TOROS Y CHIBORAZOS
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CARTAS DIRIGIDAS AL SR. D. JOSÉ NAVARRETE
IMPUGNADOR DE LAS CORRIDAS DE TOROS
POR
D. JOSÉ VELARDE
I
Sr. D. José Navarrete:
QUERIDO AMIGO: ¿Es posible que quien nació en la tierra de la alegría; quien se crió entre montones de sal, bebiendo manzanilla y comiendo cañaillas y bocas; quien se divirtió de muchacho corriendo toros de cuerda; quien se juntó de mozo con gente de rumbo y sandunga; quien visitó, por último , religiosamente, como monumentos en Jueves Santo,
Las tiendas más famosas de montañés de Cádiz. La Isla, Jerez y los Puertos, se nos venga ahora haciendo remilgos monjiles ó ascos filosóficos, que da lo mismo, a nuestra fiesta nacional?
¡Impugnar las corridas de toros un andaluz de buena cepa! ¿Está V. empecatado? Deje V. empresa tan mentecata para los ingleses humanitarios, alemanes sabiondos y españoles vergonzantes.
Usted tan apuesto, tan despreocupado, tan hombre de mundo, no es á propósito para hermano de ninguna cofradía, ni para protector de bichos y hierbas. ¡Bueno fuera que, á imitación de muchos de éstos se rizase V. el pelo, estrenase botas, se enfundase en frac alcanforado y se colgase al pescuezo, á guisa de cencerro, una medalla el día de procesión ó junta!
Vuelva V. en sí, y retráctese de lo dicho en su folleto. Pero no es preciso; el folletico, á los ojos de la gente de buen gusto, resulta apologético más bien que impugnador. ¿Dice V. que no? Pues vuelva a leer desapasionadamente los párrafos encaminados a denostar las fiestas de toros y a enaltecer las ventajas del tráfico, el ahorro y el sistema Froebel, y verá cómo los encuentra fríos, aparatosos y llenos de los lugares comunes de que tanto abusaron los progresistas en sus peroratas y artículos de fondo. No parecen escritos por un poeta, sino improvisados en un meeting por un ingenio librecambista. En una palabra, huelen á almacén de frutos coloniales y extranjeros, olor grato á Mercurio, insoportable a las Musas, de quienes hasta ahora estuvo V. perdidamente enamorado.
Relea V. después los periodos en que pinta (aunque los ha escrito con mala idea) la animación de la fiesta, el aspecto de las tiendas de montañés antes de la corrida, el regocijo y bulla de los que a ella se encaminan, y verá cómo se encuentra otro hombre. Si, amigo mío, entonces es usted el escritor incomparable de Marías de los Ángeles y de Los Montes de la Mancha, el dibujante y colorista excelentísimo, el hijo privilegiado de la tierra de María Santísima, el castizo, el elegante, el resalado poeta Pepe Navarrete.
También tuve yo en un tiempo mis pujos de filósofo, filántropo y redentorista, que me inclinaron a abominar de toros y de toreros; pero Dios me habló al alma gritándome: ¡¡No seas cursi¡¡ y volví al buen camino, es decir, a la plaza, donde al par que me encanto con las maravillas del arte de los Romeros y Cándidos, me río hasta desternillarme de filósofos hueros y filántropos sensibles.
El prurito moderno de impugnar las corridas de toros nos ha venido, como el Kraussismo y otras plagas, del extranjero, tan envidioso de nuestra fiesta como de nuestro sol y de nuestra historia.
No haga V. coro cándidamente a los mismos que nos inducen a aborrecer la memoria de Felipe II, porque zurró de lo lindo; que quieren que pongamos en tela de juicio la grandeza sin igual de los Cortés y Pizarros; que se empeñan, en fin, en hacer pasar por demócratas republicanos-progresistas a los que levantaron contra Carlos V, llamado por la Providencia a acabar con los privilegios de nuestra nobleza rebelde y a establecer la unidad de nuestra desmembrada patria.
Ni envidie V. la gloria de nuestro padre Las Casas, más insensato al querer reducir a los salvajes por la dulzura, que aquel que pretendía abrir las ostras por medio de la persuasión.
La obra de aquel santo padre, inspirada, más bien que en su amor a los indios, en su odio a los conquistadores, sólo consiguió dar armas al extranjero contra nuestra patria.
Pero no nos subamos a mayores, y volvamos a los toros.
¿Cómo ha podido V. olvidar aquellos tiempos en que alegrada la sangre por el néctar sanluqueño, abandonada la casaca con bombas por la chaquetilla de dril, sustituida la gola por encendida corbata y cambiando el espadín por nudoso garrote, se encaminaba V. a la plaza acompañado de la gente neta del Casino de la plaza de San Antonio ó los célebres pollos del Solano, y sentado en un cajón, donde se atracaba de langostinos y almendraos de canela, tiraba V. el hongo a cada triquitraque, bien a Bocanegra cuando coleaba a un barbero de Córdoba, bien al Cuco cuando banderilleaba a un Saavedra de Utrera, bien a Domínguez cuando recibía con todas las reglas del arte a un Lesaca de Sevilla?
Vamos, amigo Navarrete, la verdad, ¿no se le alegran a V., como a mí, las pajarillas al recordar aquellos tiempos?
Aun me parece ver á V. rodeado de la gente de caliá de aquella bendita tierra, almorzando menudo en la Parra, la Privadilla ó el Candil; ayudando á partir ostiones á su desenfadado coquinero del Puerto de Santa María; sorbiéndose las cañaillas por docenas, y acompañando con Palmas y olés la copla de jaleo ó la gorgoriteada jabera que con voz trémula y desgarradora entonaba aquella resalada moza de ajos
negros como mis faitigas,
grandes como mis jachares.
¿Se acuerda V. de su tez morena mate como palma tostada, con más lunarillos que huevo de perdiz; de su moño colgante y peineta de á tercia; del circulo de nenes que de sien á sien ornaba su frente, semejando una greca pompeyana; de sus labios de cereza llenos de mieles y risas; de su alto seno oprimido por amarillo y floreado pañolón de espuma anudado á su talle de avispa; de su pie menudo, mejor calzado que el de todas las diosas del Olimpo y más ligero que el de una corza; de su crujiente falda de percal celeste, con más rizos, trenzados y moños que lujosa palma en día de Ramos; de su alegría, capaz de volver al sentido común al filósofo más condenado; de su gracia, en fin, más picante que los aguijones todos de todas los abejas del Ática?
¿Cómo ha de haberla V. olvidado? Imposible. Es aquella misma que comparaba á un amigo nuestro chiquitín y gordinflón con una cajetilla de pitillos del Mahonés, y la nariz arremangada de otro con la rabadilla de un pato; la misma que preguntó a un señor flaco y alto de dos varas y pico, si era de una pieza ó estaba empalmado como taco de billar; la misma, por ultimo, que advertida por un estudiante timorato de que no le mirase siquiera cuando le encontrase con su señor padre, militar de humor atrabiliario y bigotes de a cuarta, como les hallase juntos en la plaza de San Antonio, paróse ante ellos, cogió por las guías del mostacho al irascible caballero, y le dijo cumpliendo con la advertencia recibida: - ¡Ay, el bigote santo del padre de mi niño!
¿Y V. que vio todo esto y que gozó con ello, se vuelve ahora puritano y se hace cartujo de la religión novísima de lo útil? Comprendo que los hombres desengañados se metan á frailes, ¡ pero á economistas! ¿Cuánto más pesadas que vísperas y maitines no son las letanías que nos ensarta usted en el folleto sobre máquinas, muelles, istmos, túneles, globos y Montes de Piedad?
Que tal hiciera el capitán de un buque mercante, de esos de nariz aberenjenada, ojos remellados, cara monda y sotabarba peluda, bueno; ¿pero un mozo de rumbo como V., limpio como los chorros del agua, alegre como un pandero, salado como las pesetas, artista, en fin, de cabo á rabo?
¡Jesús, María y José! ¿Quién lo pensara?
Pero esta carta se alarga, y voy á concluirla volviendo por pasiva un consejo que da V. en su folleto.
Aconseja V. muy seriamente en él que se ahonde y escudriñe y se dará con un jesuita en todo amparador de la tauromaquia: pues yo á mi vez le aconsejo que escudriñe y ahonde, seguro de que dará siempre con un cursi en todo impugnador de nuestra famosa fiesta nacional.
Pero más tolerante que V., admito excepciones á esta regla, viendo en V. la primera de todas. Si amigo mío; no desconoce los méritos sociales y literarios de D. José Navarrete, antes bien los pone sobre su cabeza, su amigo, etc., etc.
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II
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Lo más temible del folleto de V. para taurófilos es el llamamiento que hace á los corazones sensibles é inteligencias luminosas para que, juntándose en sociedad, den al traste con las corridas de toros.
Y se formará la asociación. ¡Ya lo creo! ¿Cómo que sé de varios aspirantes á la secretaría general que tienen ya redactados los estatutos! ¡Ni faltarán ilustraciones de la política y la literatura que formen la Junta Directiva!
Hay, á Dios gracia, en Madrid muchos señores de campanilla dedicados de por vida á ser presidentes, vocales y secretarios de cuanto Dios crió; tan celosos algunos de ellos y entusiastas, que parece (el cielo nos perdone) que desean que sobrevenga una calamidad por semana parta organizar su correspondiente hebdomaria y piadosa asociación.
A los puntos de la pluma se me vienen los nombres de los que seguramente habían de componer la mesa de la sociedad antitaurina con que usted sueña. ¿No es verdad que V, también los tiene en la punta de la lengua?
¿Cómo no? ¿Quién fuera capaz de dar al olvido sus méritos? No faltaba otra cosa, sino que además de aficionados á la lidia de reses bravas, fuéramos ingratos con nuestras más preciadas glorias contemporáneas.
¿Honor á esos hombre, que lo mismo presiden un municipio que una sociedad de baile, un tribunal eclesiástico que un Congreso médico; que con idéntico afán se agarran á la cinta del ataúd de un hombre ilustre que á la vara de un palio ó á la manga de una bomba de incendios; que con igual desenfado, facundia y sabiduría brindan en todos los banquetes públicos ó privados , sean de músicos ó agrimensores, de poetas ó de carabineros, de concejales ó de velocipedistas, de senadores, ó de veterinarios! ¡Honor á esos hombres que todo lo saben, todo lo aman, todo lo ilustran, y en todas partes se encuentran, en bodas, bautizos, entierros, ateneos, teatros y sacristías; que son, en fin, triaca de los males públicos, padres putativos de todos los seres sueltos, manantiales inagotables de conferencias científicas y literarias, Chimborazos de la humanidad, orgullo y gloria de la España del siglo XIX.
¿Y que pago reciben? ¡Ay! el de verse alabados diariamente en los papeles públicos como héroes ó mártires; tortura insoportables para quienes, como ellos, todo lo hacen á semejanza de nuestro Señor Jesucristo, por amor al prójimo.
Ya se me figura ver reunida en el local de alguna sociedad útil ó sabia, como la Económica ó la Academia de Ciencias morales y política, á la Abolicionista de las corridas de toros. En ella encuentro á todos los Chimborazos de Madrid. ¡Qué sesión tan luminosa! ¡Que discurso tan hondo, tan sentido, tan nuevo, el del señor presidente! ¡Qué actividad la de los señores secretarios! ¡Qué cráneos, qué semblante los de los señores socios, tan dignos del estudio de los Gall, de los Lavater, de los Darwin, de los profesores, en fin, de anatomía comparada! ¡Qué delicioso olor á patchoulí el de toda la asamblea!
Perdone V., amigo Navarrete, que haya dejado correr tanto la pluma en alabanza de los Chimborazos, y volvamos á los toros
Se duele V. de lo que cunde la afición, y lo achaca á que once millones de españoles no saben leer ni escribir. ¡Qué engañado está V.! Si fuera preciso para obtener una localidad pedirla por escrito, pocos, poquísimos de los asiduos asistentes á las corridas se quedarían sin billete. La infeliz gente que no sabe leer ni escribir no ve más que toros enmaromados en la plaza de una aldea...
Ni tampoco acierta V. cuando afirma doctoralmente que está más bajo el nivel intelectual en las comarcas donde se crían toros y toreros; pues de Andalucía y Castilla, tierras clásicas de unos y otros, es donde siempre surgieron nuestros ingenios mejores; siendo en cambio proverbial la cerrazón de mollera de la gente de pies de plomo nacida en tierras de ganado manso.
No cierre V., amigo mío, tan despiadadamente con los infelices ignorantes. Tiene la ignorancia algo del candor de la inocencia, que la hace menos temible que la instrucción á medias, engendradora del orgullo, la ambición y la envidia. No defiendo la ignorancia, Dios me libre de ello; pero entre el obrero á medio instruir de las ciudades y el ignorante del campo, me quedo con este ultimo.
Ponga V. la mano sobre su corazón, y dígame, olvidando si puede por un instante el progresismo, con quién de los dos se quedaría; aunque me temo que con ninguno, pues ambos se vendrían conmigo á la plaza, dejándole con tanta boca abierta, predicando moral antitaurina y economía política.
Vemos con dolor sus antiguos amigos que ha sufrido V. una completa metamorfosis. ¿Quién diría, al leer su folleto, que es V. el mismo Navarrete que conocimos hace quince ó veinte años en Cádiz?
A no dudar, el demonio travieso de la industria y la mecánica se la ha metido á V. en el caletre, poniéndolo todo patas arriba. Exorcíselo usted con algunos asperges de manzanilla ó amontillado, para que se vuelva más que de prisa á Inglaterra ó á los Estados Unidos, países de los corazones tiernos y generosos, según los buenos de los progresistas.
¿Cómo á no estar V. completamente endemoniado, había de preferir el tráfago aturdidor de un muelle de Liverpool en día de trabajo, al bullicio alegre de la calle de Alcalá en Madrid, ó al pintoresco cuadro de la plaza de San Juan de Dios de Cádiz en los días de toros?
Si yo fuese Dios por una temporada, condenaba á cuantos padecen de obsesión industrial a cargar fardos en los Docks de Londres, ó á alimentar de combustible un horno de fundición, entonando, para alivio del trabajo, no cantares como los de nuestra tierra, sino las máximas comineras de Franklin, ese David de la religión del ochavo, puestas en música por cualquier inspirado pastor protestante.
Le parece á V. mentira que haya quien pierda el tiempo discutiendo sobre condiciones de una res ó la maestría de un lidiador, y no se lo parece que haya quien asista un día y otro día, y un año y otro, al salón de conferencias á decir y á escuchar las mismas vulgaridades é insensateces en perjuicio de sí mismo y de la patria. Más impertinentes que las discusiones taurinas son casi todos los discursos y conferencias pronunciados en Liceos, Academias y Sociedades, con tanto encomio ensalzados por sus autores en la prensa. Usted lo sabe mejor que yo y lo deplora conmigo.
Asimismo se queja V. de que malgasten su ingenio haciendo revistas de toros, escritores de talento y gracia. ¿Estaría mejor empleado en artículos de fondos doctrinales? ¿Acaso hacen más bien á la humanidad los que visitan Audiencias y presidios para referirnos al pormenor las ocultas miserias de los criminales y sus horribles atentados? ¿Son más dignos de estima los que se complacen en contar minuto por minuto las pulsaciones del reo condenado á muerte, y le importunan con preguntas, y anotan sus palabras y gestos, y oyen los desgarradores sollozos de la infeliz familia que va á despedirle á la capilla, y le siguen, por ultimo, al palo, y apuran ansiosos el horrible espectáculo de su muerte, para vencer después en minuciosidades de descripción á sus rivales de cuartilla y lápiz?
Esto sí, amigo mío, que es cruel, é infame y abominable de toda abominación.
Hay mucho que arreglar en nuestras costumbres antes de pensar en abolir las corridas de toros.
Otra manía de que está V. tocado, además de la novísima del furor industrial, es la de la clerofobia. De tal manera odia usted a los curas, y tan dispuesto está V. á verlos en todo lo malo del mundo, que estoy tentado á creer que, cuando le duele una muela se le mete en la cabeza la idea de que tiene el alma de un jesuita aposentada en el raigón.
¿Acaso no nos da V. á entender en su folleto que le parece un obispo la cabeza de cada toro bravo, y un industrial progresista la barriga de cada penco de plaza? ¡Y poco falta á V. para asegurar que Lagartijo y Frascuelo están subvencionados por el Vaticano para tirarse en corto y por derecho á los toros, y que todos los que asistimos al espectáculo somos unos pícaros inquisidores!
Pregunta V. muy seriamente: ¿Por qué sólo hay corridas de toros en España? ¡Qué candidez! Porque sólo en España hay toros bravos y hombres más bravos que los toros; porque sólo es dado á la gallardía, ligereza y arrojo de los españoles vencer en tales lides, iguales, por lo menos, en hermosura y grandeza á los juegos olímpicos.
¿Qué haría un extranjero de sus bases de sustanciación, de pisada más terrible que un terremoto, delante de un becerro de Miura? ¿Cómo caería el vestido airosísimo del torero en su cuerpo desgarbado?
Desengáñese V., amigo mío; á lo más que puede aspirar quien no sea de nuestra tierra, en el trasteo de una res, es á ordeñar una vaca.... suiza.
Terminaré esta carta, como la anterior, volviéndole por pasiva un cuentecito.
Con muchísima gracia cuenta V. en su folleto el referente á un orador del Ateneo, á quien, después que hubo demostrado que la música amansa a las fieras, le dijo con sorna un cacharrero: <<>>
Pues bien, amigo mío, empeñarse en escribir y predicar contra las corridas de toros, es lo mismo que ponerse á tocar un violín grande delante de España entera.
Sabe V. que le quiere su amigo, etc., etc.
III
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Encabeza V. su folletico con el siguiente magnífico soneto de nuestro amadísimo Manuel del Palacio:
UNA COGIDA.
