jueves, 12 de enero de 2012

Prologo del libro Esperanzas y Recuerdos de Blanca de los Rios

Poco amigo de prólogos, contraproducentes en los libros malos y casi del todo inútiles en los buenos, jamás los pedí para mis obras ni los hice para las ajenas; pero hay casos, y este es uno, en que los hallo excusables, ya que no imprescindibles.

Si es natural que todo autor, al dar a la estampa su primer libro, se procure una Minerva que lo escude, aun lo es más que busque amparo, desconfiada y ruborosa, la joven, casi niña, que lanza a los vientos de la publicidad, engarzados en forma poética, con las lucubraciones de su mente, los sentimientos de su corazón

Hubiera yo aconsejado a la autora que se valiese de un escritor de nota para hacer su entrada en el palenque literario, a no temer que tomara mi consejo por negativa; negativa imposible, cuando tanto me honra y tanto aquilata su modestia, prefiriendo a un alto padrinazgo, mi humilde compañía.

Mas ya que no puedo avalorar este bello libro, dichoso, al menos, si logro apartar de él los dardos envenenados de la censura, atrayéndolos sobre mi prosa desmayada.

Para conseguirlo, en vez de empalagar a la autora con el almíbar de la adulación o de robar a los lectores el placer de descubrir las bellezas de la obra, mostrándoselas de antemano, apuntaré a la ligera, algo, muy poco, de lo que pienso sobre crítica y poesía, y en mis palabras irá implícito el juicio que he formado de los bellísimos versos de Blanca de los Ríos.

"Ya no hay poesia ni poetas", gritan la impotencia y la envidia; "la literatura moderna nada vale", exclaman con la desesperación de la hidrofobia algunos escritores atrabiliarios; y, mientras tal aseguran, brotan por todas partes poetas, novelistas, oradores y sabios, y se escriben obras a millares que el público saborea regocijado. Mas como no hay medalla, aunque sea mala sin reverso, con el mismo calor defienden otros la jerga literaria de los poetas de relumbrón y los conceptos enrevesados del filosofismo, menospreciando, no por convicción, por ignorancia, las inimitables obras maestras de los hombres de ayer. Por fortuna, ni unos ni otros, cegados por la pasión, son competentes para juzgar a sus contemporáneos; pero la buena crítica, separando la escoria, a veces brillante, del metal puro, se inclinaría, según creo, a desmentir la tan cacareada decadencia del arte en nuestros días.

No es la poesía, no, la decadente en España, lo es la critica, que yace aletargada o casi muerta, dejando su puesto a la insensatez que disparata al aconsejar y amonesta insultando, cuya mirada, en lugar de esclarecer, mancha las obras donde se fija, y que, a la vez que el juicio, perturbado el corazón, hasta por los sagrados fueros de la moral atropella desordenada, sin conseguir apartarse nunca de la baja adulación o la diatriba virulenta.

No ha mucho, a propósito de la mala crítica, decía yo, entre otras cosas, en un artículo casi desconocido:

Los malos críticos, un tiempo ergotistas furibundos y después retóricos inaguantables, son hoy filosofastros endemoniados que destilan por alambique las ideas y se devanan los sesos por desentrañar el sentido oculto y definir el concepto de cuanto Dios creó, sin dársele, en cambio, un ardite del buen gusto, del sentimiento artístico y de la corrección del habla, zarandajas, para ellos, de escasísimo valer; siendo lo peor de esta epidemia filosófica que da tales pujos de sabiduría a las gentes, que hay mozalbete con la leche en los labios y la sesera hecha papilla sin cuajar, capaz de habérselas frente a frente con Bismark en cuestiones de Estado, con Kant en lo tocante a la belleza, y con su mismo señor padre, a quien probaría con mucho entono que no debiera haberle engendrado, sin tener antes idea bien clara del concepto filosófico de la familia

Pero dejemos a estos insensatos inofensivos entregados a su obra, y a los roedores, como les llama Campoamor, afanarse por mermar el mérito de los hombres de valía, para solaz de envidiosos y consuelo de necios.

El sentimiento y la naturaleza son las verdaderas fuentes de la poesía. No es poeta quien no conmueve y no pinta al narrar. Ni la helada filosofía, aunque se la envuelva en conceptos campanudos, tan huecos como sonoros, ni las evoluciones de la política, semillero de bajas pasiones, ni los entusiasmos y decaimientos ficticios de espíritus sin calor, han sido, ni son, ni serán jamás puros manantiales de poesía.

¿En qué son tenidas hoy las alusiones a Güelfos y Gibenos de la Divina Comedia? ¿Quién goza con las reconditeces teológicas de Dante y Calderón ó con las inextricables disquisiciones metafísicas de Goethe? Inmortales genios son, no por ellas, a pesar de ellas; pues donde hallaron alas para remontarse a la gloria, fue en el amor de Francesca y los tormentos de Ugolino, en la entereza de Crespo y las dudas de Segismundo, en la pasión reconcentrada de Werther y las desventuras de la inocente Margarita.

