lunes, 17 de septiembre de 2018

El Estío

Patio C/ Baluarte 1

¡Cuánta hermosura en la tierra!
Parece el prado un vivero;
Las rocas están vestidas
De la felpa del helecho,

Y las mieses, ya espigadas,
Cuando las inclina el viento,
Ocultan formando un toldo,
De las hazas los linderos.

Vence bardales y tapias
De enredaderas cubiertos,
De amapolas los sembrados,
De juncias los arroyuelos;

Y para colmo de vida,
Crecen cardos en los yermos,
Y malvas y jaramagos
En las calles y los techos

Á los perfumes silvestres
Que en los campos toma el céfiro
Del toronjil y el mastranto,
Del hinojo y el cantueso,

Se juntan los de la albahaca,
El azahar y el espliego,
Que embalsaman el ambiente
De los jardines y huertos.

Ya tusadas crin y cola,
Grabado en el anca el hierro,
Y en brillante pelo corto
Trocado el sucio de invierno,

El potro, cual si sintiera
Hervir en sus venas fuego,
Resopla, piafa, relincha
Y ensaya en correr sus remos.

El rico vellón de lana
Entrega el manso cordero,
Y tábanos zumbadores
Persiguen á los becerros.

Que parten, perdido el tino,
Hijadeando y mugiendo,
En busca del valle umbroso
Donde está el abrevadero

Madura el albaricoque,
Más fino que el terciopelo;
Pica el gorrión la breva,
Que de miel guarda un venero,

Y la mazorca, que agita
Un penacho como un yelmo,
Sus tocas pajizas abre,
Mostrando el grano bermejo.

Pasa el rustico la noche
Los melonares cubriendo
Con paja para librarlos
Del influjo del sereno,

Y frente a las madrigueras,
El arma al brazo, en acecho
De los topos y lirones,
Para su daño despiertos.

Mas pronto la escena cambia:
Derrama el sol vivo fuego,
Y, como al salir de un horno,
Abrasa y sofoca el viento,

Que lleva sobre sus alas
En vez de aromas, suspenso
El polvo de los terrones
Que el calor va deshaciendo.

En pedregal se convierte,
Ó en banco de arena, el lecho
Del arroyo, que era un río
Sin vado alguno en invierno.

De la aurora los fulgores
Tiñen de rojo sangriento
La bruma caliginosa
Que se levanta del suelo,

Semejante á la abrasada
Humareda de un incendio,
Y se alza el sol, y se aspira
La atmósfera del desierto.

Entonces, debajo de otro
La testuz guarda el carnero,
La yeguada se mosquea,
Juntándose en corro estrecho,

Y la perdiz y la alondra
Están, con el pico abierto
Y con las alas caídas,
Á la sombra s de los setos.

Tan sólo el calor resisten
Los zumbadores insectos,
Cuyas corazas de oro
Despiden vivos reflejos;

Las tórtolas, que, escudadas
Por el pabellón espeso
De los pinos, siempre verdes,
De uno en otro va gimiendo,

Y las cigarras ventrudas
Que redoblan su concierto,
Saltando á la espiga seca
Que se desgrana á su peso.

¡Infeliz del campesino
Que, sudando, sin aliento
Y abrasadas las espaldas,
Va por los valles y oteros

El rubio trigo segando,
Que, convertido en pan tierno,
En manos del poderoso
Ha de ver, quizás hambriento!

Pero el triste, con su sino
Resignado y satisfecho,
Apenas si para mientes
En el día venidero,


Y duerme sobre la hacina
Tranquilo, mientras su dueño
Tal ves procura y no logra
Cerrar sus ojos despiertos.

Cuando repara en que apenas
Proyecta sombra su cuerpo,
¡Con qué placer deja el tajo,
Y en el parral, á cubierto,

Bebe a chorro en el botijo
Aliña el gazpacho fresco,
Ó abre la roja sandía,
Que cruje bajo sus dedos!

Y cuando llega la noche,
¡Qué bullicio, qué contento
En las parvas de la era,
Que sirve de mesa y lecho!

Hasta el capataz se olvida
De su alto rango y empleo,
Y en vez de callar la zambra,
Alegre baila en el ruedo

Con alguna escogedora
De buen talle y ojos negros,
Que de amapolas y espigas
Orló su rostro moreno.

Aquí el mozo enamorado
Está á solas y en silencio
Ensartando arreboleras
Para aquella que ve en sueños;

Allí las espigadoras
Van buscando por los setos
Luciérnagas encendidas
Con que adornar sus cabellos,

Y allá en la vereda, se oyen
Los cantos del pasajero,
Que, más que cantos, parecen
Gemidos que lleva el viento.

Mas bien pronto no se escucha
Otro rumor en el suelo
Que el del grillo, que ha tomado
De las cigarras el puesto.

Entonces, de las estrellas
Á los fugaces reflejos
Responden nubes lejanas,
Ocultas tras de los cerros,

Con súbitos fusilazos,
Que encienden de grana el cielo,
Y que anuncian otro día
De más calor que el ya muerto.

Conil, Agosto, 1881.
En el Año campestre

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