Suena el clarín: la multitud se agita;
Ya está en el circo la asombrada fiera;
Impávido el jinete que la espera,
Su atención y su enojo solicita.
-<<¡Menos vara, morral!>>- un chusco grita.
-<<¿Se ha enamorado usted de la barrera?>>
El hombre avanza, y rápida y certera
A su encuentro la res se precipita.
Como roca del monte desgajada
Rueda el jinete, y ebria de furores
Cébase en él la fiera ensangrentada,
Mientras, ahogado el ¡ay! de sus dolores,
La imbécil muchedumbre, entusiasmada,
Repite:-<<¡Picadores! ¡Picadores!>>
Hermosísimo soneto, en verdad, como de quien es; pero prefiero este de nuestro adorado Zorrilla:
UNA PICA
Con el hirviente resoplido moja
El ronco toro la tostada arena,
La vista en el jinete, alta y serena,
Ancho espacio buscando el asta roja,
Su arranque audaz á recibir se arroja,
Pálida de valor la faz morena,
E hincha en la frente la robusta vena
El picador, á quien el tiempo enoja.
Duda la fiera, el español la llama,
Sacude el toro la enastada frente,
La tierra escarba, sopla y desparrama;
Le obliga el hombre, parte de repente,
Y herido en la cerviz húyele y brama,
Y en grito universal rompe la gente.
Si, amigo mío, prefiero el soneto de Zorrilla al de Palacio, no por mejor escrito, que ambos lo están á maravilla, sino porque el del autor de Margarita la Tornera pinta un hecho general, y el de Palacio un accidente, por fortuna poco común, del hecho mismo. Más claro; porque el uno retrata, vamos al decir, una cara más ó meno fea, y el otro tan sólo una verruga de esa misma cara. Todavía más claro (y haré una comparación fabril para halagar los nuevos gustos de V.); el soneto de Zorrilla es (á lo que lleva el afán de comparar) una fábrica en su estado normal; cada obrero se ocupa en su labor y todas las máquinas funcionan perfectamente. El soneto de Palacio es también una fábrica, pero en el momento en que estalla una caldera y vuela el techo, y se hunden los muros y quedan hechos trizas los operarios.
Pero descendiendo de las alturas del Pindo, volvamos á la prosa del folleto de V.
Mil veces se habrá V. reído, como yo, del libre pensador que, creyendo plantar una pica en Flandes, ó mejor dicho, dar un paso de gigante en el camino del progreso, en vez de poner á sus hijos nombres cristianos los bautiza con los de Pitágoras, Demófilo, Empédocles y Epaminondas, dando lugar á que sus admiradores y secuaces del vulgo pongan a los suyos los de Federación, Anarquía y Petróleo; pues en el mismo ridículo caen los pseudo-sabios que creen redimir á la patria sustituyendo con insulsas mojigangas ó procesiones históricas nuestras alegres corridas de toros.
¿Y sabe V. quiénes son los patrocinadores de estas fiestas de agua tibia? Pues los enemigos acérrimos de nuestras antiquísimas procesiones religiosas, tan castizas, tan brillantes, tan espirituales, tan conmovedoras, tan populares.
Pero los tales caballeros, habiendo oído decir que la especie humana es una, se empeñan en medir á todos los hombres por el mismo rasero. Dígales V. que, fisiológica y psicológicamente considerados, son distintos, pero muy distintos, según la raza á que pertenece, el clima en que habitan, etc., etc., y será predicar en el desierto. ¡Como que el Mefistófeles del progreso les ha metido en la calabaza la maldita idea de que es posible igualar á todos los hombres por medio del sistema Froebel, como se igualan á tijeretazo limpio los arbustos de un parterre! ¡Y vaya V. á apearlos de la burra!
De aquí el empeño que toman en hacernos pensar, sentir y obrar, ya á la francesa, ya á la turca; ora á la inglesa, ora á la alemana; de todos modos, menos a la española, sin comprender que, por muchas vueltas que dé el mundo, los alemanes seguirán siendo alemanes, los turcos turcos y los españoles españoles, por los siglos de los siglos.
Podrán variar de nombre, pero jamás de condición; es decir, que nunca serán toreros los nacidos en allende el Rhin, ni los nacidos del Pirineo abajo tendrán la mansedumbre del marido de Carlota, que se salía á pasear con ella á la luz de la luna, llevándola de una mano y dejando filosóficamente que Werther la llevase la otra.
¡Vaya V. á igualar al hombre del Norte que, como el pájaro bobo de tierra, ni sabe lo que es el fuego del sol ni el calor del alma, con el hombre de por acá, que, como la golondrina, ignora de todo punto lo que es el rigor del invierno y el frío del corazón!
Cierto, muy cierto que cualquier artesano alemán se cree todo un Alejandro el día en que se le viste de Langrave, de Burgomaestre ó de héroe de los Nibelungos y se le pasea caballero en una mula entre sus atónitos paisanos; pero cualquiera puede reducir á un mozo cruo de Lavapiés ó de las Maravillas á que se vista de rey Wamba y se vaya á dar una vueltecita por la plaza de la Cebada.
Para conseguir que nuestro pueblo dejase sus bulliciosas y alegres diversiones por otras más reflexivas y graves, fuera preciso no educarle en una institución más ó menos libre, sino darle á beber cerveza en vez de vino; hacerle tragar al día tres ó cuatro libras de carne cruda ó media arroba de aceite de foca; sangrarle semanalmente é inyectarle en las venas horchata de chufas; taparle los sentidos, dejándole fuera una oreja tan sólo por donde se le predicase la filosofía alemana; apagarle, en fin, el sol que le alumbra y anima, y ponerle dentro del pecho un pedazo de solomillo fiambre en vez del generoso corazón que le arrastras y le arrastrará siempre al amor y á la prodigalidad, á la aventura y al heroísmo.
Mientras esto no se haga, créalo V., no habrá medio de divertirlo con mojigangas y seguirá viniéndose á los toros conmigo.
¿De veras cree V. que nos hace malvados la afición a la tauromaquia, ó lo dice por asustarnos? ¡Vaya, amigo Navarrete, que no somos tan malos ni tan salvajes como V, nos pinta!
Repase V. las estadísticas criminales de los países más civilizados, y verá cómo nos ganan en brutalidad, cinismo y perfidia. Los crímenes que por lo regular se cometen en España denotan valor y son ocasionados por la exaltación de naturales pasiones. Compare V. la condición de nuestro bandido con la del inglés ó la del norte-americano.
Son muy raros entre nosotros, los que asesinan a mansalva ó premeditan inicuos atentados. Hay que tener en cuenta además que los pueblos, como los metales, sólo tienen brillante la superficie. Es una ley (y no sé si los sociólogos se han percatado de ella) que cuanto más sabia es una nación, más estúpidos son los ignorantes que en ella viven; cuanto más rico un país, más desastrada es la miseria de los pobres; y cuanto más moral en teoría un pueblo, más refinada es la perversidad de sus malvados.
Y ahí verá V. por qué nuestra patria, a quien V. denigra por no ser sabia, ni rica, ni puritana, tiene el pueblo más inteligente, menos necesitado y de mejores costumbres de Europa.
Bien sé que no estarán conformes conmigo los filosofastro del día, esos caballeros que cuando se empeñan en darnos el concepto de cuanto Dios crió, sólo nos dan clara idea del vacío de su mente.
¡Y luego suelen ser tan graves esos estoicos y tan tristes, que Catón junto á ellos pasaría por calavera, y Jeremías por gracioso!
Pues a pesar de todo esto, hay muchos que les aplauden y les imitan; y son esos pobres de espíritu que se van tras el aparato y ruido de las cosas del momento, semejantes a los niños, á quienes los días de procesión se les antoja ser curas, soldados los días de parada, y toreros los días de corrida.
Ya que hablamos de niños (no me eche V. en cara la ensalada, pisto ó pepitoria que hago en mis cartas, pues la culpa se de V., que para impugnar las corridas de toros no ha dejado títere con cabeza en el campo de las ciencias, las letras y las artes), ya que hablamos de niños, repito, me haré cargo de las frases en que achaca V. á las corridas de toros la mala educación que recibe en España.
No digo yo que se les eduquen bien, no señor, pero no echo la culpa á los toros. Y después de todo, vamos a ver, ¿qué cree V. que puede dañarles más, ver poner un puyazo, o leer un periódico redentorista, de esos que llaman barbarie al patriotismo y predican la anarquía y el amor libre? ¿Qué les hará peor impresión, ver poner unas banderillas al quiebro, ó leer una de las castas novelitas del día? ¿Qué pervertirá más, ver dar un volapié en los rubios, ó asistir á la representación de uno de esos dramas trascendentales al uso, en que los personajes, para enseñanza, sin duda, de inocentes, son presidiarios y prostitutas?
Y aquí quiero dejar apuntada otra verdad, á mi parecer sin vuelta de hoja, de la que tampoco creo que se ha hecho cargo ningún sociólogo, y es, que muchos, casi todos los tratadistas de educación de los niños, o hablaron de memoria o mintieron á sabiendas, pues ó no tuvieron hijos que poder educar, ó los hecharon como a Rousseau, á la inclusa.
Aquí tiene V. por qué sus ternuras de imaginación sólo halagaron á los célibes (en toda la extensión de esta palabra) y á aquellos filósofos que, á pesar de haberse casado casualmente con una mujer, vivieron en adulterio continuo con la utopía, y amando más a los hijos que en ésta engendraron que á los que les parió la otra señora; pero jamás llegaron a convencer á las madres, que prefirieron siempre á tales sensiblerías engañosas los arrebatos de un corazón acalorado por el amor a los hijos.
A aquellos que, no habiendo tenido prole, tomaron tan a pechos el educar la de otros, los comparo a los gallos, cuando una mano inicua les arranca los atributos de su gallardía. Los infelices, conociendo que ya no sirven para cosa de mas empuje, desde aquel punto comienzan á cloquear como las gallinas, llegan hasta á empollar los huevos de éstas, y acaban, con un ansia digna de mejor premio, por dedicarse á la educación de los hijos de los gallos verdaderos.
Y aquí doy punto y me despido de V. por hoy, asegurándole que no temo que la opinión pública, que tanto me ha favorecido otras veces elevándome más de lo que merezco, me despeñe de la modesta altura en que me ha colocado por el hecho de defender de los ataques de V. las corridas de toros.
Y si así lo hiciera, yo le diría lo que el héroe de este cuentecillo:
Érase un caballero á quien la dama de sus pensamientos, para con él solazarse, le hacía escalar las rejas de su casa. Pero el demonio, que todo lo perturba y desbarata, les enemistó un día hasta el punto de que la dama amenazase á su amante con arrojarle por el balcón; á cuyo arrebato contestó nuestro hombre con mucha cortesía: <>
Dios le guarde y no se olvide de su amigo, etc. etc.
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IV
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Antes de hacer la apología de las corridas de toros, necesitaba vindicarlas de los ataques de V.; y como éstos han sido tantos y tan furibundos, me he alargado refutándolos, con descontento de los taurófilos, que á tantas retóricas hubieran preferido animadas pinturas de cuadros taurinos.
Pero todo se andará, Dios mediante, si yo no me canso de escribir cartas, El Imparcial de publicarlas y el publico (ésta es la más negra) de leerlas.
Comenzaré ésta acusando á V. de una falta de lesa literatura que ha cometido en su folleto, haciendo decir al autor de Las ruinas de Itálica este despropósito:
¿Dónde, pues, fieras ¡ay! está el desnudo luchador?
Cuando lo que dijo fue:
¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo luchador?
Huelgan, pues, los comentarios que hace V. sobre la crueldad del alma del autor de estos versos, por V. tan sin motivo maltratados como las lides taurinas.
Para probar la inmortalidad de nuestra fiesta, se ampara V. con Byron. ¡A buen santo ha ido V. á encomendarse! ¡Pobre de V. si no tiene otro mejor en su calendario! Fue Byron, sin duda alguna, un gran poeta, el más grande de su siglo; pero en cuestiones de moral estuvo siempre por bajo, créalo usted, del último de los monos sabios. Éstos, como usted dice, apalean los caballos y les pinchan las tripas, pero no reniegan cínicamente, como el sublime bardo inglés, de su familia, de su patria y de su Dios.
Como al impugnar la tauromaquia echó V. por mal camino, todo se le vuelve tropezar; así no e extraño que pretenda poner en solfa estas frases de Pedro Romero:
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<>
No cabe mayor rebajamiento, dice V., de la idea del honor, ni más grandes atrocidades en materia de lecciones.
No son estas frases, digo yo, las de un hombre rústico y cruel, sino las de un hombre de corazón y de talento. Mude V. en ellas las palabras con que nombra á la fiera por la de enemigo, y busque párrafos más enérgicos, concisos y viriles en Tucídides, Jenofonte, César, Salustio ó Tácito.
Tras este pecado de mal gusto, da V. en otro de candidez supina, proponiendo en serio á Lagartijo que se corte la coleta en aras del progreso y se dedique á la refinación del aceite de oliva. ¡Cristo nos valga! ¿Qué diría V. si Lagartijo aconsejase, en cambio, á los militares que, abandonando las espadas por ser un instrumento de muerte, se dedicasen, en pro de la industria, á empollar artificialmente huevos de pava?
En lo que si tiene V. muchísima razón, amigo mío, es en deplorar que los ilustres miembros de las nobilísimas corporaciones populares presidan tales fiestas. Piden una gollería los aficionados que unir quieren al regocijo que les produce la lidia el de agasajar con cariñosos apóstrofes á un concejal.
¡Como si los concejales, por el mero hecho de serlo, estuviesen obligados, cual afirma un amigo nuestro, á exhibirse en el palco de los triunfos! Yo, con V., creo firmemente que los concejales están de sobra en la plaza, y á veces en el mismo ayuntamiento.
Me parece que fue á V. á quien oí decir una vez que la bondad de los hombres y de las cosas se aprecia mejor por las diatribas de sus enemigos que por las alabanzas de sus aficionados. Conforme con esta teoría, voy a defenderlas corridas de toros clasificando y pintando á sus principales detractores.
No necesito repetir que V. es para mí siempre, no el taurófobo, sino el amigo estimadísimo el incomparable autor de María de los ángeles, el hombre, en fin, de buen gusto y gracia que, sin poderlo remediar, ha dado un tropezón, ó mejor dicho, una caída en el camino de la Plaza de Toros.
Hecha esta salvedad, clasifiquemos á los taurófobos. Hagámoslo en un cuadro:
CLASES. GÉNEROS. ESPECIES.
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Políticos.
Literarios.
Chimborazos Administrativos.
Científicos.
Y Filosóficos.
Taurófobos
Sensibles.
Frígilis Melancólicos.
Y Mansos.
Caracteres generales de los Taurófobos Chimborazos. A los apuntados en nuestra segunda carta, á la cual remitimos al lector, añadiremos los siguientes: fisonomía inmóvil, voz hueca, movimientos trabajosos, ropa mal cortada, ciencia infusa, amor desenfrenado al progreso, desprecio por las cosas ligeras, letras y artes; afición á las serias y útiles, tráfico, política, metafísica, mecánica, administración y agricultura ideal.
Los Chimborazos de la primera especie, ó sean los políticos, se distinguen por estas cualidades. Han sido ministros ó aspiran á serlo. Hablan en público con lentitud, á gritos y dando paseos y puñetazos. Ofician el oráculo diariamente en el salón de conferencias. Si pasean por el Prado, tardan una hora en ir del palacio de Villahermosa á la Cibeles, pues de dos en dos segundos se paran para dar más fuerza á la peroración con que abruman y asombran á sus acompañantes. No escriben por lo regular nada de los muchísimo que saben, y cuando escriben algo, lo hacen tan magnético, que los que tratan de leer sus obras se quedan dormidos en la primera página y aquellos que, haciendo un esfuerzo, logran pasar de la segunda, caen enfermos de reblandecimiento cerebral, es decir, que se les vuelven calostro los sesos, como si se los majasen en un mortero. Siempre tienen alguna cosa muy grave que decir á cuantas personas conocidas se encuentran, pues las paran, las llevan aparte, y mirando con desconfianza en derredor, les hablan al oído con vivísimo interés. No pierden, por ultimo, en circunstancia alguna su gravedad ni su acento parlamentario. En el café piden un chico en grande de limón en el tono con que acusan al ministro por haber dejado cesante á un estanquero; y cuando la cocinera les pone soso el cocido, trabucándose, gritan á su mujer: <<¡Señora, que se escriban esos garbanzos!>>
Esta, que sabe historia romana por los discursos de su marido, tiene días en que se cree casada con un Cincinato; otros, los más, con un Bruto.
2ª ESPECIE.- Chimborazos literarios. No escriben poesías, novelas ni obras dramáticas, porque desprecian el género ligero. Se dedican á hacer monografías, estudios, memorias y folletos de interés ó actualidad, y sobresalen en la Prehistoria, la Numismática, la Economía y la Agricultura y Política científicas.
Los títulos que ponen á sus obras dan clara idea del mérito de sus autores. Son como estos:
Estado social de la Groenlandia antes del diluvio. (Estudio histórico, seis tomos en rústica.) Cultivo de la zanahoria en egipto; su influjo en las bellas artes. (Monografía.) Diferencias esenciales entre el 4 por 100 y el 5 por ídem. (Memoria premiada, etc, etc,) ¿Adónde vamos? (Folleto político.)
Escriben estas obras, las editan, las mandan á las librerías, no las venden (por el estado de atraso del país), y las llevan á enterrar, previo informe de las Academias, á los sótanos del Ministerio de Fomento.
3.ª ESPECIE.- Chimborazos administrativos. Hombres de bufete, llegan á echar callos en las asentaderas como ciertos cuadrumanos.