Madre nutridora de la poesía es la imaginación, que nada sabe de esa sobriedad que hoy tanto se recomienda, y de la cual dije en el trabajo mencionado:

Si alguna vez convengo con los que, siguiendo los preceptos de Horacio, aconsejan que se escriba poco y se guarde lo escrito en conserva, jamás me doy a partido con los escritores de gestación penosa y alumbramiento difícil y poetas eunucos o asmáticos, que predican la sobriedad, confundiéndola artificiosamente con la sencillez para hacer pasar por lozanos sus raquíticos engendros; antes bien, de ellos me río a mandíbula batiente, como me reía del enjuto Manzanares, si tomando voz, acusase al Tajo de ser muy caudaloso. Quisiera la impotencia convertir los árboles frondosos en estacas para dejarlos a su imagen y semejanza.

Aprecio en lo que valen las gárrulas declamaciones de libertad artística de tanto genio en flor como atropella por la gramática y la lógica; aborrezco de todas veras la hinchazón hidrópica del poeta patriotero o sibilítico, y los espasmos y convulsiones de otras inteligencias igualmente enfermizas; pero todo lo prefiero a la sobriedad desmayada y estéril, pues más que del árido desierto, gusto del campo donde hay vegetación, aunque ésta sólo se componga de malezas y abrojos.

El estilo del verdadero artista tiene, como brillante, innumerables facetas, y en ellas relampaguean los colores todos del iris; y el del escritor sobrio, una tan sólo y tan opaca, que bien pudiera compararse a la lápida de un sepulcro donde se leyese: ¡Aquí yace la inspiración!

El trabajo del poeta, dice un sabio, es de entrañas, no de cabeza, y asegura Lamartine que el verdadero poeta escribe con lágrimas y que su obra maestra es hacerlas derramar. La dureza de corazón da sequedad al estilo y hace del poema mejor narrado un cuerpo sin alma que hiela, en vez de encender la sangre de los lectores. No es ser viril ser insensible, como no es valentía la baladronada. Por muy endurecidas que estén unas entrañas, habrá en ellas debilidad; que el hombre, al cabo es hijo de mujer. Ni el poeta razonador, ni el de escultórica forma, ni el artificioso, aunque vociferen como energúmenos, serán amados ni oídos. Apodérese, en cambio, el poeta del alma de la naturaleza y arránquele sus secretos; ponga su lira al unísono con los gritos de su corazón; mire a la altura, único foco de luz; llore, en fin, con los tristes, y le acompañará, bendiciéndole en coro, la humanidad entera.

Encerrado en estrechos límites, ni aun enumerar puedo las graves cuestiones artísticas que hoy se debaten. A contar con más espacio, probaría que las pasiones nobles son más poéticas que las bastardas; condenaría el naturalismo que prefiere hozar en el fango a levantar al cielo la mirada, como si tan reales no fueran el heroísmo de la virtud y los éxtasis y delirios de las almas como los pudrideros del vicio, los horrores del crimen y las abyecciones y miserias del espíritu; me reiría del ridículo y fingido escepticismo de los imitadores en pequeño o en grande, de Byron y Heine, altísimas personalidades de carácter y espíritu imposibles de encerrar en el común de las gentes: diría a los despreciadores de la forma que aquello que mejor se escribe vale y vive más, y que la otra falta de estilo y de buen gusto muere al nacer; afirmaría, como otras veces lo he hecho, que la originalidad no es la extravagancia, que no consiste el talento en inventar patrañas, absurdos y milagros nunca vistos ni oídos, sino en decir mejor que todos aquello que todos saben y no aciertan a expresar bien, y que ni Virgilio, ni Dante, ni Milton, ni Shakspeare, ni Cervantes, ni Homero mismo hicieron otra cosa que repetir, embelleciéndolos, sucesos, episodios e historias del dominio del vulgo: pondría un abismo entre la emoción estética que produce lo sublime y la conmoción desagradable y violenta que produce lo horrendo; y concluiría, en fin, afirmando que el arte que se aparta de Dios, se aparta a sí mismo de los hombres y va a morir execrado entre las tinieblas del olvido, huyendo, sin saberlo, de la eternidad a que aspira.

Ninguno de estos vicios hallarán los lectores en estas páginas, que aseguran a su autora un brillante porvenir. Poetisa dotada de buen sentido, no se aparta de las leyes del buen gusto; varonil de pensamiento, obliga a veces a meditar; tierna y sensible como mujer, hiere misteriosamente las fibras más recónditas del corazón; niña aún, encanta con la dulce candidez de la inocencia; riquísima, en fin, de imaginación, tiene alto vuelo y va sembrando, como la diosa de la noche, de perlas y brillantes los espacios por donde cruza.

Léanse sus poesías, y si mi juicio pareciese a algún descontentadizo demasiado benévolo, sepa que hago mías estas hermosísimas frases de Chateaubriand, con las cuales concluyo, a fin de que en el paladar de los que hasta aquí me hayan seguido quede un dejo de dulzura, en vez de la aspereza y desabrimiento de mi prosa.

El estilo del verdadero artista tiene, como brillante, innumerables facetas, y en ellas relampaguean los colores todos del iris; y el del escritor sobrio, una tan sólo y tan opaca, que bien pudiera compararse a la lápida de un sepulcro donde se leyese: ¡Aquí yace la inspiración!


JOSE VELARDE

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