Juan Pedro Narvaez
CULTURALa voz digital 10 agosto 2008
De tinta y oro
Desde la Edad Media hasta nuestros días, los toros han sido motivo de inspiración para un buen número de escritores españoles y extranjeros
PABLO MTZ. ZARRACINA
Tres toques de clarín. Se abre el antro / y el silencio domina a la apiñada / multitud, que esperaba. Salta al centro / de la arena el animal soberbio, / que, con ojos furiosos, mira en torno / hiere con la pezuña el resonante / suelo, mas aún no ataca a su enemigo. / Gira, amenazadora, su cabeza / de un lado a otro y mide el primer tiento. / Su flanco azota con la cola, y rojo / rueda el ojo espantado por su órbita».
El autor de estos versos nació en la taurinísima Londres en 1788. Su nombre era George Gordon y se anunciaba en los carteles como Lord Byron. Se tiene noticia de que el poeta romántico asistió a una corrida de toros en el Puerto de Santa María en 1809, durante un viaje a España que también lo llevó a ciudades como Sevilla, Jerez y Cádiz.
A lo largo de la Historia han sido muchos los escritores y los artistas que de un modo u otro se han ocupado del mundo de la tauromaquia. Es una evidencia y también uno de los argumentos que suelen volar sobre el tapete cuando surge la recurrente discusión sobre la permanencia de las corridas de toros. Visto fríamente, se trata de un razonamiento un tanto extraño, ya que no suele detallarse si las obras de esos artistas son buenas o malas, cuestión que sin duda sería de alguna importancia. Tampoco se aclara si en todas esas obras el autor se muestra decididamente a favor de todo lo que ocurre en la plaza. A Byron, por ejemplo, la suerte de matar no le hizo mucha gracia y así lo reflejó en un pasaje de Las peregrinaciones de Childe Harold, un poema por otra parte lleno de interés.
Hemingway, Lorca y Alberti son tres de los nombres que más suelen citarse cuando se impone la necesidad de subrayar la importancia cultural de los toros. A veces también aparecen Miguel Hernández y Bergamín, puede que incluso Blasco Ibáñez. No suelen tener tanta fortuna Ramón Gómez de la Serna, Chaves Nogales o Jean Cocteau, que escribió algunos poemas francamente extraños sobre el asunto: «Toros de lidia, / río terrible / que llega del fondo de los siglos / arrastrando vaticinios y cultos. / Si es una danza, / que la lidia recobre / sus prerrogativas religiosas, / aquellas, por ejemplo, / de la danza de David, / aprendida en las caravanas de Menfis, / cuando el joven pastor idumeo / apacentaba sus cabras / en los oasis del desierto».
Lo malo de los argumentos es que suelen ser reversibles. La nómina de escritores que han escrito contra los toros es también digna de ser anotada: Jovellanos, Cadalso, Carolina Coronado, Larra, Eugenio Noel, Fernán Caballero, Zola, Galdós, gran parte del 98, Mario Benedetti o Manuel Vicent. En 1590 Fray Damián de Vegas se preocupaba por la salvación espiritual de toreros y espectadores: «¿Oh bárbaros inhumanos, / que pueden con gusto estar / viendo amorcar y matar / los toros a sus hermanos, / con riesgo -digno de lloro- / de al infierno condenarse, / muriendo sin confesarse / entre los cuernos del toro».
Para los más optimistas la literatura taurina comienza en la antigüedad. El sexto trabajo de Hércules consistió en capturar a un toro que asolaba Creta y algunos consideran aquella hazaña como un anticipo de la lidia. Las páginas que se han escrito tratando de relacionar los cultos minoicos con la tauromaquia son abundantes y por lo general exageradas. Parecen más sensatos quienes ven las corridas de toros como una evolución lúdica de un entrenamiento militar. En algunos de los primeros textos escritos en lengua española ya aparecen juegos con el toro. Ocurre en la Crónica de veinte reyes, en el Poema de Fernán González o en el romance de los siete infantes de Lara.
También abundan las referencias taurinas en las novelas moriscas del siglo XVI y en las crónicas históricas que detallan los espectáculos con toros organizados para celebrar acontecimientos especiales. Durante el Siglo de Oro la presencia de los astados en la literatura es frecuente y generalmente circunstancial. Don Quijote es atropellado por una manada de toros bravos que es llevada por los caminos para ser corrida en un encierro. Algo muy similar ocurre en la Vida de Marcos de Obregón de Vicente Espinel. Lope de Vega incluye alusiones taurinas en muchas de sus comedias, obras como El marqués de las Navas o Los Vargas de Castilla. Tirso de Molina hace lo mismo en La lealtad contra la envidia y Juan Ruíz de Alarcón en Todo es ventura, donde describe el alanceamiento de un toro en la Plaza Mayor de Madrid. Quevedo escribió un entremés vagamente taurino, El zurdo alanceador y Sor Juana Inés de la Cruz dedica uno de sus sonetos al caballo de un «caballero toreador» que ha sido corneado por un toro.
Riqueza poética
Los autores del XVIII no se sintieron especialmente atraídos por las corridas de toros. Una de las excepciones fue Nicolás Fernández de Moratín, que escribió la Carta histórica sobre el origen y progresos de la fiesta de toros en España y le dedicó una oda pindárica al gran matador Pedro Romero: «Pasea la gran plaza el animoso / mancebo que la vista / lleva de todos, su altivez mostrando; / ni hay corazón que esquívalo resista, / sereno el rostro hermoso / desprecia el rostro que le está esperando».