Son eminentemente concienzudos, al decir de sus amigos de la prensa. Ejemplares oficinistas, allí están en su puesto, antes de la hora marcada, siendo de ver el orden en que tienen sus mesas. Lápices, pisapapeles, plumas, balduque, todo ocupa su sitio respectivo, y ¡ay de quien los mueva!
Trabajan tan á conciencia, que echan dos meses en el estudio de un expediente, hasta que se deciden á dejar la resolución al criterio del jefe. Hácense indispensables por su seriedad, y medran y suben como la espuma. Hombres de consejo ante todo, son muy útiles para el Estado. Los Domingos y fiestas de guardar, en vez de asistir á la corrida, se juntan unos con otros y pasean por el ensanche, discutiendo sobre albañilería y calculando el número de ladrillos que se necesitan para construir una casa.
Suelen padecer de dolores de cabeza, á causa de tanto calcular.
4.ª ESPECIE.- Chimborazos científicos. Aborrecen igualmente las artes y la metafísica. Son pesimistas casi siempre, ateos y partidarios del método experimental. Aman el positivismo. Siguen la opinión del último inglés ó alemán que escribe un libro estrambótico. Hablan más que escriben, y disputan más que hablan. Como están al cabo de todo, miran con olímpico desdén á los demás mortales. Esta especie de Chimborazos es, por lo demás la que menos medra. No suele pasar del sillón de una cátedra.
5.º ESPECIE.- Chimborazos filósofos : Excepto la ropa, que la compran siempre hecha, no admiten nada de lo hecho por Dios ni por los hombres, fabricándose para uso particular un arte, una ciencia y una religión. A fuerza de ser sublimes, viven sin entender a nadie, sin entenderse a sí mismos, y sin que ninguno los entienda. Tienen resuelto todos los problemas del mundo, según dicen, pero no aciertan a hacer prácticas las soluciones, semejantes en esto al burro del gitano que leía pero no pronunciaba. Cren que los niños se embrutecen estudiando latín y moral, y quieren que se les enseñe, en cambio, para desarrollar á un tiempo su cuerpo y su alma, zapatería y metafísica, colocándolos así en aptitud de abrir tienda ó poner cátedra. No están fuertes en letras ni en bellas artes, pero sí en estética, especie de pepino zocato que ellos tan sólo se atreven á tragar, y que le mantiene en ruidosa y perpetua indigestión.
No teniendo, ni con mucho, los Frígilis, ó sean los taurófobos del segundo género, la importancia de los Chimborazos, hablaré de ellos muy someramente.
Dijimos que se dividían en estas tres especies: Sensibles, melancólicos y Mansos. Los primeros son aquellos que por no matar las pulgas se dejan chupar la sangre; los segundos los que, cual los insectos buscan la soledad, huyendo del ruido y de la luz, y los terceros los que, como los borregos, se dejan ir por donde los llevan.
Al hablar, los Sensibles hipan, los Melancólicos gruñen y los Mansos berrean. Los Sensibles andan a saltitos, tienen la sangre lechosa y la mirada húmeda; los Melancólicos andan despacio, crían mucha bilis y miran de reojo; los Mansos ajustan su paso al de los demás, tienen la sangre espesa y miran con la dulzura del ciervo herido.
Los Sensibles suelen ajustarse el talle, cuidar de sus manos y llevar flores en el ojal; los Melancólicos visten levitas talares y negras, no se limpian las uñas, y prefieren el olor del queso al de las flores; los Mansos se ponen las ropas que les echan encima, no saben qué hacer de sus manos cuando les araña su parienta, y más que un ramillete de flores les enamora un manojo de hierba de punta.
Si hallándose entre varios Frígilis les dijera usted: <>, los Sensibles les responderían : <<¡ Jesús, pobrecitos animales!>> Los Melancólicos : <<¡ Yo verme en tal barahunda!>> Y los Mansos:<<¡Mi mujer no quiere que vaya!>> Y si á la fuerza los plantase V. en un tendido en el instante de salir mugiendo el toro, los Sensibles se desmayarían , los Melancólicos se taparían los ojos y orejas para no ver ni oir, y los Mansos acompañarían al toro en sus mugidos sin darse cuenta de ello.
Así son, querido Navarrete, casi todos los enemigos de la corridas de toros. No se acompañe usted de ellos, por María Santísima. Abomine usted en buena hora de la afición taurina; pero sea al estilo de su más ilustre impugnador, del gran Jovellanos, quien, como hombre de talento y buen gusto, no pudo por menos que decir en su Memoria sobre las diversiones públicas:
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Ni una palabra más por hoy, á fin de que se quede V. saboreando las hermosas frases del insigne asturiano, en vez de las descompuestas de un buen amigo, apasionado admirador, etc., etc,
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V
¿Quién me había de decir, queridísimo amigo, allá en los tiempos en que tuve la dicha de conocerle, que habría de verme obligado á entrar con usted en desaforada contienda?
Pero Dios y los toros lo han querido, y preciso es conformarnos.
Siempre recordaré con alegría aquellas noches gaditanas en que juntaba V. á los aficionados á las letras en su precioso departamento de los pabellones de artillería, lleno de floridas macetas, de enjaulados pajarillos y frente á la muralla á donde venía á estrellarse, mugiendo el alborotado mar.
A pesar de mi mala memoria, no he olvidado ni un pormenor de aquellas veladas. ¡Como que en ellas, y á la palabra y con el ejemplo de usted, desperté á la vida del arte y comencé á intercalar versos en los blancos de mis olvidados libros científicos.
¡Como que al mismo tiempo estaba enamoradísimo de la hija de un jefe de V., su vecino , la cual solía asomarse á las rejas que dan a Perejil, á las horas en que precisamente pasaba yo ante ellas!
Por cierto que su señor padre nos hubo de sorprender un día en amable coloquio, causando en ella la sorpresa tal impresión, que se casó á poco con un señor machucho, y en mí tal espanto, que aun sueño á veces que veo asestado á mi enamorado pecho el espadín de aquel veterano, de cuyo nombre, como el autor del Quijote dijo, no quiero acordarme.
Por entonces escribí una oda (la primera) larga, muy larga, y más mala que larga todavía, en que ponía como chupa de dómine a los pícaros alemanes que se iban entrando en los pueblos franceses como Pedro por su casa. Usted, que siempre ha pecado de bondadoso, tuvo la debilidad de entusiasmarse con ella y remitirla á un periódico de esta corte, que fue como echarla en un pozo, pues se perdió para in eternum. ¡El Señor la tenga en su santa gloria y no permita su resurrección!
Subíme a mayores, y otro día, tomando por cierto unas copas del riquísimo amontillado con que obsequiaba á V. cierto cosechero jerezano, tuve la avilantez de leerle una comedia, la única que he escrito en mi vida; V. la oyó con paciencia, y me alentó como de costumbre, pero no logró salvarla de mis instintos inquisitoriales, y murió quemada la pobrecita, virgen y tierna, tal como acababa de malparirla.
Pero los días de fiesta para mí eran aquellos en que V. me leía algunas obras ó me hablaba de las que pensaba escribir. Oíale yo con tanta boca abierta y bailando como azogado en mi silla, tal me ponía los nervios el entusiasmo, y luego me iba á mi casa de huéspedes de la calle de Virgili á pasar la noche insomne, perdida la cabeza en tal batiborrillo de poemas, novelas y dramas, que no sé cómo no se me fue el poco seso que tenía.
Lo cierto es que nos hicimos muy amigos, y eso que ya era V. un escritor de nota y un señor comandante, y yo tan sólo un estudiantillo desparpajado, sin pelo de barba ni asidero por donde poder atarme.
Traigo estos recuerdos a la memoria, amigo D. Pepe, para convencerle, si acaso lo necesita, de que por encima de todos los toros y toreros del mundo están el cariño y la admiración que por usted siento.
¿Cómo había yo pues, de incluir á V., como dice, en el catálogo de los cursis y chimborazos, si ha tenido siempre buen gusto de no ser progresista, ni orador de meeting, ni miembro de sociedades filantrópicas, ni mucho menos concejal?
Lo que sí deploro es que se una V. á muchos de ellos y use de sus argumentos para combatir las corridas de toros.
Por cierto que pretende V. volver la tortilla de la cursilería (así la llamábamos en Cádiz) dando á entender que también caen en ese feo pecado los señoritos que se las quieren dar de macarenos siendo unos catatisanas.
Esa no va conmigo, como no iba con V. mi acusación.
Nosotros no podemos ser cursis en ese sentido, amigo D. José. Porque, ¿quién de nosotros no ha mancornado ó ayudado á mancornar un choto en un herradero? ¿Quién de nosotros no ha asistido a un acoso ó á una tienta y no echado mano á una manta para dar un lance? Nos han salido los dientes asistiendo á esas faenas ó á esos sports, como V. quiera llamarles.
Más veces que los pelos tengo en la cabeza, y no soy calvo á Dios gracias, me he encontrado, en los montes colindantes con los de mi pueblo, con las toradas de la viuda de Varela, de Castrillón y de Schely; y no un año todavía, un famoso ganadero andaluz, deudo mío me metió á caballo en el cerrado de sus toros, donde los voceamos y corrimos, y echando después pié á tierra, batimos el monte matando conejos y perdices, y dando lugar, con los estampidos de nuestras armas, á que el ganado se avispase, se corriese el llano y armase una de bramidos que era para ponerle los pelos de punta al mismo Cid Campeador. Y le cuento esto, no para dármela de guapo, que lo mismo habrá hecho V. y hacemos todos en nuestra tierra, sino para dejar sentado que antes de ver los toros desde la barrera he tenido el honor muchas veces de visitarlos en su propia casa.
Entendámonos ahora sobre mi pasajera enemiga al toreo.
Ha de saber V. que así como los niños casi forzosamente pasan el sarampión, los jóvenes, cuanto más leídos mejor, suelen contraer, de los veinte á los veinticinco, cierta enfermedad de la cabeza, de la que algunos sanan, y los más se quedad para toda la vida tontos de remates. Esta enfermedad pudiera muy bien llamarse pamplinitis, y reviste muchas formas, todas muy graves. El joven atacado de ella se cree venido al mundo para ser un Solón, un César, un Demóstones, un Washington, un San Francisco de Asís ó un Lutero; siempre un ser superiorísimo, capaz de remover el universo, y hace el pobrete todo lo posible por imitar al tipo amado, hasta que los palos que le da el mundo le vuelven á la razón ó le vacían del todo la mollera.
No recuerdo yo bien la forma que tomó en mi ese sarampión del espíritu; pero debió de ser la del progreso, á juzgar por los síntomas. Lo que sí recuerdo es que estuve por espacio de dos ó tres años muy malito, como que no vi en ellos una corrida, y que recobré la salud cuando, como ya dije, me habló Dios al alma gritándome: <<¡Pepe no seas cursi!>>
Arrima V. demasiado el ascua á su sardina, mi Sr. D. José, al empeñarse en no ver otros cuadros en la lidia que el del picador hecho tortilla, el del toro huído, el del arreador mete-estopas y el del rocín desmondongado.
Parece que está V. viendo un drama entre bambalinas, cuando el actor que hace de Cid y acaba de asegurar que luchó en Zamora con quince y á los quince venció, se encuentra en los bastidores con su mujer que, llamándole mandria y borracho, le araña y pellizca; ó bien cuando la señora que hace de casta y hermosa Virginia se vuelve, trasudada y más fea que Picio, va á su cuarto á fumarse un pitillo con su querendón.
Y porque esto les pudiera pasar á algunos comediantes, ¿habríamos de abominar del teatro y de los autores de la Jura en Santa Gadea y de Virginia?
Afirma V. que el traje del torero es ridículo. ¡Sea todo por Dios, que le han vuelto á V. la vista del revés! ¿Son más artísticos nuestros pantalones, mas airosas nuestras levitas? Y si la moña torera le parece repugnante por tener algo de femenino, ¿qué no debe parecerle nuestro clásico sombrero de copa-alta, que á cada paso nos recuerda un mueble, llamémosle así, de inexcusable servicio?
Pero venga V. acá; ¿cómo quiere V. que tengan fuerza sus argumentos contra el toreo, si al lado les pone este bellísimo cuadro?
<> Eran de ver, dos horas antes de ir á la plaza el Colmado, la Fuentecilla, y sobre todo, el patio y los comedores de la fonda de Vista-alegre, de bote en bote. Encontrábanse allí, y allí cambiaban abrazos y cañas, la gente de Cádiz, la gente de Sanlúcar, la gente de Jerez, la de Lebrija, la de Puerto Real, la de Rota..... todos en pie, todos en movimiento, en torno de aquellas mesas cubiertas de langostinos, de bocas de la isla, de ostiones de concha, de botellas de vino....¡Qué voces! ¡qué ruido de cristal! ¡qué atmósfera llena de los vapores del menudo y del perfume del oloroso y de la manzanilla!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . .. . . . . .. . . . .. . .. . . . . . . . . . . . . . .. . . .
>>Otra multitud se paseaba por los alrededores de las cuatro esquinas de la calle Larga, donde estaba el despacho de billetes. Una música militar, venida de Cádiz, tocaba frente á la confitería de la campana el
¡Ay, ay, ay,
que á mí me gustan los medios vasos.....
>>A las tres y media quedábanse desiertos el paseo, las tiendas de montañés y la fonda, é interminables hileras de almas iban para la corrida por las aceras de las calles de Palacio y de Luna, inundaban la plaza de la iglesia, concluían fomando una masa compacta, una columna inmensa en la calle de Santa Lucía, y continuaba hasta el circo entre las filas de puestos de abanicos de calaña que alternaban con las espuertas de avellanas, cuyos tíos desgañitábanse gritando: <<¡A dos reales la grande y á probarlas!>>
>>Las muchachas del barrio, con los rodetes llenos de suspiros y de mosquetas, manos bonitos que sus caras, se asomaban á las ventanas y á los balcones para ver pasar aquella procesión, á que servían de pasos de trecho en trecho, un picador con un amigo feliz á las ancas, la carretela que conducía á los matadores, la calesa donde iban tres banderilleros, sentado uno en las piernas de otros dos, y un juego de mulillas formado por las mejores jacas de Señó Canelo, empavesadas con banderas, moños y cacabeles.>>
¡Olé por la sangre torera de D. José Navarrete! Sí, señor, sangre torera tiene V.; que de lo contrario no podría pintar con requetantísima gracia el cuadro de ¡A los toros, á los toros!
Pero hombre de Dios, ¿no sospechó V., al pintarlo, que á los aficionados y á los que no lo son se les iba á hacer la boca agua y á entrarles una comezón de ir á la plaza, capaz de volverles tarumbas? ¿Y cómo no? ¿Acaso no es digno ese cuadro de que se despueble el mundo entero por ir á gozarlo? ¿Dónde esta el pacato que lo pospone á las mojigangas, cucañas y fuegos de artificio?.
¡Y eso que se ha dejado V. sin pintar la mitad del lienzo! ¡ Ay, maestro si yo tuviese la pluma y la sangre torera de V.!
Pero venga V. acá; no se quede á la puerta; entre conmigo a la plaza. ¡Que animación, qué bullicio, qué alegría! Pasemos a nuestro asiento de valla, para ver la lidia desde cerca. Quizás algún chulo conocido nos tire su capote de paseo al cajón, donde lo tenderemos á modo de colgadura para darnos pisto.
¡Cuán llenos están los palcos de mujeres bonitas! Allí la gaditana de tez pálida, mirada habladora, sonrisa celeste y cintura y pie de bayadera, sorbiéndole los sesos á un inglés, extractor de vinos, que, por agradar á su adorada prenda, ha dejado el monóculo, su sombrero con crespón blanco y su levisac, por el bastón de estoque, la camisa de chorreras, el calañés con barbuquejo y la chaquetilla de alamares; y allá la jerezana de ojos como luceros, rosada tez, copiosa cabellera y abundante seno, entre dos de sus paisanos, gran garrochista el uno, de patillas achuletadas, marsellés y hongo pavero, y el otro, aunque más negro que un chorizo, dándosela de inglés con sus lentes, levita abotonada y castora blanca.
Aquellas que unen en peregrino consorcio la hermosura y gracia de las de Cádiz y Jerez , son las de los Puertos y la Isla, más saladas que los riquísimos esteros donde vinieron al mundo. Junto á ellas hállanse las linajudas de Las Cabezas y las tarifeñas y vejeriegas de tipo africano, con aquellas que brotaron como encendidas amapolas y blancas margaritas, entre los trigales de Utrera y Lebrija, las olivas de Morón y los viñedos de Sanlúcar; todas vestidas de vivísimos colores y luciendo la airosa mantilla, llena de jazmines, claveles y rosas, dando envidia con su voz á los ruiseñores y avergonzando al sol con la luz de sus ojos.
Pues ¿y los tendidos? Con el señorío masculino de todos los pueblos de veinte leguas á la redonda, se confunden el marchante de Arcos, el arriero de Conil, el vendedor de peros y camuesas de Ronda, el calesero de Chiclana, el hortelano de vejer, el alfarero de Medina, el calafate de la Carraca, y mil y mil tipos más vestidos de mil colores y modos diversos; éste calzando el botín acairelado, aquél, ceñido á la cintura el arco iris en forma de faja; todos hablando á un tiempo y riendo y asaeteándose á chistes; uniéndose á tal barahunda el estrépito de las músicas, el acompasado golpear de los bastones y los gritos de los que pregonan, agua con anises, avellanas y garbanzos tostaos, cañaillas ó bocas y almendraos de canela.
¿Pero que aplauso es ése? ¡Ah; que sale la cuadrilla! ¿Dónde ha visto V. gente de más garbo y gentileza, ni más lujosa y bellamente ataviada? ¡Qué gallardía en el andar! Como que son hijos y hermanos de los infantes de Breda y Pavía y de los cazadores de África.
