CANTO
SEGUNDO
Diez
años han transcurrido desde que Fray Juan abandonó su patria buscando olvido a
la pasión que abrasaba su alma; ni los rudos trabajos, ni la larga ausencia,
hicieron mella en su vivir, ni acallaron los ímpetus de aquella pasión pura y
fugaz que una vez traspasó su corazón y al retornar a los campos de verde
esmeralda de olivares, donde negrea la aceituna pendiente de sus aromas que el
mirlo picotea silbando al posarse entre ellas; vislumbra a su través el terruño
y la iglesia parroquial.
En
este templo cristiano
Todos
cumplen sus deberes;
A
requebrar la mujeres
No
va ante Dios el liviano
El
curioso busca en vano
Esplendores
y grandezas;
Sólo
inspira su pobreza
Recogimiento
y ternura
Y
sólo en su nave oscura
El
pecador llora y reza.
Llega
el fraile a su aldea natal, su cobijo es la iglesia bajo cuyas naves dióle el
bautismo el nombre de cristiano y en la penumbra del atardecer cae de hinojos a
los pies de un Niño Dios, de cera, cubierto de arrebol la faz que el pueblo
venera y lo encuentra más bello que el sol; así como a Madona del Carmelo,
vestida de terciopelo tachonado el manto de lentejuelas.
La
iglesia casi en ruinas
Ostenta
como primores
En
sus altares las flores
Que
llevan las campesinas.
Y
coronado de espinas
Lleno
de sangre y sudor,
Se
ve en el altar mayor,
De
una lámpara a la luz,
Agobiado
por la cruz
Al
Divino Redentor.
A
Fray Juan, calada su capucha, se le oye quedo, muy quedo rezar; la luz de la lámpara
que esta próxima a espirar, reverbera a intervalos sobre la severa faz del Cristo y no se nota
otro rumor que el del vendaval que azota los ventanales.
De
repente aquella calma se interrumpe; lamentos de dolor violento arrancan del
fondo del alma del fraile y una mística embriaguez se convierte en desvarío del
mal que creyó vencido.
Vuelvo
después de diez años
Ya
tranquilo el corazón
Y
ahogada aquella pasión
En
un mar de desengaños.
Y
otra vez sueños extraños
Exalta
mi fantasía
Y
elevado a idolatría
Mi
amor ha vuelto a estallar,
Solamente
al contemplar
La
reja donde la veía
En
vano sus fuerzas ya agotadas, sus carnes demacradas por el ayuno y el cilicio
que la fustigó; en vano de implorar sobre la tumba de su difunta madre podía
deshacerse de una infiel que a su pesar lo abandonó por su padre.
La
fiebre devoradora
Invade
su cuerpo yerto
Y
exánime, casi muerto,
Le
sorprende allí la aurora.
Poco
a poco se incorpora
Al
volver en su sentido.
Y
al arrastrarse aturdido
Buscando
el confesonario
La
esquila en el campamento
Rompe
en fúnebre tañido
Rechina
lentamente la pesada puerta del templo dejando entrever por sus resquicios los albores
matutinos, y en esa semiluz del amanecer entra en la nave desierta hermosa
mujer de altiva frente, esbelto porte y quebrado color; penitenta que fija en
Dios sus negros ojos orlados de círculos morados que solo el dolor dale tinte.
Oculta
la feligresa
Su
triste faz bajo el manto,
Besa
el hábito del santo
Y
se arrodilla a sus pies.
Padre,
murmura después;
Pecadora
contumaz,
Vengo
aquí a buscar la paz:
Y
es de su voz el murmullo
Aun
más dulce que el arrullo
De
la paloma torcaz
Y
entre sollozos y amargos pesares que embargan el alma de la penitenta, deposita
arrodillada a los pies del confesor los secretos del dolor que agudo puñal
traspasó su corazón y el ansiado remedio que busca, le pide para sosegar su
intranquila existencia.
Aun
no era, Padre, mujer
Cuando
un hombre conocí,
Y
al conocerle sentí
Mis
alas de ángel caer.
Era
cuando empieza a ver
La
niña por otro prisma
Y
su alma en sueños se abisma
Y
sin motivo está triste
Y
a su muñeca no viste
Para
vestirse a si misma.
Tras
breve pausa, para dar tregua a enjugar las lágrimas que a raudales vencían sus
ojos, enjugándolas en fino pañuelo de rico olan y reprimir los gemidos de su
pecho, indecisa y con dolorido acento, prosiguió su confesión.
Mi
padre, como una esclava
En
un claustro me encerró,
Y
en matrimonio me dio
A
un hombre que yo no amaba.
Mi
amor en la guerra estaba
En
aquel terrible instante
Y
habrá ¡oh Dios! Quien no se espante
Pensando
en lo que he sufrido
Al
hallar que mi marido
Era
el padre de mi amante.
Al
fraile le invade el terror; los gemidos luchan en lo hondo de su ser; titánicos
esfuerzos hace para no gritar en la tortura inmensa que le oprime, ¡Clara sois vos! Viene el deber en pos y quebrando por el dolor en alto
grado fija su vista en Dios,
Y
sigue: Al hombre aquel
A
ver no he vuelto jamás
De
pena murió??, quizás!!!
Creyendo
a su amada infiel
Yo
impura sueño con el
Vos
santo y de vos tan dueño
Decid;
¿cómo una pasión
Se
arranca del corazón
Y
se destierra del sueño?
Sientése
el fraile ahogarse en su desventura… huye… le faltan brios… y pronunciando el
nombre de Dios rueda exánime y sin vida a los pies del altar.
“Socorro”
quiso gritar
La
penitenta angustiada,
Mas
fijando su mirada
En
el semblante del Santo
¡Es él! Gritó con
espanto
Y
dio en tierra inanimada.
En
tanto escarbando el suelo
La
casa el gallo alborota
Sale
del surco la alondra
Cantando
al alzar el vuelo;
El
obscuro azul del cielo
Se
trueca en vivo arrebol
Mira
a Oriente el girasol
Suena
la esquila en el monte
Enciéndese
el horizonte
Y
surge radiante el sol.
Por
la transcripción,
Isabel
García Pérez
Jerez,
Agosto, 1929
El Guadalete periódico literario y de interés general - Año LXXVII Número 24440 18 08 1929
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