Durante el Romanticismo encontramos dos extensos poemas narrativos centrados en el tema taurino: Los toros del duque de Rivas y Toros y cañas de José Velarde. Salvador Rueda describe una tarde en la fiesta en Poema nacional. Es en este siglo cuando algunos autores extranjeros comienzan a interesarse por el pintoresco país de los bandoleros y los matadores de toros. La duquesa de Abrantes escribe Le toreador y Teophile Gautier La Militone, que en España se tradujo como Los amores de un torero. Suele citarse La Gaviota de Fernán Caballero como una de las grandes novelas con asunto taurino. Probablemente lo es, aunque a su autora no le gustasen las corridas: «Los toros deleitan a los extranjeros de gusto estragado o que se han empalagado de todos los goces de la vida, y que ansían por una emoción, como el agua que se hiela, por un sacudimiento que la avive; o a la generalidad de los españoles, hombres enérgicos y poco sentimentales, y que además se han acostumbrado desde la niñez a esta clase de espectáculos. Muchos, por otra parte, concurren por hábito; otros, sobre todo las mujeres, para ver y ser vistas».
Hay quien conoce el siglo XX como la etapa de oro de la poesía taurina. Sin duda los culpables son los autores del 27. Escuchemos a Federico García Lorca: «El toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo». Si con algunas excepciones como las de Ortega -autor del interesante La caza, los toros y el toreo-, Pérez de Ayala o Valle-Inclán, que fue amigo de Juan Belmonte y quiso para el teatro el «temblor de los toros», los miembros del 98 identificaron la fiesta con la España que había que regenerar, el 27 le otorgó a los toros un prestigio intelectual que llega hasta nuestros días.
Lorca, Alberti y Miguel Hernández escribieron sobre toros, pero quizá el que más lo hizo fue Gerardo Diego, que publicó libros de poesía exclusivamente taurina. El nexo de unión más directo entre el 27 y el mundo de los toros se corresponde con la figura del matador Ignacio Sánchez Mejías, quien organizó la reunión fundacional del grupo en homenaje a Góngora. Sánchez Mejías murió en 1934 a causa de una cornada recibida en Manzanares y Lorca le dedicó su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, quizá uno de los poemas más conocidos de toda la poesía española: «Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido. / Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura: / la muerte le ha cubierto de pálidos azufres / y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro».
José Bergamín
En torno al 27 también encontramos a José Bergamín -autor del famoso ensayo La música callada del toreo y de poemas a mayor gloria de Rafael Ortega- y a Fernando Villalón, poeta y ganadero de bravo capaz de pasar del costumbrismo folclórico a la vanguardia disparatada. Pedro Salinas describió muy bien a Villalón como alguien que perseguía siempre a la poesía, pero con los ojos vendados. Otro de los grandes poetas taurinos de la época es Manuel Machado, que publicó un libro enteramente dedicado a la corrida de toros, La fiesta nacional: «En los vuelos del capote, / con el toro que va y viene / juega, al estilo andaluz, /en una clásica suerte, / complicada con la muerte / y chorreada de luz...» Aunque quizá el autor de la época que escribió sobre toros con mayor talento fue Manuel Chaves Nogales, autor de una biografía de Juan Belmonte, Juan Belmonte, matador de toros, que para muchos es el mejor libro escrito nunca sobre temática taurina.
Neruda también se reconoció aficionado a los toros y fue precisamente esa pasión la que le llevó a trabajar junto a Picasso en un proyecto conjunto titulado Toros que combinaba los versos del chileno con unos grabados taurinos del pintor. Entre los poetas de la llamada generación del medio siglo también hay autores de inclinaciones taurófilas. Por ejemplo, Francisco Brines, Fernando Quiñones, Claudio Rodríguez o Blas de Otero, por cuyas páginas asoman los fantasmas de matadores como Rafael el Gallo o Manuel Granero.
En la narrativa del siglo XX hay que destacar Sangre y arena, la novela de Blasco Ibáñez que, junto a Los clarines del miedo de Ángel María de Lera, constituyen algo parecido a la cima de la novela taurina española. Junto a ellas debemos situar Fiesta, el trabajo con el que Hemingway acercó a un gran número de lectores extranjeros al mundo de los toros. A medio camino entre el reportero épico y el turista desenvuelto, Hemingway traza en 'Fiesta' un itinerario viril y sanferminero que presenta un indudable pulso narrativo. Otra cosa son Muerte en la tarde y El verano sangriento, el reportaje que el americano preparó para Life sobre la competencia entre su amigo Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín. Las páginas taurinas de Hemingway son siempre interesantes a su manera, pero no es extraño que a quien tenga un conocimiento mediano sobre lo que ocurre en una plaza de toros le resulten también algo falsas, forzadas y aparatosas. Uno de los mejores críticos taurinos del siglo, Gregorio Corrochano, le reprochó a Hemingway que andaba por los callejones como los cuervos, siempre en busca de una tragedia.
Muy distinto es lo que hizo Ramón Gómez de la Serna con El torero Caracho. Entre casticismo y la genial poesía verbal, Gómez de la Serna reconstruye la vida arquetípica de un hombre humilde que llega a triunfar en los toros. Se trata de una de las mejores novelas de Ramón y uno de los escasos textos que toman el tema taurino para transformarlo en un tema literario. En los últimos años ha habido algunos casos de autores que se han acercado al asunto con la necesaria mezcla de normalidad y talento, huyendo de efusiones raciales y simbolismos extraños. Lo hizo Jaime de Armiñán con la magnífica Juncal, que primero fue serie televisiva y después novela. También Montero Glez. aplicó su peculiar mirada sobre el albero en Sed de champán. Hace poco, el joven Joaquín Pérez Azaustre publicó La suite de Manolete.
La voz digital 16 agosto 2008
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