Sale la fiera. Parece de terciopelo, por su finura y brillo, su pie azabachada, y no se comprende cómo estando atocinada puede sostenerse sobre remos tan finos y vencer al viento en ligereza. Un hombre se va á ella armado de una vara; el toro al verle le arremete, se juntan. ¡Jesús!...No es nada, hombre, es que Chicorro ha dado el salto de la garrocha. ¡Con cuánta precisión, limpieza y gracia pasó por encima de la res! Pero ésta no para de correr, ni se percata de que hay hombres y caballos en el ruedo. ¿Quién será capaz de detenerla?
Con mesurado paso se dirige á ella señó Manuel Domínguez, ábrele el capote, y en un palmo de terreno le da una verónica y otra, y dos ó tres navarras que la dejan como clavada á diez pasos de las tablas. Ya ha tomado tres varas de Trigo y los Calderones; uno de éstos cae al descubierto; tápese V. los ojos; pero no, no hay cuidado; Bocanegra, mientras otro chulo cubre con el capote al picador, agarra por la cola al toro y se lo lleva dando vueltas á los medios, donde soltándose se queda ante él cruzado de brazos á media vara de los cuernos
¡Que cuadro! Pero no es el que le sigue menos bello. Las banderillas en una mano y en la otra una silla, vase á los medios el Gordito, y cuando el toro mira, da hacia él unos pasos, siéntase en la silla, crúzase de piernas y lo llama y espera su embestida. El animal, asombrado quizás de tanta audacia, permanece quieto, y el torero se le acerca poco á poco, tirando con una mano y por entre las piernas del asiento de la silla, y le vuelve á citar; engállase entonces la fiera, parte hacia él como el huracán, y llega á la silla la voltea y desbarata en el instante en que, rápido como el rayo, el torero quiebra de cintura, se sale de la cabeza, da frente al costado de la fiera y le clava los rehiletes en lo más empinado del morrillo.
Pero hay más: Domínguez, después de brindar y de mandar al estribo á la cuadrilla, se adelanta al toro hasta desplegarle la muleta en la cara, se cambia cuando lo embiste, le pasa al natural, se lo hecha fuera con un ceñido pase de pecho al revolvérsele, y después de darle otro redondo, llevándole el trapo pegado siempre al hocico, cuádrase la fiera. Imítale el matador, se perfila, lía el trapo, mete el pie, cita al toro, lo espera clavado en tierra, y lo echa á rodar cuando se arranca, de una estocada por todo lo alto.
¡Qué bullicio! ¡qué entusiasmo! ¡qué locura!-¿Usted también se entusiasma y tira el hongo al ruedo? ¡Bien decía yo que tenía V. sangre torera!
Ahora, mientras las jacas del señó Canelo arrastran los potros y el toro muertos, subamos al palco de aquellas señoritas que nos brindan con unas copas de manzanilla. Así podremos decirles que...
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¿Qué no va V. por no perder la salida del segundo toro? Yo tampoco quisiera perderla; pero... En fin, aguarde V. un poco, que pronto volverá su amigo, etc., etc.
VI
Mil y mil perdones, amigo mío, por haberle dejado solo en la barreara el otro día; pero á bien que estaba V. rodeado de gente que no le dejaría aburrirse, aunque esoy seguro que V. ., haciendo de ella caso omiso, no apartó los ojos del redondel en toda la tarde. ¿Qué corrida, eh? ¡Sin duda le reconcilió á V. con los toros!
Pero, por si acaso no ha sucedido así, voy en esta mi última carta á procurar una vez más hacerle amigo de nuestra fiesta nacional.
Si yo estuviera algo tocado de la chimboracia, haría tan en serio, ó tan en pavo, la defensa de las corridas, como los Chimborazos su impugnación; pero á Dios gracias, me encuentro libre de tan funesta enfermedad. A ingenios más perspicuos dejo la difícil tarea de probar por medio de las matemáticas, las ciencias naturales, la filosofía, la estadística y la economía política, la conveniencia de fomentar la lidia de reses bravas. No alcanza mi talento á tanto, ni mucho menos mi sabiduría.
Cursi fuera también, Sr. D. José, el sacar á colación á los boxeadores; á los descoyuntados, funámbulos, gimnastas y domesticadores de los circos; á los que se entretienen en hacer combatir perros con gatos, y gatos y perros con ratas; á los cazadores de zorras á latigazos; á los fomentadores de las corridas de caballos, y á mil y mil más seres humanos que se divierten reventándose ó viendo cómo se revienta el prójimo.
No hago el parangón de esos caballeros con nuestros lidiadores, porque además de ser asunto gastado y cursi, á nadie que tenga un rayo de luz siquiera en el magín se le oculta que un torero vale mil millones de veces más, por lo valiente, y por lo bello del arte que ejerce, que todos cuantos procuran divertir á la humanidad ó asombrarla con maravillas de valor y arte, de gracia y ligereza.
Luego, que nada conseguiría con empuñar la trompa épica. Los Chimborazos son tan duros de oído como de mollera, y soplaría en balde. Fuera como querer persuadirle de que las trufas son más sabrosas y aromáticas que las patatas, el vino de Jerez superior á la tinta de Valdepeñas, la mujer de su casa más mujer que la doctora, las levitas hechas por Pedraza más elegantes que las de la calle de la Cruz, y España, por último, mejor que todos los países de la tierra, los Estados Unidos inclusive
¡Dice V. que el andaluz no es aficionado á toros! Jesús, hombre, ¿de donde ha sacado V. tamaño dislate? En lo que tiene V. razón es en afirmar que las corridas son en aquella tierra más alegres que en Madrid. Aquí les ha dado á los inteligentes por el toreo que llaman serio, y quieren convertir a los lidiadores en estatuas delante de la fiera. Y ni aun trocados en marmolitos conseguirían agradarles del todo. Apenas el lidiador mueve un pie, le llaman zaragatero, y le encajan el despreciativo mote de cabra á todo toro boyante y claro, aunque sea más bravo que la madre que le parió. Sí, señor, en Madrid gustan ahora los toros de sentido, es decir, los cobardes de mala sangre que huyen hasta de su sombra y sólo embisten cuando tienen la seguridad de coger. Pero esta moda pasará pronto, y para mí tengo que huirá con el estoicismo de la filosofía Kraussista, á la que debemos echar la culpa de haber puesto el toreo serio y los toros recelosos en los cuernos de la luna.
Casualmente por este y otro descarrío del gusto no se alza Madrid con el santo y la seña en cuestión de toros y va siempre á la zaga de Andalucía , patria de todos, absolutamente de todos los verdaderos maestros y creadores de suertes taurinas.
Las corridas de toros del Puerto estuvieron tan en auge tiempos atrás, porque en la Isla no había plaza como hoy, ni tampoco en Algeciras, y las de Cádiz y Jerez estaban por los suelos. Toda la provincia, pues, se despoblaba para ir á ver los toros del Puerto. Si hoy no sucede así, no se debe á que la afición va á menos, sino antes al contrario, á que en vez de tres corridas ó cuatro por año en el Puerto, se verifican cincuenta en las poblaciones limítrofes.
Convengo con V. en que la suerte de pica, tal como hoy se ejecuta, es de mal ver, y hago votos por que se dé con la manera de evitar la muerte del caballo. Ya ve V. si soy condescendiente. Quizás se pudiera remediar algo esto picando á caballo levantado; pero fuera menester que los picadores no tuvieran el brazo derecho de mantequilla y rigieran con el izquierdo una buena jaca en vez de un mal rocín. Este es el único flaco de las corridas de toros.
Ahora pudiera también hacer paralelos entre el caballos despanzurrado y el perro muerto por la autoridad con estricnina en medio del arroyo; el aporreado penco del coche de alquiler, y los mil y mil animalitos más que padecen persecución por nuestra injusticia; pero tampoco quiero echar mano de tan gastados argumentos.
Sí diré que es muy relativa y convencional la ternura de corazón de los protectores de bichos y hierbas. Se compadecen del toro, del caballo, de la rosa, hasta derramar lágrimas, y matan con fruición las perdices y las alondras y se las comen después; declaran la guerra á las industriosas hormigas; arrancan la verde grama y el artístico cardo de los campos; enseñan al galgo á coger liebres, y crían gatos para matar ratones.
No es el amor ¡oh desencanto! Lo que les mueve; es el egoísmo. Yo, por mi parte, estoy dispuesto á llorar ante el cadáver del caballo de plaza, en cuanto vea que los señores protectores no se dan de bofetadas para matarse las moscas, ni se revuelven contra las chinches, ni comen más que tierra, por no retorcer el cuello de un ave, ni deshojar una lechuga.
No conozco á ese Sr. D. Jerónimo de quien usted me habla, pero debe de ser muy echado para adelante, según se expresa. Como no tengo sus ánimos ni mucho menos, no me hago su compinche ni amparador. En esto de toros no me caso con nadie, sino con mi gusto. Lo mismo me pasa en literatura y en todo. Soy tan extravagante, que me suelen parecer perversos los más de los poetas políticos y sabios aplaudidos, mientras me congratulo á mis solas con muchos de los olvidados. Por cierto que sé de buena tinta que á V. le pasa lo mismo.
No quiero volver á lo de Felipe II, Cortés Las Casas y Carlos V, ¡Dios los tenga en su santa gloria, y á nosotros, no nos olvide! A V. le consta, aunque lo niegue, que no los saqué á colación en balde.
¡Pero, mi Sr. D. José, cuán desacertado está al buscar argumentos contra nuestra fiesta! ¡Cuán contraproducente le suele resultar! Por ejemplo, dice V. que, cuando surgió el conflicto de las Carolinas, las plazas de toros quedaron desiertas porque la gente corría á entregar el dinero de las corridas en manos de los que abrieron una suscrición para hacer un buque de guerra. Y bien,¿qué prueba esto, sino que los aficionados a toros son patriotas de verdad, y más generosos de corazón que los que aguantarían una bofetada del extranjero por no exponer la pelleja, ó lo que es peor, el dinero que tienen colocado en las Cajas de ahorro ó en el Banco?
¡Ay, amigo Navarrete, los Montes de Piedad, y las fábricas, y las sociedades cooperativas, y las comodidades del lujo llevadas al grado que sueñan los Chimborazos, ahogan en el corazón todo movimiento de heroísmo y de caridad, y convierten á las Zaragozas, que por su honor lo pierden todo, hacienda y vida, en ciudades como Nancy, que se entregan a cuatro hulanos por temor de que una bomba derribe la chimenea de una fábrica, ó de que haya que sacar cuatro ochavos de la caja de ahorros para comprar pólvora y balas.
Lo de que dichas fiestas mantienen y aumentan la virilidad de nuestra raza, ni lo afirmo ni lo niego. Lo que si es seguro es que no la merman. Por cierto que en abono de esta idea, que usted achaca á nuestro Sr. D. Jerónimo, habló como ya he dicho, Jovellanos, y Rousseau se expresó de esta suerte en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia:
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Parece que Rousseau era profeta y predecía lo que había de suceder á su querida Francia al profanar el suelo español.
Vamos, amigo mío, ¿va V. á ser más duro de alma que Jovellanos, más progresivo (no quiero molestarle llamándole progresista) que Rousseau el padre de la política moderna?
No busque V. el amparo de Ortega Munilla; nuestro amigo querido escribe hoy desde San Sebastián, con el pseudónimo de Cucharabias, revista de toros, y dice ante su propia firma que está seguro de que dentro de unos años habrá corridas de toros en Francia, de las que el Fígaro hará las reseñas. En cuanto á los ingeniosísimos Palacio y Cavia, no habrá quien les saque del alma la afición ni á tres tirones.
Mucho más tengo que decirle, pero aguardo á que se venda la edición de este folleto, para hacer la segunda corregida y aumentada.
Como es V. aficionado á versos, y los míos, aunque malos, no le desplacen, allá van éstos en que procuro pintar una fiesta taurina, allá por el siglo xv.- A ver si logro convencerle en verso mejor que en prosa.
TOROS Y CAÑAS
I
Todo en la ciudad es fiesta,
regocijo y algazara,
y ecos de guzlas, clarines,
atabales y dulzainas.
Verdes juncias y romero
alfombran calles y plazas,
en terrados y alminares
hay banderas desplegadas,
y colgaduras de seda
con rapacejos, y franjas,
y bordados y divisas
engalanando las casas.
En apretados cordones
ó en tropel las gentes ganan,
luciendo vistosos trajes,
la plaza de Vivarambla,
donde moros y cristianos,
el hierro trocado en gala,
hoy con júbilo celebran
fiesta de toros y cañas.
II
Tal se llenan los andamios
que crujen bajo la carga,
y en los altos miradores,
azoteas y ventanas
ó en riquísimos estrados
de telas adamascadas,
venciendo al sol se presentan
las huríes africanas.
Cuadro de tal hermosura
jamás se ha visto en Granada,
tan famosa por el brillo
de sus torneos y zambras.
El cielo sin una nube,
templado el sol, tibia el aura,
que se impregna del aroma
de las flores y del ámbar;
en huecos y graderías
la multitud apiñada,
vestida de mil colores
que la luz aviva y cambia;
los rostros todos alegres,
las aposturas gallardas:
tal la escena, que no hay pluma
ni pincel para pintarla.
Los hombres lucen emblemas
en capellares y adargas,
en bonetes y turbantes,
en plumas, joyas y magas;
y las damas terciopelos,
y tafetanes, y gasas,
recamos de pedrería,
volantes, vivos y randas.
Aquí flotan alquiceles
guarnecidos de esmeralda,
los albornoces, las tocas
y los lazos de las bandas;
allá los ojos deslumbran
del oro el reflejo gualda,
el brillo de los diamantes
y el fulgor de las miradas.
Junto al negros de Etiopía,
el beduino de Arabia;
entre el marroquí y el turco
el moro de la Alpujarra;
al lado del sibarita
el guerrillero almogávar;
y entre libres andaluzas
hermosas griegas esclavas.
Y á tal cuadro que el sentido
suspende, deleita y pasma,
se junta el loco concierto
del aire de las sonatas,
el relincho de los potros,
el redoble de las cajas,
y requiebros, y suspiros,
y gritos y carcajadas.
III
Suena el clarín, y el concurso
como por ensalmo calla
y lleva ansioso la vista
a las brillantes escuadras,
que salen de pronto al cerco
tan lujosas y bizarras,
que hacen prorrumpir á todos
en vítores y alabanzas.
Miden y parten los jueces
el sol, el campo y las armas,
y ordénanse las cuadrillas,
y frente a frente se paran.
Rigiendo va la moruna
el arrogante Abenaya,
jinete en potro morcillo
con la crin desmelenada.
Membrudo, la tez curtida,
rubia y sedosas la barba,
apretado el entrecejo,
altanera la mirada,
abierto al desdén el labio,
y voz recia y dura el habla,
todo en el moro es firmeza,
gallardía y arrogancia.
Lleva en bonete leonado
plumas negras y moradas,
como anunciando tristeza
ó marchitas esperanzas;
capellar y toca azules
con que sus celos delata,
marlota color de sangre
que lo es también de venganza;
y en el adarga esta letra
entre hierros y guirnaldas:
He de ser correspondido
por fuerza, si no de gracia.
IV
Todos le aseguran el laureo,
que es de león su pujanza
y muy señor, aunque fiero,
de sí mismo y de las armas;
pero en la tierra andaluza
no goza de menos fama
el denodado caudillo
de la cuadrilla cristiana.
Mozo, y esbelto y forzudo,
la cabellera castaña,
trigueño, y los ojos pardos
que acarician ó amenazan,
con la sonrisa enamora,
y seduce con la gracia,
y rinde su cortesía,
y su altivez avasalla.
Viste, en señal de agasajo,
de los moros á la usanza,
pero defiende su pecho
con la cruz de Calatrava.
Verdes, porque mucho espera,
lleva el bonete y la manga,
y asimismo la marlota
de oro y piedras recamada;
el capellar amarillo
y por cifra en el adarga
un pájaro y este mote:
Tan libre como mi alma.
Más con la voz que con hierro
rige una yegua alazana,
que el jaez lleva cuajado
de campanillas de plata;
de tal sangre y tan airosa,
que si el jinete la para,
sacude la crin, relincha,
se encabrita, bufa y piafa,
y al andar, encorva el cuello,
de espuma el petral se mancha,
y en vivo tropel las manos
hasta la cincha levanta.
V
Hacen señal los clarines,
pífanos, trompas y cajas,
y veloces como el viento
se arremeten las escuadras.
Corren, huyen, se revuelven
unas con otras se traban,
y todo es polvo y estruendo,
y confusión y algazara.
Más bien que juego, parece
que se riñe una batalla,
tal ofenderse procuran
hierro haciendo de las cañas.
Con una hirió el castellano
al arrogante Abenaya,
mas no se le vio la sangre
por llevar marlota grana;
y en tanto que se repone
del golpe que le malpara,
ve descender una toca
del estrado de su dama,
y que el joven nazareno,
al correr de su alazana,
la recoge de la arena
y se la pone por banda.
Correr quisiera a vengarse;
mas gritando - ¡Aparta, aparta!
los jueces dan fin al juego
y echan un toro a la plaza.
VI
Colorado, cervigudo,
negra y agudas las astas,
fruncida y hosca la frente,
espesa la cola y larga,
finos y cortos los remos
y de fuego la mirada;
jamás vio tan brava fiera,
Guadalquivir en sus aguas.
Ligera sale, y embiste,
y atropella y desbarata;
y párase, y desafía,
y babea, y bufa, y brama.
Los cobardes se retiran,
los valientes se recatan,
el concurso se impacienta
y el toro la arena escarba.
Al ver tal, el caballero
de la cruz de Calatrava,
toma un rejón, y a la fiera
con paso sereno marcha.
Acállase el vocerío,
tiemblan medrosas las damas,
mírale el toro suspenso
y la multitud pasmada.
