dios,
y allí, a solas, sin pena ninguna,
venturoso seremos los dos.
Ven; no temas que vaya, impudente,
a forzarte mi loca avidez;
yo seré como Booz el prudente
que de Ruth no ofendió la honradez.

José Briceño.- Flores de Mocedad

 Arpegios

    Dadme flores de abril, dadme el aroma
con que a la brisa embalsamáis las alas;
regálame tu esencia, dulce poma,
dame el olor con que al pensil regalas;
y tú, florida, exuberante loma,
dame el perfume que en estío exhalas,
que el ambiente que aspiras el bien que adoro
quiero incensar con incensario de oro.
    
Dadme, blancas estrellas, los fulgores
con que brilláis en las nocturnas horas;
regaladme sus rayos brilladores,
las de Mayo dulcísimas auroras,
y tú, dorado Sol, los resplandores
con que las nubes en Ocaso doras,
que hacer quiero una luz que, noche y día,
fúlgida alumbre a la adorada mía.

    Regaladme sus rosas los rosales;
sus sangrientas corolas, los claveles;
amapolas silvestres, los trigales,
y sus flores más bellas e ideales
los dorados pensiles y vergeles,
que las calles que pisa el amor mío
con todas ellas alfombrar ansío.
    Préstame tus acentos, golondrina,
deme tus himnos, ruiseñor parlero;
regálame tu cantica divina,
sonoro y dulcísimo jilguero;
y la calandria que a la aurora trina
me regale su cántico hechicero,
que, a la prenda que adoro, serenata
quiero dar con la música más grata.
    Ricas frutas, hacedme regalía
del más grato dulzor de los dulzores;
laboriosas abejas, la ambrosía
que vais libando en las pradiales flores
conceded un instante al alma mía,
que hoy anhela los néctares mejores
para, en cráteras de oro, hacer ofrenda
de misamores a la dulce prenda.
  
 
Dádmelo todo, que ofrecerlo quiero
a la dulce morena que amo tanto
que ya del mal de amor por ella muero;
a la niña de labios amaranto,
ojos bellos, sin par, como un lucero
que brilla de la tarde en el encanto,
talle esbelto y gentil como la palma,
cara divina y soñadora el alma.

José Briceño.- Flores de Mocedad.-

Trémolos

    Eres, chiquilla,
bella y galana
como temprana
rosa gentil,
y son tus ojos
más hechiceros
que los luceros
del mes de abril.

    Copias del cielo
son tus hechizos:
blancos granizos
tus dientes son,
y es tu boquita
flor de granado
que ha cautivado
mi corazón.

  

 Por eso, niña,
tanto te quiero;
por eso muero
de amor por ti:
Porque contigo
Seme ha ido el alma
Y huyó la calma
Lejos de mí.

    Cual errabunda
mariposilla
que, mientras brilla
la luz solar
va por los aires
voleteando
flores buscando
donde libar.

    Tras tu hermosura
mi pensamiento
cruzando el viento
siempre ha de ir;
que en tus radiantes
pupilas pardas
la esencia guardas
de mi existir.

    Dame el cariño
de tu alma pura,
mi desventura
trocando en bien;
yo te prometo
con las más bellas
claras estrellas
ornar ti sien.

José Briceño.- Flores de Mocedad

¡Qué lindos, qué tiernos, qué impresionantes!... Mas ¿no te cansas?

-No. ¿Cómo voy a cansarme de hacer una cosa tan de mi predilección? Además, esos versos traen tantos recuerdos a mí memoria!... ¡Me dicen tanto!... ¿Qué sacas tú de ellos? ¿No mueven tu interior?...

-¡Ah, sí. sí! Me hacen sentir, profunda, una sensación interna que no sé explicar.

            -Eso mismo, cada vez que los leo, recito o recuerdo simplemente, me hacen sentir a mí. Por eso lo hago siempre con gusto y delectación. Ahora bien. En estos momentos, cada vez más deseados, en que dialogo contigo, sobre todo cuando, rodeados de árboles y matas floridas, nos hallamos solos con nuestros pensamientos, experimento otra más agradable sensación; la de contemplarte a mi sabor, la de hundir la mirada en la tuya y quedarme extasiado contemplando el fondo de tu alma, donde quiero leer plácemes para nuestra felicidad. ¡María!... ¿Qué te dice esas flores que juntan sus ramas y entrelazan sus tallos, confundiéndolos, como si nacieran del mismo tronco? ¿Qué esos pajarillos canoros que de rama en rama dialogan en trinos y arpegios, el lenguaje de fuego de sus amores? ¡María!... ¿No te dice nada la expresión de mi semblante, el calor ardoroso de mi mirada?...

-Sí: me dicen lo mismo que el rubor que arrebola, encendiéndolas, mis mejillas.

-¡No me engaña, pues, mi corazón! ¡Correspondes a mis sentimientos!... ¡Gracias, Dios mío, bendita sea tu munificencia!... ¡María de mi alma!... ¿Me amas?

-¿No lo adivinas?... ¿No te lo dicen mis ojos, toda mi expresión?... ¡Con toda mi alma! Negarlo sería mentir. ¿Y por qué iba a decir mi boca lo que mi alma desmentiría?... Te quiero como toda tu expresión me dice que me correspondes cumplidamente. ¿Me equivoco?

-¡Nunca! Te amo desde que el destino, esa disposición de la Providencia que tiene señalado lo que nos ha de suceder, me puso ante ti, en la tarde en que por primera vez nos vimos. Un incontenible impulso de simpatía, me ató a su destino, torciendo el mío, para confundir en uno solo el de los dos. Desde entonces fui tuyo, como tú eres mía, espiritualmente, pese a esas menudas circunstancias que accidentalmente pueden oponerse a nuestra definitiva y legítima unión. ¡María, ángel bendito de mi guarda! Seamos el uno para el otro y sellemos con un ósculo espontáneo el solemne juramento de nuestro puro e inmaculado amor.

Y el chasquido de un doble beso, simultáneo, fuerte, prolongado y sonoro, suspendió unos momentos el ruidoso trinar de los pajarillos que en la enramada conjugaban también, a no dudar, el verbo amar.  

José Briceño

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