La fiera atrás se retira
para acrecer su pujanza,
tuerce la cola, y embiste
ciega y bufando de rabia.
Por tres veces acomete,
otras tres se ve burlada,
y rompe en un alarido
la muchedumbre otras tantas;
hasta que al fin el mancebo
el hierro agudo le clava,
quiebra el rejón, y da el toro
en la arena ensangrentada.
Ensordece el vocerío
con que celebra su hazaña:
las mujeres le saludan,
los caballeros le aclaman;
pero el mozo no desea
más premio que una mirada
de aquella hurí de los cielos
de cuya toca hizo banda.
Mas ¡ah! la ve sin sentido
en el seno de Abenaya,
que, furioso, con el puño
y la vista le amenaza.
Entonces se enciende en ira,
en vivos celos se abrasa,
palidece, ruge, ciega,
y, herida de muerte el alma,
espolea los ijares
de su yegua jerezana,
que, partiendo como un rayo,
fuera del coso le saca.
__________
¿No he logrado convencerle de la bondad de las fiestas de los toros?
Pues bien; le regalo á V. La buena moza que describo á continuación, si me confiesa que nuestra fiesta nacional es bella. Por sus buenos ojos hicieron heroicidades los caballeros del anterior romance. Aquí la tiene V.
Zaida, que al rey de Granada
en red de amor tiene preso,
á orillas del Darro habita
un alcázar tan soberbio,
que envidia la misma Alambra
sus mármoles arabescos,
esmaltes y entalladuras,
techumbres y pavimentos.
Mas si en artesones de oro,
atauriques pintorescos
y resaltadas cornisas
son ricos los aposentos,
nada igual á los jardines
que al alcázar forman cerco,
con sus fuentes de mosaicos,
kioskos y baños turquescos,
albercas y surtidores,
arriates de azulejos,
laberintos de arrayanes
y bosques de limoneros.
En una noche de estío
de esas de dulce misterio,
en que al amor y al reposo
convidan, al mismo tiempo,
del ruiseñor las querellas,
de las flores el incienso,
las miradas de los astros
y los suspiros del viento,
espera Zaida á su amante,
perdida la mente en sueños,
en un pabellón morisco
de enredaderas cubierto
________
Echada está en alcatifas
y almohadones damascenos;
lleva brial de seda jalde,
de perlas bordado el velo,
ajorcas de filigrana,
sandalias persas de cuero,
y un abanico de plumas
de pájaros del desierto.
_____________
Ya á una blanca margarita
pide nuevas de su dueño;
ya las hojas de una rosa
en su frente va rompiendo,
rosa que, con ser hermana,
tiene amarguísimos celos
del color de sus mejillas
y el aroma de su aliento.
_______________
Una red de sirgo y perlas
aprisiona sus cabellos,
que si fueran desatados
arrastraran por el suelo;
y, al mirar, abrasarían
sus rajados ojos negros,
si las sedosas pestañas
no templasen sus destellos.
Rojos y húmedos los labios
y á la sonrisa entreabiertos,
cuando los cierra, parece
que van á estallar en besos;
y si sueña con amores,
toma su mórbido seno
del ala de la paloma
el vivo estremecimiento.
________________
Tiene el candor de la niña,
de la mujer el despejo,
de una reina la arrogancia
y de heroína el denuedo.
Si la miran, se sonroja
cual brasa que aviva el viento
si la ofenden, ruge altiva
ó abruma con su desprecio;
y su corazón se mueve
á todos los sentimientos,
á los que surgen del mundo
y á los que bajan del cielo,
como junco de ribera
al que estremecen á un tiempo
la brisa que va volando
y el agua que va corriendo.
De V. es Zaida; tómela V., ya que, por llevársela, confiesa haberse equivocado en sus apreciaciones sobre las corridas de toros. Pero antes de arrebatármela para siempre, mi querido maestro, grite V. conmigo: ¡Fuera los Chimborazos! ¡Olé, por los toros! ¡Viva mi tierra!
_________
CARTAS DIRIGIDAS AL SR. D. JOSÉ NAVARRETE
IMPUGNADOR DE LAS CORRIDAS DE TOROS
POR
D. JOSÉ VELARDE
I
Sr. D. José Navarrete:
QUERIDO AMIGO: ¿Es posible que quien nació en la tierra de la alegría; quien se crió entre montones de sal, bebiendo manzanilla y comiendo cañaillas y bocas; quien se divirtió de muchacho corriendo toros de cuerda; quien se juntó de mozo con gente de rumbo y sandunga; quien visitó, por último , religiosamente, como monumentos en Jueves Santo,
Las tiendas más famosas de montañés de Cádiz. La Isla, Jerez y los Puertos, se nos venga ahora haciendo remilgos monjiles ó ascos filosóficos, que da lo mismo, a nuestra fiesta nacional?
¡Impugnar las corridas de toros un andaluz de buena cepa! ¿Está V. empecatado? Deje V. empresa tan mentecata para los ingleses humanitarios, alemanes sabiondos y españoles vergonzantes.
Usted tan apuesto, tan despreocupado, tan hombre de mundo, no es á propósito para hermano de ninguna cofradía, ni para protector de bichos y hierbas. ¡Bueno fuera que, á imitación de muchos de éstos se rizase V. el pelo, estrenase botas, se enfundase en frac alcanforado y se colgase al pescuezo, á guisa de cencerro, una medalla el día de procesión ó junta!
Vuelva V. en sí, y retráctese de lo dicho en su folleto. Pero no es preciso; el folletico, á los ojos de la gente de buen gusto, resulta apologético más bien que impugnador. ¿Dice V. que no? Pues vuelva a leer desapasionadamente los párrafos encaminados a denostar las fiestas de toros y a enaltecer las ventajas del tráfico, el ahorro y el sistema Froebel, y verá cómo los encuentra fríos, aparatosos y llenos de los lugares comunes de que tanto abusaron los progresistas en sus peroratas y artículos de fondo. No parecen escritos por un poeta, sino improvisados en un meeting por un ingenio librecambista. En una palabra, huelen á almacén de frutos coloniales y extranjeros, olor grato á Mercurio, insoportable a las Musas, de quienes hasta ahora estuvo V. perdidamente enamorado.
Relea V. después los periodos en que pinta (aunque los ha escrito con mala idea) la animación de la fiesta, el aspecto de las tiendas de montañés antes de la corrida, el regocijo y bulla de los que a ella se encaminan, y verá cómo se encuentra otro hombre. Si, amigo mío, entonces es usted el escritor incomparable de Marías de los Ángeles y de Los Montes de la Mancha, el dibujante y colorista excelentísimo, el hijo privilegiado de la tierra de María Santísima, el castizo, el elegante, el resalado poeta Pepe Navarrete.
También tuve yo en un tiempo mis pujos de filósofo, filántropo y redentorista, que me inclinaron a abominar de toros y de toreros; pero Dios me habló al alma gritándome: ¡¡No seas cursi¡¡ y volví al buen camino, es decir, a la plaza, donde al par que me encanto con las maravillas del arte de los Romeros y Cándidos, me río hasta desternillarme de filósofos hueros y filántropos sensibles.
El prurito moderno de impugnar las corridas de toros nos ha venido, como el Kraussismo y otras plagas, del extranjero, tan envidioso de nuestra fiesta como de nuestro sol y de nuestra historia.
No haga V. coro cándidamente a los mismos que nos inducen a aborrecer la memoria de Felipe II, porque zurró de lo lindo; que quieren que pongamos en tela de juicio la grandeza sin igual de los Cortés y Pizarros; que se empeñan, en fin, en hacer pasar por demócratas republicanos-progresistas a los que levantaron contra Carlos V, llamado por la Providencia a acabar con los privilegios de nuestra nobleza rebelde y a establecer la unidad de nuestra desmembrada patria.
Ni envidie V. la gloria de nuestro padre Las Casas, más insensato al querer reducir a los salvajes por la dulzura, que aquel que pretendía abrir las ostras por medio de la persuasión.
La obra de aquel santo padre, inspirada, más bien que en su amor a los indios, en su odio a los conquistadores, sólo consiguió dar armas al extranjero contra nuestra patria.
Pero no nos subamos a mayores, y volvamos a los toros.
¿Cómo ha podido V. olvidar aquellos tiempos en que alegrada la sangre por el néctar sanluqueño, abandonada la casaca con bombas por la chaquetilla de dril, sustituida la gola por encendida corbata y cambiando el espadín por nudoso garrote, se encaminaba V. a la plaza acompañado de la gente neta del Casino de la plaza de San Antonio ó los célebres pollos del Solano, y sentado en un cajón, donde se atracaba de langostinos y almendraos de canela, tiraba V. el hongo a cada triquitraque, bien a Bocanegra cuando coleaba a un barbero de Córdoba, bien al Cuco cuando banderilleaba a un Saavedra de Utrera, bien a Domínguez cuando recibía con todas las reglas del arte a un Lesaca de Sevilla?
Vamos, amigo Navarrete, la verdad, ¿no se le alegran a V., como a mí, las pajarillas al recordar aquellos tiempos?
Aun me parece ver á V. rodeado de la gente de caliá de aquella bendita tierra, almorzando menudo en la Parra, la Privadilla ó el Candil; ayudando á partir ostiones á su desenfadado coquinero del Puerto de Santa María; sorbiéndose las cañaillas por docenas, y acompañando con Palmas y olés la copla de jaleo ó la gorgoriteada jabera que con voz trémula y desgarradora entonaba aquella resalada moza de ajos
negros como mis faitigas,
grandes como mis jachares.
¿Se acuerda V. de su tez morena mate como palma tostada, con más lunarillos que huevo de perdiz; de su moño colgante y peineta de á tercia; del circulo de nenes que de sien á sien ornaba su frente, semejando una greca pompeyana; de sus labios de cereza llenos de mieles y risas; de su alto seno oprimido por amarillo y floreado pañolón de espuma anudado á su talle de avispa; de su pie menudo, mejor calzado que el de todas las diosas del Olimpo y más ligero que el de una corza; de su crujiente falda de percal celeste, con más rizos, trenzados y moños que lujosa palma en día de Ramos; de su alegría, capaz de volver al sentido común al filósofo más condenado; de su gracia, en fin, más picante que los aguijones todos de todas los abejas del Ática?
¿Cómo ha de haberla V. olvidado? Imposible. Es aquella misma que comparaba á un amigo nuestro chiquitín y gordinflón con una cajetilla de pitillos del Mahonés, y la nariz arremangada de otro con la rabadilla de un pato; la misma que preguntó a un señor flaco y alto de dos varas y pico, si era de una pieza ó estaba empalmado como taco de billar; la misma, por ultimo, que advertida por un estudiante timorato de que no le mirase siquiera cuando le encontrase con su señor padre, militar de humor atrabiliario y bigotes de a cuarta, como les hallase juntos en la plaza de San Antonio, paróse ante ellos, cogió por las guías del mostacho al irascible caballero, y le dijo cumpliendo con la advertencia recibida: - ¡Ay, el bigote santo del padre de mi niño!
¿Y V. que vio todo esto y que gozó con ello, se vuelve ahora puritano y se hace cartujo de la religión novísima de lo útil? Comprendo que los hombres desengañados se metan á frailes, ¡ pero á economistas! ¿Cuánto más pesadas que vísperas y maitines no son las letanías que nos ensarta usted en el folleto sobre máquinas, muelles, istmos, túneles, globos y Montes de Piedad?
Que tal hiciera el capitán de un buque mercante, de esos de nariz aberenjenada, ojos remellados, cara monda y sotabarba peluda, bueno; ¿pero un mozo de rumbo como V., limpio como los chorros del agua, alegre como un pandero, salado como las pesetas, artista, en fin, de cabo á rabo?
¡Jesús, María y José! ¿Quién lo pensara?
Pero esta carta se alarga, y voy á concluirla volviendo por pasiva un consejo que da V. en su folleto.
Aconseja V. muy seriamente en él que se ahonde y escudriñe y se dará con un jesuita en todo amparador de la tauromaquia: pues yo á mi vez le aconsejo que escudriñe y ahonde, seguro de que dará siempre con un cursi en todo impugnador de nuestra famosa fiesta nacional.
Pero más tolerante que V., admito excepciones á esta regla, viendo en V. la primera de todas. Si amigo mío; no desconoce los méritos sociales y literarios de D. José Navarrete, antes bien los pone sobre su cabeza, su amigo, etc., etc.
____________________
II
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Lo más temible del folleto de V. para taurófilos es el llamamiento que hace á los corazones sensibles é inteligencias luminosas para que, juntándose en sociedad, den al traste con las corridas de toros.
Y se formará la asociación. ¡Ya lo creo! ¿Cómo que sé de varios aspirantes á la secretaría general que tienen ya redactados los estatutos! ¡Ni faltarán ilustraciones de la política y la literatura que formen la Junta Directiva!
Hay, á Dios gracia, en Madrid muchos señores de campanilla dedicados de por vida á ser presidentes, vocales y secretarios de cuanto Dios crió; tan celosos algunos de ellos y entusiastas, que parece (el cielo nos perdone) que desean que sobrevenga una calamidad por semana parta organizar su correspondiente hebdomaria y piadosa asociación.
A los puntos de la pluma se me vienen los nombres de los que seguramente habían de componer la mesa de la sociedad antitaurina con que usted sueña. ¿No es verdad que V, también los tiene en la punta de la lengua?
¿Cómo no? ¿Quién fuera capaz de dar al olvido sus méritos? No faltaba otra cosa, sino que además de aficionados á la lidia de reses bravas, fuéramos ingratos con nuestras más preciadas glorias contemporáneas.
¿Honor á esos hombre, que lo mismo presiden un municipio que una sociedad de baile, un tribunal eclesiástico que un Congreso médico; que con idéntico afán se agarran á la cinta del ataúd de un hombre ilustre que á la vara de un palio ó á la manga de una bomba de incendios; que con igual desenfado, facundia y sabiduría brindan en todos los banquetes públicos ó privados , sean de músicos ó agrimensores, de poetas ó de carabineros, de concejales ó de velocipedistas, de senadores, ó de veterinarios! ¡Honor á esos hombres que todo lo saben, todo lo aman, todo lo ilustran, y en todas partes se encuentran, en bodas, bautizos, entierros, ateneos, teatros y sacristías; que son, en fin, triaca de los males públicos, padres putativos de todos los seres sueltos, manantiales inagotables de conferencias científicas y literarias, Chimborazos de la humanidad, orgullo y gloria de la España del siglo XIX.
¿Y que pago reciben? ¡Ay! el de verse alabados diariamente en los papeles públicos como héroes ó mártires; tortura insoportables para quienes, como ellos, todo lo hacen á semejanza de nuestro Señor Jesucristo, por amor al prójimo.
Ya se me figura ver reunida en el local de alguna sociedad útil ó sabia, como la Económica ó la Academia de Ciencias morales y política, á la Abolicionista de las corridas de toros. En ella encuentro á todos los Chimborazos de Madrid. ¡Qué sesión tan luminosa! ¡Que discurso tan hondo, tan sentido, tan nuevo, el del señor presidente! ¡Qué actividad la de los señores secretarios! ¡Qué cráneos, qué semblante los de los señores socios, tan dignos del estudio de los Gall, de los Lavater, de los Darwin, de los profesores, en fin, de anatomía comparada! ¡Qué delicioso olor á patchoulí el de toda la asamblea!
Perdone V., amigo Navarrete, que haya dejado correr tanto la pluma en alabanza de los Chimborazos, y volvamos á los toros
Se duele V. de lo que cunde la afición, y lo achaca á que once millones de españoles no saben leer ni escribir. ¡Qué engañado está V.! Si fuera preciso para obtener una localidad pedirla por escrito, pocos, poquísimos de los asiduos asistentes á las corridas se quedarían sin billete. La infeliz gente que no sabe leer ni escribir no ve más que toros enmaromados en la plaza de una aldea...
Ni tampoco acierta V. cuando afirma doctoralmente que está más bajo el nivel intelectual en las comarcas donde se crían toros y toreros; pues de Andalucía y Castilla, tierras clásicas de unos y otros, es donde siempre surgieron nuestros ingenios mejores; siendo en cambio proverbial la cerrazón de mollera de la gente de pies de plomo nacida en tierras de ganado manso.
No cierre V., amigo mío, tan despiadadamente con los infelices ignorantes. Tiene la ignorancia algo del candor de la inocencia, que la hace menos temible que la instrucción á medias, engendradora del orgullo, la ambición y la envidia. No defiendo la ignorancia, Dios me libre de ello; pero entre el obrero á medio instruir de las ciudades y el ignorante del campo, me quedo con este ultimo.
Ponga V. la mano sobre su corazón, y dígame, olvidando si puede por un instante el progresismo, con quién de los dos se quedaría; aunque me temo que con ninguno, pues ambos se vendrían conmigo á la plaza, dejándole con tanta boca abierta, predicando moral antitaurina y economía política.
Vemos con dolor sus antiguos amigos que ha sufrido V. una completa metamorfosis. ¿Quién diría, al leer su folleto, que es V. el mismo Navarrete que conocimos hace quince ó veinte años en Cádiz?
A no dudar, el demonio travieso de la industria y la mecánica se la ha metido á V. en el caletre, poniéndolo todo patas arriba. Exorcíselo usted con algunos asperges de manzanilla ó amontillado, para que se vuelva más que de prisa á Inglaterra ó á los Estados Unidos, países de los corazones tiernos y generosos, según los buenos de los progresistas.
¿Cómo á no estar V. completamente endemoniado, había de preferir el tráfago aturdidor de un muelle de Liverpool en día de trabajo, al bullicio alegre de la calle de Alcalá en Madrid, ó al pintoresco cuadro de la plaza de San Juan de Dios de Cádiz en los días de toros?
Si yo fuese Dios por una temporada, condenaba á cuantos padecen de obsesión industrial a cargar fardos en los Docks de Londres, ó á alimentar de combustible un horno de fundición, entonando, para alivio del trabajo, no cantares como los de nuestra tierra, sino las máximas comineras de Franklin, ese David de la religión del ochavo, puestas en música por cualquier inspirado pastor protestante.
Le parece á V. mentira que haya quien pierda el tiempo discutiendo sobre condiciones de una res ó la maestría de un lidiador, y no se lo parece que haya quien asista un día y otro día, y un año y otro, al salón de conferencias á decir y á escuchar las mismas vulgaridades é insensateces en perjuicio de sí mismo y de la patria. Más impertinentes que las discusiones taurinas son casi todos los discursos y conferencias pronunciados en Liceos, Academias y Sociedades, con tanto encomio ensalzados por sus autores en la prensa. Usted lo sabe mejor que yo y lo deplora conmigo.
Asimismo se queja V. de que malgasten su ingenio haciendo revistas de toros, escritores de talento y gracia. ¿Estaría mejor empleado en artículos de fondos doctrinales? ¿Acaso hacen más bien á la humanidad los que visitan Audiencias y presidios para referirnos al pormenor las ocultas miserias de los criminales y sus horribles atentados? ¿Son más dignos de estima los que se complacen en contar minuto por minuto las pulsaciones del reo condenado á muerte, y le importunan con preguntas, y anotan sus palabras y gestos, y oyen los desgarradores sollozos de la infeliz familia que va á despedirle á la capilla, y le siguen, por ultimo, al palo, y apuran ansiosos el horrible espectáculo de su muerte, para vencer después en minuciosidades de descripción á sus rivales de cuartilla y lápiz?
Esto sí, amigo mío, que es cruel, é infame y abominable de toda abominación.
Hay mucho que arreglar en nuestras costumbres antes de pensar en abolir las corridas de toros.
Otra manía de que está V. tocado, además de la novísima del furor industrial, es la de la clerofobia. De tal manera odia usted a los curas, y tan dispuesto está V. á verlos en todo lo malo del mundo, que estoy tentado á creer que, cuando le duele una muela se le mete en la cabeza la idea de que tiene el alma de un jesuita aposentada en el raigón.
¿Acaso no nos da V. á entender en su folleto que le parece un obispo la cabeza de cada toro bravo, y un industrial progresista la barriga de cada penco de plaza? ¡Y poco falta á V. para asegurar que Lagartijo y Frascuelo están subvencionados por el Vaticano para tirarse en corto y por derecho á los toros, y que todos los que asistimos al espectáculo somos unos pícaros inquisidores!
Pregunta V. muy seriamente: ¿Por qué sólo hay corridas de toros en España? ¡Qué candidez! Porque sólo en España hay toros bravos y hombres más bravos que los toros; porque sólo es dado á la gallardía, ligereza y arrojo de los españoles vencer en tales lides, iguales, por lo menos, en hermosura y grandeza á los juegos olímpicos.
¿Qué haría un extranjero de sus bases de sustanciación, de pisada más terrible que un terremoto, delante de un becerro de Miura? ¿Cómo caería el vestido airosísimo del torero en su cuerpo desgarbado?
Desengáñese V., amigo mío; á lo más que puede aspirar quien no sea de nuestra tierra, en el trasteo de una res, es á ordeñar una vaca.... suiza.
Terminaré esta carta, como la anterior, volviéndole por pasiva un cuentecito.
Con muchísima gracia cuenta V. en su folleto el referente á un orador del Ateneo, á quien, después que hubo demostrado que la música amansa a las fieras, le dijo con sorna un cacharrero: <<>>
Pues bien, amigo mío, empeñarse en escribir y predicar contra las corridas de toros, es lo mismo que ponerse á tocar un violín grande delante de España entera.
Sabe V. que le quiere su amigo, etc., etc.
III
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Encabeza V. su folletico con el siguiente magnífico soneto de nuestro amadísimo Manuel del Palacio:
UNA COGIDA.
Suena el clarín: la multitud se agita;
Ya está en el circo la asombrada fiera;
Impávido el jinete que la espera,
Su atención y su enojo solicita.
-<<¡Menos vara, morral!>>- un chusco grita.
-<<¿Se ha enamorado usted de la barrera?>>
El hombre avanza, y rápida y certera
A su encuentro la res se precipita.
Como roca del monte desgajada
Rueda el jinete, y ebria de furores
Cébase en él la fiera ensangrentada,
Mientras, ahogado el ¡ay! de sus dolores,
La imbécil muchedumbre, entusiasmada,
Repite:-<<¡Picadores! ¡Picadores!>>
Hermosísimo soneto, en verdad, como de quien es; pero prefiero este de nuestro adorado Zorrilla:
UNA PICA
Con el hirviente resoplido moja
El ronco toro la tostada arena,
La vista en el jinete, alta y serena,
Ancho espacio buscando el asta roja,
Su arranque audaz á recibir se arroja,
Pálida de valor la faz morena,
E hincha en la frente la robusta vena
El picador, á quien el tiempo enoja.
Duda la fiera, el español la llama,
Sacude el toro la enastada frente,
La tierra escarba, sopla y desparrama;
Le obliga el hombre, parte de repente,
Y herido en la cerviz húyele y brama,
Y en grito universal rompe la gente.
Si, amigo mío, prefiero el soneto de Zorrilla al de Palacio, no por mejor escrito, que ambos lo están á maravilla, sino porque el del autor de Margarita la Tornera pinta un hecho general, y el de Palacio un accidente, por fortuna poco común, del hecho mismo. Más claro; porque el uno retrata, vamos al decir, una cara más ó meno fea, y el otro tan sólo una verruga de esa misma cara. Todavía más claro (y haré una comparación fabril para halagar los nuevos gustos de V.); el soneto de Zorrilla es (á lo que lleva el afán de comparar) una fábrica en su estado normal; cada obrero se ocupa en su labor y todas las máquinas funcionan perfectamente. El soneto de Palacio es también una fábrica, pero en el momento en que estalla una caldera y vuela el techo, y se hunden los muros y quedan hechos trizas los operarios.
Pero descendiendo de las alturas del Pindo, volvamos á la prosa del folleto de V.
Mil veces se habrá V. reído, como yo, del libre pensador que, creyendo plantar una pica en Flandes, ó mejor dicho, dar un paso de gigante en el camino del progreso, en vez de poner á sus hijos nombres cristianos los bautiza con los de Pitágoras, Demófilo, Empédocles y Epaminondas, dando lugar á que sus admiradores y secuaces del vulgo pongan a los suyos los de Federación, Anarquía y Petróleo; pues en el mismo ridículo caen los pseudo-sabios que creen redimir á la patria sustituyendo con insulsas mojigangas ó procesiones históricas nuestras alegres corridas de toros.
¿Y sabe V. quiénes son los patrocinadores de estas fiestas de agua tibia? Pues los enemigos acérrimos de nuestras antiquísimas procesiones religiosas, tan castizas, tan brillantes, tan espirituales, tan conmovedoras, tan populares.
Pero los tales caballeros, habiendo oído decir que la especie humana es una, se empeñan en medir á todos los hombres por el mismo rasero. Dígales V. que, fisiológica y psicológicamente considerados, son distintos, pero muy distintos, según la raza á que pertenece, el clima en que habitan, etc., etc., y será predicar en el desierto. ¡Como que el Mefistófeles del progreso les ha metido en la calabaza la maldita idea de que es posible igualar á todos los hombres por medio del sistema Froebel, como se igualan á tijeretazo limpio los arbustos de un parterre! ¡Y vaya V. á apearlos de la burra!
De aquí el empeño que toman en hacernos pensar, sentir y obrar, ya á la francesa, ya á la turca; ora á la inglesa, ora á la alemana; de todos modos, menos a la española, sin comprender que, por muchas vueltas que dé el mundo, los alemanes seguirán siendo alemanes, los turcos turcos y los españoles españoles, por los siglos de los siglos.
Podrán variar de nombre, pero jamás de condición; es decir, que nunca serán toreros los nacidos en allende el Rhin, ni los nacidos del Pirineo abajo tendrán la mansedumbre del marido de Carlota, que se salía á pasear con ella á la luz de la luna, llevándola de una mano y dejando filosóficamente que Werther la llevase la otra.
¡Vaya V. á igualar al hombre del Norte que, como el pájaro bobo de tierra, ni sabe lo que es el fuego del sol ni el calor del alma, con el hombre de por acá, que, como la golondrina, ignora de todo punto lo que es el rigor del invierno y el frío del corazón!
Cierto, muy cierto que cualquier artesano alemán se cree todo un Alejandro el día en que se le viste de Langrave, de Burgomaestre ó de héroe de los Nibelungos y se le pasea caballero en una mula entre sus atónitos paisanos; pero cualquiera puede reducir á un mozo cruo de Lavapiés ó de las Maravillas á que se vista de rey Wamba y se vaya á dar una vueltecita por la plaza de la Cebada.
Para conseguir que nuestro pueblo dejase sus bulliciosas y alegres diversiones por otras más reflexivas y graves, fuera preciso no educarle en una institución más ó menos libre, sino darle á beber cerveza en vez de vino; hacerle tragar al día tres ó cuatro libras de carne cruda ó media arroba de aceite de foca; sangrarle semanalmente é inyectarle en las venas horchata de chufas; taparle los sentidos, dejándole fuera una oreja tan sólo por donde se le predicase la filosofía alemana; apagarle, en fin, el sol que le alumbra y anima, y ponerle dentro del pecho un pedazo de solomillo fiambre en vez del generoso corazón que le arrastras y le arrastrará siempre al amor y á la prodigalidad, á la aventura y al heroísmo.
Mientras esto no se haga, créalo V., no habrá medio de divertirlo con mojigangas y seguirá viniéndose á los toros conmigo.
¿De veras cree V. que nos hace malvados la afición a la tauromaquia, ó lo dice por asustarnos? ¡Vaya, amigo Navarrete, que no somos tan malos ni tan salvajes como V, nos pinta!
Repase V. las estadísticas criminales de los países más civilizados, y verá cómo nos ganan en brutalidad, cinismo y perfidia. Los crímenes que por lo regular se cometen en España denotan valor y son ocasionados por la exaltación de naturales pasiones. Compare V. la condición de nuestro bandido con la del inglés ó la del norte-americano.
Son muy raros entre nosotros, los que asesinan a mansalva ó premeditan inicuos atentados. Hay que tener en cuenta además que los pueblos, como los metales, sólo tienen brillante la superficie. Es una ley (y no sé si los sociólogos se han percatado de ella) que cuanto más sabia es una nación, más estúpidos son los ignorantes que en ella viven; cuanto más rico un país, más desastrada es la miseria de los pobres; y cuanto más moral en teoría un pueblo, más refinada es la perversidad de sus malvados.
Y ahí verá V. por qué nuestra patria, a quien V. denigra por no ser sabia, ni rica, ni puritana, tiene el pueblo más inteligente, menos necesitado y de mejores costumbres de Europa.
Bien sé que no estarán conformes conmigo los filosofastro del día, esos caballeros que cuando se empeñan en darnos el concepto de cuanto Dios crió, sólo nos dan clara idea del vacío de su mente.
¡Y luego suelen ser tan graves esos estoicos y tan tristes, que Catón junto á ellos pasaría por calavera, y Jeremías por gracioso!
Pues a pesar de todo esto, hay muchos que les aplauden y les imitan; y son esos pobres de espíritu que se van tras el aparato y ruido de las cosas del momento, semejantes a los niños, á quienes los días de procesión se les antoja ser curas, soldados los días de parada, y toreros los días de corrida.
Ya que hablamos de niños (no me eche V. en cara la ensalada, pisto ó pepitoria que hago en mis cartas, pues la culpa se de V., que para impugnar las corridas de toros no ha dejado títere con cabeza en el campo de las ciencias, las letras y las artes), ya que hablamos de niños, repito, me haré cargo de las frases en que achaca V. á las corridas de toros la mala educación que recibe en España.
No digo yo que se les eduquen bien, no señor, pero no echo la culpa á los toros. Y después de todo, vamos a ver, ¿qué cree V. que puede dañarles más, ver poner un puyazo, o leer un periódico redentorista, de esos que llaman barbarie al patriotismo y predican la anarquía y el amor libre? ¿Qué les hará peor impresión, ver poner unas banderillas al quiebro, ó leer una de las castas novelitas del día? ¿Qué pervertirá más, ver dar un volapié en los rubios, ó asistir á la representación de uno de esos dramas trascendentales al uso, en que los personajes, para enseñanza, sin duda, de inocentes, son presidiarios y prostitutas?
Y aquí quiero dejar apuntada otra verdad, á mi parecer sin vuelta de hoja, de la que tampoco creo que se ha hecho cargo ningún sociólogo, y es, que muchos, casi todos los tratadistas de educación de los niños, o hablaron de memoria o mintieron á sabiendas, pues ó no tuvieron hijos que poder educar, ó los hecharon como a Rousseau, á la inclusa.
Aquí tiene V. por qué sus ternuras de imaginación sólo halagaron á los célibes (en toda la extensión de esta palabra) y á aquellos filósofos que, á pesar de haberse casado casualmente con una mujer, vivieron en adulterio continuo con la utopía, y amando más a los hijos que en ésta engendraron que á los que les parió la otra señora; pero jamás llegaron a convencer á las madres, que prefirieron siempre á tales sensiblerías engañosas los arrebatos de un corazón acalorado por el amor a los hijos.
A aquellos que, no habiendo tenido prole, tomaron tan a pechos el educar la de otros, los comparo a los gallos, cuando una mano inicua les arranca los atributos de su gallardía. Los infelices, conociendo que ya no sirven para cosa de mas empuje, desde aquel punto comienzan á cloquear como las gallinas, llegan hasta á empollar los huevos de éstas, y acaban, con un ansia digna de mejor premio, por dedicarse á la educación de los hijos de los gallos verdaderos.
Y aquí doy punto y me despido de V. por hoy, asegurándole que no temo que la opinión pública, que tanto me ha favorecido otras veces elevándome más de lo que merezco, me despeñe de la modesta altura en que me ha colocado por el hecho de defender de los ataques de V. las corridas de toros.
Y si así lo hiciera, yo le diría lo que el héroe de este cuentecillo:
Érase un caballero á quien la dama de sus pensamientos, para con él solazarse, le hacía escalar las rejas de su casa. Pero el demonio, que todo lo perturba y desbarata, les enemistó un día hasta el punto de que la dama amenazase á su amante con arrojarle por el balcón; á cuyo arrebato contestó nuestro hombre con mucha cortesía: <
Dios le guarde y no se olvide de su amigo, etc. etc.
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IV
QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Antes de hacer la apología de las corridas de toros, necesitaba vindicarlas de los ataques de V.; y como éstos han sido tantos y tan furibundos, me he alargado refutándolos, con descontento de los taurófilos, que á tantas retóricas hubieran preferido animadas pinturas de cuadros taurinos.
Pero todo se andará, Dios mediante, si yo no me canso de escribir cartas, El Imparcial de publicarlas y el publico (ésta es la más negra) de leerlas.
Comenzaré ésta acusando á V. de una falta de lesa literatura que ha cometido en su folleto, haciendo decir al autor de Las ruinas de Itálica este despropósito:
¿Dónde, pues, fieras ¡ay! está el desnudo luchador?
Cuando lo que dijo fue:
¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo luchador?
Huelgan, pues, los comentarios que hace V. sobre la crueldad del alma del autor de estos versos, por V. tan sin motivo maltratados como las lides taurinas.
Para probar la inmortalidad de nuestra fiesta, se ampara V. con Byron. ¡A buen santo ha ido V. á encomendarse! ¡Pobre de V. si no tiene otro mejor en su calendario! Fue Byron, sin duda alguna, un gran poeta, el más grande de su siglo; pero en cuestiones de moral estuvo siempre por bajo, créalo usted, del último de los monos sabios. Éstos, como usted dice, apalean los caballos y les pinchan las tripas, pero no reniegan cínicamente, como el sublime bardo inglés, de su familia, de su patria y de su Dios.
Como al impugnar la tauromaquia echó V. por mal camino, todo se le vuelve tropezar; así no e extraño que pretenda poner en solfa estas frases de Pedro Romero:
<
<
No cabe mayor rebajamiento, dice V., de la idea del honor, ni más grandes atrocidades en materia de lecciones.
No son estas frases, digo yo, las de un hombre rústico y cruel, sino las de un hombre de corazón y de talento. Mude V. en ellas las palabras con que nombra á la fiera por la de enemigo, y busque párrafos más enérgicos, concisos y viriles en Tucídides, Jenofonte, César, Salustio ó Tácito.
Tras este pecado de mal gusto, da V. en otro de candidez supina, proponiendo en serio á Lagartijo que se corte la coleta en aras del progreso y se dedique á la refinación del aceite de oliva. ¡Cristo nos valga! ¿Qué diría V. si Lagartijo aconsejase, en cambio, á los militares que, abandonando las espadas por ser un instrumento de muerte, se dedicasen, en pro de la industria, á empollar artificialmente huevos de pava?
En lo que si tiene V. muchísima razón, amigo mío, es en deplorar que los ilustres miembros de las nobilísimas corporaciones populares presidan tales fiestas. Piden una gollería los aficionados que unir quieren al regocijo que les produce la lidia el de agasajar con cariñosos apóstrofes á un concejal.
¡Como si los concejales, por el mero hecho de serlo, estuviesen obligados, cual afirma un amigo nuestro, á exhibirse en el palco de los triunfos! Yo, con V., creo firmemente que los concejales están de sobra en la plaza, y á veces en el mismo ayuntamiento.
Me parece que fue á V. á quien oí decir una vez que la bondad de los hombres y de las cosas se aprecia mejor por las diatribas de sus enemigos que por las alabanzas de sus aficionados. Conforme con esta teoría, voy a defenderlas corridas de toros clasificando y pintando á sus principales detractores.
No necesito repetir que V. es para mí siempre, no el taurófobo, sino el amigo estimadísimo el incomparable autor de María de los ángeles, el hombre, en fin, de buen gusto y gracia que, sin poderlo remediar, ha dado un tropezón, ó mejor dicho, una caída en el camino de la Plaza de Toros.
Hecha esta salvedad, clasifiquemos á los taurófobos. Hagámoslo en un cuadro:
CLASES. GÉNEROS. ESPECIES.
__________________ ____________________ ___________________
Políticos.
Literarios.
Chimborazos Administrativos.
Científicos.
Y Filosóficos.
Taurófobos
Sensibles.
Frígilis Melancólicos.
Y Mansos.
Caracteres generales de los Taurófobos Chimborazos. A los apuntados en nuestra segunda carta, á la cual remitimos al lector, añadiremos los siguientes: fisonomía inmóvil, voz hueca, movimientos trabajosos, ropa mal cortada, ciencia infusa, amor desenfrenado al progreso, desprecio por las cosas ligeras, letras y artes; afición á las serias y útiles, tráfico, política, metafísica, mecánica, administración y agricultura ideal.
Los Chimborazos de la primera especie, ó sean los políticos, se distinguen por estas cualidades. Han sido ministros ó aspiran á serlo. Hablan en público con lentitud, á gritos y dando paseos y puñetazos. Ofician el oráculo diariamente en el salón de conferencias. Si pasean por el Prado, tardan una hora en ir del palacio de Villahermosa á la Cibeles, pues de dos en dos segundos se paran para dar más fuerza á la peroración con que abruman y asombran á sus acompañantes. No escriben por lo regular nada de los muchísimo que saben, y cuando escriben algo, lo hacen tan magnético, que los que tratan de leer sus obras se quedan dormidos en la primera página y aquellos que, haciendo un esfuerzo, logran pasar de la segunda, caen enfermos de reblandecimiento cerebral, es decir, que se les vuelven calostro los sesos, como si se los majasen en un mortero. Siempre tienen alguna cosa muy grave que decir á cuantas personas conocidas se encuentran, pues las paran, las llevan aparte, y mirando con desconfianza en derredor, les hablan al oído con vivísimo interés. No pierden, por ultimo, en circunstancia alguna su gravedad ni su acento parlamentario. En el café piden un chico en grande de limón en el tono con que acusan al ministro por haber dejado cesante á un estanquero; y cuando la cocinera les pone soso el cocido, trabucándose, gritan á su mujer: <<¡Señora, que se escriban esos garbanzos!>>
Esta, que sabe historia romana por los discursos de su marido, tiene días en que se cree casada con un Cincinato; otros, los más, con un Bruto.
2ª ESPECIE.- Chimborazos literarios. No escriben poesías, novelas ni obras dramáticas, porque desprecian el género ligero. Se dedican á hacer monografías, estudios, memorias y folletos de interés ó actualidad, y sobresalen en la Prehistoria, la Numismática, la Economía y la Agricultura y Política científicas.
Los títulos que ponen á sus obras dan clara idea del mérito de sus autores. Son como estos:
Estado social de la Groenlandia antes del diluvio. (Estudio histórico, seis tomos en rústica.) Cultivo de la zanahoria en egipto; su influjo en las bellas artes. (Monografía.) Diferencias esenciales entre el 4 por 100 y el 5 por ídem. (Memoria premiada, etc, etc,) ¿Adónde vamos? (Folleto político.)
Escriben estas obras, las editan, las mandan á las librerías, no las venden (por el estado de atraso del país), y las llevan á enterrar, previo informe de las Academias, á los sótanos del Ministerio de Fomento.
3.ª ESPECIE.- Chimborazos administrativos. Hombres de bufete, llegan á echar callos en las asentaderas como ciertos cuadrumanos.
Son eminentemente concienzudos, al decir de sus amigos de la prensa. Ejemplares oficinistas, allí están en su puesto, antes de la hora marcada, siendo de ver el orden en que tienen sus mesas. Lápices, pisapapeles, plumas, balduque, todo ocupa su sitio respectivo, y ¡ay de quien los mueva!
Trabajan tan á conciencia, que echan dos meses en el estudio de un expediente, hasta que se deciden á dejar la resolución al criterio del jefe. Hácense indispensables por su seriedad, y medran y suben como la espuma. Hombres de consejo ante todo, son muy útiles para el Estado. Los Domingos y fiestas de guardar, en vez de asistir á la corrida, se juntan unos con otros y pasean por el ensanche, discutiendo sobre albañilería y calculando el número de ladrillos que se necesitan para construir una casa.
Suelen padecer de dolores de cabeza, á causa de tanto calcular.
4.ª ESPECIE.- Chimborazos científicos. Aborrecen igualmente las artes y la metafísica. Son pesimistas casi siempre, ateos y partidarios del método experimental. Aman el positivismo. Siguen la opinión del último inglés ó alemán que escribe un libro estrambótico. Hablan más que escriben, y disputan más que hablan. Como están al cabo de todo, miran con olímpico desdén á los demás mortales. Esta especie de Chimborazos es, por lo demás la que menos medra. No suele pasar del sillón de una cátedra.
5.º ESPECIE.- Chimborazos filósofos : Excepto la ropa, que la compran siempre hecha, no admiten nada de lo hecho por Dios ni por los hombres, fabricándose para uso particular un arte, una ciencia y una religión. A fuerza de ser sublimes, viven sin entender a nadie, sin entenderse a sí mismos, y sin que ninguno los entienda. Tienen resuelto todos los problemas del mundo, según dicen, pero no aciertan a hacer prácticas las soluciones, semejantes en esto al burro del gitano que leía pero no pronunciaba. Cren que los niños se embrutecen estudiando latín y moral, y quieren que se les enseñe, en cambio, para desarrollar á un tiempo su cuerpo y su alma, zapatería y metafísica, colocándolos así en aptitud de abrir tienda ó poner cátedra. No están fuertes en letras ni en bellas artes, pero sí en estética, especie de pepino zocato que ellos tan sólo se atreven á tragar, y que le mantiene en ruidosa y perpetua indigestión.
No teniendo, ni con mucho, los Frígilis, ó sean los taurófobos del segundo género, la importancia de los Chimborazos, hablaré de ellos muy someramente.
Dijimos que se dividían en estas tres especies: Sensibles, melancólicos y Mansos. Los primeros son aquellos que por no matar las pulgas se dejan chupar la sangre; los segundos los que, cual los insectos buscan la soledad, huyendo del ruido y de la luz, y los terceros los que, como los borregos, se dejan ir por donde los llevan.
Al hablar, los Sensibles hipan, los Melancólicos gruñen y los Mansos berrean. Los Sensibles andan a saltitos, tienen la sangre lechosa y la mirada húmeda; los Melancólicos andan despacio, crían mucha bilis y miran de reojo; los Mansos ajustan su paso al de los demás, tienen la sangre espesa y miran con la dulzura del ciervo herido.
Los Sensibles suelen ajustarse el talle, cuidar de sus manos y llevar flores en el ojal; los Melancólicos visten levitas talares y negras, no se limpian las uñas, y prefieren el olor del queso al de las flores; los Mansos se ponen las ropas que les echan encima, no saben qué hacer de sus manos cuando les araña su parienta, y más que un ramillete de flores les enamora un manojo de hierba de punta.
Si hallándose entre varios Frígilis les dijera usted: <
Así son, querido Navarrete, casi todos los enemigos de la corridas de toros. No se acompañe usted de ellos, por María Santísima. Abomine usted en buena hora de la afición taurina; pero sea al estilo de su más ilustre impugnador, del gran Jovellanos, quien, como hombre de talento y buen gusto, no pudo por menos que decir en su Memoria sobre las diversiones públicas:
<
Ni una palabra más por hoy, á fin de que se quede V. saboreando las hermosas frases del insigne asturiano, en vez de las descompuestas de un buen amigo, apasionado admirador, etc., etc,
___________________
V
¿Quién me había de decir, queridísimo amigo, allá en los tiempos en que tuve la dicha de conocerle, que habría de verme obligado á entrar con usted en desaforada contienda?
Pero Dios y los toros lo han querido, y preciso es conformarnos.
Siempre recordaré con alegría aquellas noches gaditanas en que juntaba V. á los aficionados á las letras en su precioso departamento de los pabellones de artillería, lleno de floridas macetas, de enjaulados pajarillos y frente á la muralla á donde venía á estrellarse, mugiendo el alborotado mar.
A pesar de mi mala memoria, no he olvidado ni un pormenor de aquellas veladas. ¡Como que en ellas, y á la palabra y con el ejemplo de usted, desperté á la vida del arte y comencé á intercalar versos en los blancos de mis olvidados libros científicos.
¡Como que al mismo tiempo estaba enamoradísimo de la hija de un jefe de V., su vecino , la cual solía asomarse á las rejas que dan a Perejil, á las horas en que precisamente pasaba yo ante ellas!
Por cierto que su señor padre nos hubo de sorprender un día en amable coloquio, causando en ella la sorpresa tal impresión, que se casó á poco con un señor machucho, y en mí tal espanto, que aun sueño á veces que veo asestado á mi enamorado pecho el espadín de aquel veterano, de cuyo nombre, como el autor del Quijote dijo, no quiero acordarme.
Por entonces escribí una oda (la primera) larga, muy larga, y más mala que larga todavía, en que ponía como chupa de dómine a los pícaros alemanes que se iban entrando en los pueblos franceses como Pedro por su casa. Usted, que siempre ha pecado de bondadoso, tuvo la debilidad de entusiasmarse con ella y remitirla á un periódico de esta corte, que fue como echarla en un pozo, pues se perdió para in eternum. ¡El Señor la tenga en su santa gloria y no permita su resurrección!
Subíme a mayores, y otro día, tomando por cierto unas copas del riquísimo amontillado con que obsequiaba á V. cierto cosechero jerezano, tuve la avilantez de leerle una comedia, la única que he escrito en mi vida; V. la oyó con paciencia, y me alentó como de costumbre, pero no logró salvarla de mis instintos inquisitoriales, y murió quemada la pobrecita, virgen y tierna, tal como acababa de malparirla.
Pero los días de fiesta para mí eran aquellos en que V. me leía algunas obras ó me hablaba de las que pensaba escribir. Oíale yo con tanta boca abierta y bailando como azogado en mi silla, tal me ponía los nervios el entusiasmo, y luego me iba á mi casa de huéspedes de la calle de Virgili á pasar la noche insomne, perdida la cabeza en tal batiborrillo de poemas, novelas y dramas, que no sé cómo no se me fue el poco seso que tenía.
Lo cierto es que nos hicimos muy amigos, y eso que ya era V. un escritor de nota y un señor comandante, y yo tan sólo un estudiantillo desparpajado, sin pelo de barba ni asidero por donde poder atarme.
Traigo estos recuerdos a la memoria, amigo D. Pepe, para convencerle, si acaso lo necesita, de que por encima de todos los toros y toreros del mundo están el cariño y la admiración que por usted siento.
¿Cómo había yo pues, de incluir á V., como dice, en el catálogo de los cursis y chimborazos, si ha tenido siempre buen gusto de no ser progresista, ni orador de meeting, ni miembro de sociedades filantrópicas, ni mucho menos concejal?
Lo que sí deploro es que se una V. á muchos de ellos y use de sus argumentos para combatir las corridas de toros.
Por cierto que pretende V. volver la tortilla de la cursilería (así la llamábamos en Cádiz) dando á entender que también caen en ese feo pecado los señoritos que se las quieren dar de macarenos siendo unos catatisanas.
Esa no va conmigo, como no iba con V. mi acusación.
Nosotros no podemos ser cursis en ese sentido, amigo D. José. Porque, ¿quién de nosotros no ha mancornado ó ayudado á mancornar un choto en un herradero? ¿Quién de nosotros no ha asistido a un acoso ó á una tienta y no echado mano á una manta para dar un lance? Nos han salido los dientes asistiendo á esas faenas ó á esos sports, como V. quiera llamarles.
Más veces que los pelos tengo en la cabeza, y no soy calvo á Dios gracias, me he encontrado, en los montes colindantes con los de mi pueblo, con las toradas de la viuda de Varela, de Castrillón y de Schely; y no un año todavía, un famoso ganadero andaluz, deudo mío me metió á caballo en el cerrado de sus toros, donde los voceamos y corrimos, y echando después pié á tierra, batimos el monte matando conejos y perdices, y dando lugar, con los estampidos de nuestras armas, á que el ganado se avispase, se corriese el llano y armase una de bramidos que era para ponerle los pelos de punta al mismo Cid Campeador. Y le cuento esto, no para dármela de guapo, que lo mismo habrá hecho V. y hacemos todos en nuestra tierra, sino para dejar sentado que antes de ver los toros desde la barrera he tenido el honor muchas veces de visitarlos en su propia casa.
Entendámonos ahora sobre mi pasajera enemiga al toreo.
Ha de saber V. que así como los niños casi forzosamente pasan el sarampión, los jóvenes, cuanto más leídos mejor, suelen contraer, de los veinte á los veinticinco, cierta enfermedad de la cabeza, de la que algunos sanan, y los más se quedad para toda la vida tontos de remates. Esta enfermedad pudiera muy bien llamarse pamplinitis, y reviste muchas formas, todas muy graves. El joven atacado de ella se cree venido al mundo para ser un Solón, un César, un Demóstones, un Washington, un San Francisco de Asís ó un Lutero; siempre un ser superiorísimo, capaz de remover el universo, y hace el pobrete todo lo posible por imitar al tipo amado, hasta que los palos que le da el mundo le vuelven á la razón ó le vacían del todo la mollera.
No recuerdo yo bien la forma que tomó en mi ese sarampión del espíritu; pero debió de ser la del progreso, á juzgar por los síntomas. Lo que sí recuerdo es que estuve por espacio de dos ó tres años muy malito, como que no vi en ellos una corrida, y que recobré la salud cuando, como ya dije, me habló Dios al alma gritándome: <<¡Pepe no seas cursi!>>
Arrima V. demasiado el ascua á su sardina, mi Sr. D. José, al empeñarse en no ver otros cuadros en la lidia que el del picador hecho tortilla, el del toro huído, el del arreador mete-estopas y el del rocín desmondongado.
Parece que está V. viendo un drama entre bambalinas, cuando el actor que hace de Cid y acaba de asegurar que luchó en Zamora con quince y á los quince venció, se encuentra en los bastidores con su mujer que, llamándole mandria y borracho, le araña y pellizca; ó bien cuando la señora que hace de casta y hermosa Virginia se vuelve, trasudada y más fea que Picio, va á su cuarto á fumarse un pitillo con su querendón.
Y porque esto les pudiera pasar á algunos comediantes, ¿habríamos de abominar del teatro y de los autores de la Jura en Santa Gadea y de Virginia?
Afirma V. que el traje del torero es ridículo. ¡Sea todo por Dios, que le han vuelto á V. la vista del revés! ¿Son más artísticos nuestros pantalones, mas airosas nuestras levitas? Y si la moña torera le parece repugnante por tener algo de femenino, ¿qué no debe parecerle nuestro clásico sombrero de copa-alta, que á cada paso nos recuerda un mueble, llamémosle así, de inexcusable servicio?
Pero venga V. acá; ¿cómo quiere V. que tengan fuerza sus argumentos contra el toreo, si al lado les pone este bellísimo cuadro?
<
>>Otra multitud se paseaba por los alrededores de las cuatro esquinas de la calle Larga, donde estaba el despacho de billetes. Una música militar, venida de Cádiz, tocaba frente á la confitería de la campana el
¡Ay, ay, ay,
que á mí me gustan los medios vasos.....
>>A las tres y media quedábanse desiertos el paseo, las tiendas de montañés y la fonda, é interminables hileras de almas iban para la corrida por las aceras de las calles de Palacio y de Luna, inundaban la plaza de la iglesia, concluían fomando una masa compacta, una columna inmensa en la calle de Santa Lucía, y continuaba hasta el circo entre las filas de puestos de abanicos de calaña que alternaban con las espuertas de avellanas, cuyos tíos desgañitábanse gritando: <<¡A dos reales la grande y á probarlas!>>
>>Las muchachas del barrio, con los rodetes llenos de suspiros y de mosquetas, manos bonitos que sus caras, se asomaban á las ventanas y á los balcones para ver pasar aquella procesión, á que servían de pasos de trecho en trecho, un picador con un amigo feliz á las ancas, la carretela que conducía á los matadores, la calesa donde iban tres banderilleros, sentado uno en las piernas de otros dos, y un juego de mulillas formado por las mejores jacas de Señó Canelo, empavesadas con banderas, moños y cacabeles.>>
¡Olé por la sangre torera de D. José Navarrete! Sí, señor, sangre torera tiene V.; que de lo contrario no podría pintar con requetantísima gracia el cuadro de ¡A los toros, á los toros!
Pero hombre de Dios, ¿no sospechó V., al pintarlo, que á los aficionados y á los que no lo son se les iba á hacer la boca agua y á entrarles una comezón de ir á la plaza, capaz de volverles tarumbas? ¿Y cómo no? ¿Acaso no es digno ese cuadro de que se despueble el mundo entero por ir á gozarlo? ¿Dónde esta el pacato que lo pospone á las mojigangas, cucañas y fuegos de artificio?.
¡Y eso que se ha dejado V. sin pintar la mitad del lienzo! ¡ Ay, maestro si yo tuviese la pluma y la sangre torera de V.!
Pero venga V. acá; no se quede á la puerta; entre conmigo a la plaza. ¡Que animación, qué bullicio, qué alegría! Pasemos a nuestro asiento de valla, para ver la lidia desde cerca. Quizás algún chulo conocido nos tire su capote de paseo al cajón, donde lo tenderemos á modo de colgadura para darnos pisto.
¡Cuán llenos están los palcos de mujeres bonitas! Allí la gaditana de tez pálida, mirada habladora, sonrisa celeste y cintura y pie de bayadera, sorbiéndole los sesos á un inglés, extractor de vinos, que, por agradar á su adorada prenda, ha dejado el monóculo, su sombrero con crespón blanco y su levisac, por el bastón de estoque, la camisa de chorreras, el calañés con barbuquejo y la chaquetilla de alamares; y allá la jerezana de ojos como luceros, rosada tez, copiosa cabellera y abundante seno, entre dos de sus paisanos, gran garrochista el uno, de patillas achuletadas, marsellés y hongo pavero, y el otro, aunque más negro que un chorizo, dándosela de inglés con sus lentes, levita abotonada y castora blanca.
Aquellas que unen en peregrino consorcio la hermosura y gracia de las de Cádiz y Jerez , son las de los Puertos y la Isla, más saladas que los riquísimos esteros donde vinieron al mundo. Junto á ellas hállanse las linajudas de Las Cabezas y las tarifeñas y vejeriegas de tipo africano, con aquellas que brotaron como encendidas amapolas y blancas margaritas, entre los trigales de Utrera y Lebrija, las olivas de Morón y los viñedos de Sanlúcar; todas vestidas de vivísimos colores y luciendo la airosa mantilla, llena de jazmines, claveles y rosas, dando envidia con su voz á los ruiseñores y avergonzando al sol con la luz de sus ojos.
Pues ¿y los tendidos? Con el señorío masculino de todos los pueblos de veinte leguas á la redonda, se confunden el marchante de Arcos, el arriero de Conil, el vendedor de peros y camuesas de Ronda, el calesero de Chiclana, el hortelano de vejer, el alfarero de Medina, el calafate de la Carraca, y mil y mil tipos más vestidos de mil colores y modos diversos; éste calzando el botín acairelado, aquél, ceñido á la cintura el arco iris en forma de faja; todos hablando á un tiempo y riendo y asaeteándose á chistes; uniéndose á tal barahunda el estrépito de las músicas, el acompasado golpear de los bastones y los gritos de los que pregonan, agua con anises, avellanas y garbanzos tostaos, cañaillas ó bocas y almendraos de canela.
¿Pero que aplauso es ése? ¡Ah; que sale la cuadrilla! ¿Dónde ha visto V. gente de más garbo y gentileza, ni más lujosa y bellamente ataviada? ¡Qué gallardía en el andar! Como que son hijos y hermanos de los infantes de Breda y Pavía y de los cazadores de África.
Sale la fiera. Parece de terciopelo, por su finura y brillo, su pie azabachada, y no se comprende cómo estando atocinada puede sostenerse sobre remos tan finos y vencer al viento en ligereza. Un hombre se va á ella armado de una vara; el toro al verle le arremete, se juntan. ¡Jesús!...No es nada, hombre, es que Chicorro ha dado el salto de la garrocha. ¡Con cuánta precisión, limpieza y gracia pasó por encima de la res! Pero ésta no para de correr, ni se percata de que hay hombres y caballos en el ruedo. ¿Quién será capaz de detenerla?
Con mesurado paso se dirige á ella señó Manuel Domínguez, ábrele el capote, y en un palmo de terreno le da una verónica y otra, y dos ó tres navarras que la dejan como clavada á diez pasos de las tablas. Ya ha tomado tres varas de Trigo y los Calderones; uno de éstos cae al descubierto; tápese V. los ojos; pero no, no hay cuidado; Bocanegra, mientras otro chulo cubre con el capote al picador, agarra por la cola al toro y se lo lleva dando vueltas á los medios, donde soltándose se queda ante él cruzado de brazos á media vara de los cuernos
¡Que cuadro! Pero no es el que le sigue menos bello. Las banderillas en una mano y en la otra una silla, vase á los medios el Gordito, y cuando el toro mira, da hacia él unos pasos, siéntase en la silla, crúzase de piernas y lo llama y espera su embestida. El animal, asombrado quizás de tanta audacia, permanece quieto, y el torero se le acerca poco á poco, tirando con una mano y por entre las piernas del asiento de la silla, y le vuelve á citar; engállase entonces la fiera, parte hacia él como el huracán, y llega á la silla la voltea y desbarata en el instante en que, rápido como el rayo, el torero quiebra de cintura, se sale de la cabeza, da frente al costado de la fiera y le clava los rehiletes en lo más empinado del morrillo.
Pero hay más: Domínguez, después de brindar y de mandar al estribo á la cuadrilla, se adelanta al toro hasta desplegarle la muleta en la cara, se cambia cuando lo embiste, le pasa al natural, se lo hecha fuera con un ceñido pase de pecho al revolvérsele, y después de darle otro redondo, llevándole el trapo pegado siempre al hocico, cuádrase la fiera. Imítale el matador, se perfila, lía el trapo, mete el pie, cita al toro, lo espera clavado en tierra, y lo echa á rodar cuando se arranca, de una estocada por todo lo alto.
¡Qué bullicio! ¡qué entusiasmo! ¡qué locura!-¿Usted también se entusiasma y tira el hongo al ruedo? ¡Bien decía yo que tenía V. sangre torera!
Ahora, mientras las jacas del señó Canelo arrastran los potros y el toro muertos, subamos al palco de aquellas señoritas que nos brindan con unas copas de manzanilla. Así podremos decirles que...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . .
¿Qué no va V. por no perder la salida del segundo toro? Yo tampoco quisiera perderla; pero... En fin, aguarde V. un poco, que pronto volverá su amigo, etc., etc.
VI
Mil y mil perdones, amigo mío, por haberle dejado solo en la barreara el otro día; pero á bien que estaba V. rodeado de gente que no le dejaría aburrirse, aunque esoy seguro que V. ., haciendo de ella caso omiso, no apartó los ojos del redondel en toda la tarde. ¿Qué corrida, eh? ¡Sin duda le reconcilió á V. con los toros!
Pero, por si acaso no ha sucedido así, voy en esta mi última carta á procurar una vez más hacerle amigo de nuestra fiesta nacional.
Si yo estuviera algo tocado de la chimboracia, haría tan en serio, ó tan en pavo, la defensa de las corridas, como los Chimborazos su impugnación; pero á Dios gracias, me encuentro libre de tan funesta enfermedad. A ingenios más perspicuos dejo la difícil tarea de probar por medio de las matemáticas, las ciencias naturales, la filosofía, la estadística y la economía política, la conveniencia de fomentar la lidia de reses bravas. No alcanza mi talento á tanto, ni mucho menos mi sabiduría.
Cursi fuera también, Sr. D. José, el sacar á colación á los boxeadores; á los descoyuntados, funámbulos, gimnastas y domesticadores de los circos; á los que se entretienen en hacer combatir perros con gatos, y gatos y perros con ratas; á los cazadores de zorras á latigazos; á los fomentadores de las corridas de caballos, y á mil y mil más seres humanos que se divierten reventándose ó viendo cómo se revienta el prójimo.
No hago el parangón de esos caballeros con nuestros lidiadores, porque además de ser asunto gastado y cursi, á nadie que tenga un rayo de luz siquiera en el magín se le oculta que un torero vale mil millones de veces más, por lo valiente, y por lo bello del arte que ejerce, que todos cuantos procuran divertir á la humanidad ó asombrarla con maravillas de valor y arte, de gracia y ligereza.
Luego, que nada conseguiría con empuñar la trompa épica. Los Chimborazos son tan duros de oído como de mollera, y soplaría en balde. Fuera como querer persuadirle de que las trufas son más sabrosas y aromáticas que las patatas, el vino de Jerez superior á la tinta de Valdepeñas, la mujer de su casa más mujer que la doctora, las levitas hechas por Pedraza más elegantes que las de la calle de la Cruz, y España, por último, mejor que todos los países de la tierra, los Estados Unidos inclusive
¡Dice V. que el andaluz no es aficionado á toros! Jesús, hombre, ¿de donde ha sacado V. tamaño dislate? En lo que tiene V. razón es en afirmar que las corridas son en aquella tierra más alegres que en Madrid. Aquí les ha dado á los inteligentes por el toreo que llaman serio, y quieren convertir a los lidiadores en estatuas delante de la fiera. Y ni aun trocados en marmolitos conseguirían agradarles del todo. Apenas el lidiador mueve un pie, le llaman zaragatero, y le encajan el despreciativo mote de cabra á todo toro boyante y claro, aunque sea más bravo que la madre que le parió. Sí, señor, en Madrid gustan ahora los toros de sentido, es decir, los cobardes de mala sangre que huyen hasta de su sombra y sólo embisten cuando tienen la seguridad de coger. Pero esta moda pasará pronto, y para mí tengo que huirá con el estoicismo de la filosofía Kraussista, á la que debemos echar la culpa de haber puesto el toreo serio y los toros recelosos en los cuernos de la luna.
Casualmente por este y otro descarrío del gusto no se alza Madrid con el santo y la seña en cuestión de toros y va siempre á la zaga de Andalucía , patria de todos, absolutamente de todos los verdaderos maestros y creadores de suertes taurinas.
Las corridas de toros del Puerto estuvieron tan en auge tiempos atrás, porque en la Isla no había plaza como hoy, ni tampoco en Algeciras, y las de Cádiz y Jerez estaban por los suelos. Toda la provincia, pues, se despoblaba para ir á ver los toros del Puerto. Si hoy no sucede así, no se debe á que la afición va á menos, sino antes al contrario, á que en vez de tres corridas ó cuatro por año en el Puerto, se verifican cincuenta en las poblaciones limítrofes.
Convengo con V. en que la suerte de pica, tal como hoy se ejecuta, es de mal ver, y hago votos por que se dé con la manera de evitar la muerte del caballo. Ya ve V. si soy condescendiente. Quizás se pudiera remediar algo esto picando á caballo levantado; pero fuera menester que los picadores no tuvieran el brazo derecho de mantequilla y rigieran con el izquierdo una buena jaca en vez de un mal rocín. Este es el único flaco de las corridas de toros.
Ahora pudiera también hacer paralelos entre el caballos despanzurrado y el perro muerto por la autoridad con estricnina en medio del arroyo; el aporreado penco del coche de alquiler, y los mil y mil animalitos más que padecen persecución por nuestra injusticia; pero tampoco quiero echar mano de tan gastados argumentos.
Sí diré que es muy relativa y convencional la ternura de corazón de los protectores de bichos y hierbas. Se compadecen del toro, del caballo, de la rosa, hasta derramar lágrimas, y matan con fruición las perdices y las alondras y se las comen después; declaran la guerra á las industriosas hormigas; arrancan la verde grama y el artístico cardo de los campos; enseñan al galgo á coger liebres, y crían gatos para matar ratones.
No es el amor ¡oh desencanto! Lo que les mueve; es el egoísmo. Yo, por mi parte, estoy dispuesto á llorar ante el cadáver del caballo de plaza, en cuanto vea que los señores protectores no se dan de bofetadas para matarse las moscas, ni se revuelven contra las chinches, ni comen más que tierra, por no retorcer el cuello de un ave, ni deshojar una lechuga.
No conozco á ese Sr. D. Jerónimo de quien usted me habla, pero debe de ser muy echado para adelante, según se expresa. Como no tengo sus ánimos ni mucho menos, no me hago su compinche ni amparador. En esto de toros no me caso con nadie, sino con mi gusto. Lo mismo me pasa en literatura y en todo. Soy tan extravagante, que me suelen parecer perversos los más de los poetas políticos y sabios aplaudidos, mientras me congratulo á mis solas con muchos de los olvidados. Por cierto que sé de buena tinta que á V. le pasa lo mismo.
No quiero volver á lo de Felipe II, Cortés Las Casas y Carlos V, ¡Dios los tenga en su santa gloria, y á nosotros, no nos olvide! A V. le consta, aunque lo niegue, que no los saqué á colación en balde.
¡Pero, mi Sr. D. José, cuán desacertado está al buscar argumentos contra nuestra fiesta! ¡Cuán contraproducente le suele resultar! Por ejemplo, dice V. que, cuando surgió el conflicto de las Carolinas, las plazas de toros quedaron desiertas porque la gente corría á entregar el dinero de las corridas en manos de los que abrieron una suscrición para hacer un buque de guerra. Y bien,¿qué prueba esto, sino que los aficionados a toros son patriotas de verdad, y más generosos de corazón que los que aguantarían una bofetada del extranjero por no exponer la pelleja, ó lo que es peor, el dinero que tienen colocado en las Cajas de ahorro ó en el Banco?
¡Ay, amigo Navarrete, los Montes de Piedad, y las fábricas, y las sociedades cooperativas, y las comodidades del lujo llevadas al grado que sueñan los Chimborazos, ahogan en el corazón todo movimiento de heroísmo y de caridad, y convierten á las Zaragozas, que por su honor lo pierden todo, hacienda y vida, en ciudades como Nancy, que se entregan a cuatro hulanos por temor de que una bomba derribe la chimenea de una fábrica, ó de que haya que sacar cuatro ochavos de la caja de ahorros para comprar pólvora y balas.
Lo de que dichas fiestas mantienen y aumentan la virilidad de nuestra raza, ni lo afirmo ni lo niego. Lo que si es seguro es que no la merman. Por cierto que en abono de esta idea, que usted achaca á nuestro Sr. D. Jerónimo, habló como ya he dicho, Jovellanos, y Rousseau se expresó de esta suerte en sus Consideraciones sobre el gobierno de Polonia:
<
Parece que Rousseau era profeta y predecía lo que había de suceder á su querida Francia al profanar el suelo español.
Vamos, amigo mío, ¿va V. á ser más duro de alma que Jovellanos, más progresivo (no quiero molestarle llamándole progresista) que Rousseau el padre de la política moderna?
No busque V. el amparo de Ortega Munilla; nuestro amigo querido escribe hoy desde San Sebastián, con el pseudónimo de Cucharabias, revista de toros, y dice ante su propia firma que está seguro de que dentro de unos años habrá corridas de toros en Francia, de las que el Fígaro hará las reseñas. En cuanto á los ingeniosísimos Palacio y Cavia, no habrá quien les saque del alma la afición ni á tres tirones.
Mucho más tengo que decirle, pero aguardo á que se venda la edición de este folleto, para hacer la segunda corregida y aumentada.
Como es V. aficionado á versos, y los míos, aunque malos, no le desplacen, allá van éstos en que procuro pintar una fiesta taurina, allá por el siglo xv.- A ver si logro convencerle en verso mejor que en prosa.
TOROS Y CAÑAS
I
Todo en la ciudad es fiesta,
regocijo y algazara,
y ecos de guzlas, clarines,
atabales y dulzainas.
Verdes juncias y romero
alfombran calles y plazas,
en terrados y alminares
hay banderas desplegadas,
y colgaduras de seda
con rapacejos, y franjas,
y bordados y divisas
engalanando las casas.
En apretados cordones
ó en tropel las gentes ganan,
luciendo vistosos trajes,
la plaza de Vivarambla,
donde moros y cristianos,
el hierro trocado en gala,
hoy con júbilo celebran
fiesta de toros y cañas.
II
Tal se llenan los andamios
que crujen bajo la carga,
y en los altos miradores,
azoteas y ventanas
ó en riquísimos estrados
de telas adamascadas,
venciendo al sol se presentan
las huríes africanas.
Cuadro de tal hermosura
jamás se ha visto en Granada,
tan famosa por el brillo
de sus torneos y zambras.
El cielo sin una nube,
templado el sol, tibia el aura,
que se impregna del aroma
de las flores y del ámbar;
en huecos y graderías
la multitud apiñada,
vestida de mil colores
que la luz aviva y cambia;
los rostros todos alegres,
las aposturas gallardas:
tal la escena, que no hay pluma
ni pincel para pintarla.
Los hombres lucen emblemas
en capellares y adargas,
en bonetes y turbantes,
en plumas, joyas y magas;
y las damas terciopelos,
y tafetanes, y gasas,
recamos de pedrería,
volantes, vivos y randas.
Aquí flotan alquiceles
guarnecidos de esmeralda,
los albornoces, las tocas
y los lazos de las bandas;
allá los ojos deslumbran
del oro el reflejo gualda,
el brillo de los diamantes
y el fulgor de las miradas.
Junto al negros de Etiopía,
el beduino de Arabia;
entre el marroquí y el turco
el moro de la Alpujarra;
al lado del sibarita
el guerrillero almogávar;
y entre libres andaluzas
hermosas griegas esclavas.
Y á tal cuadro que el sentido
suspende, deleita y pasma,
se junta el loco concierto
del aire de las sonatas,
el relincho de los potros,
el redoble de las cajas,
y requiebros, y suspiros,
y gritos y carcajadas.
III
Suena el clarín, y el concurso
como por ensalmo calla
y lleva ansioso la vista
a las brillantes escuadras,
que salen de pronto al cerco
tan lujosas y bizarras,
que hacen prorrumpir á todos
en vítores y alabanzas.
Miden y parten los jueces
el sol, el campo y las armas,
y ordénanse las cuadrillas,
y frente a frente se paran.
Rigiendo va la moruna
el arrogante Abenaya,
jinete en potro morcillo
con la crin desmelenada.
Membrudo, la tez curtida,
rubia y sedosas la barba,
apretado el entrecejo,
altanera la mirada,
abierto al desdén el labio,
y voz recia y dura el habla,
todo en el moro es firmeza,
gallardía y arrogancia.
Lleva en bonete leonado
plumas negras y moradas,
como anunciando tristeza
ó marchitas esperanzas;
capellar y toca azules
con que sus celos delata,
marlota color de sangre
que lo es también de venganza;
y en el adarga esta letra
entre hierros y guirnaldas:
He de ser correspondido
por fuerza, si no de gracia.
IV
Todos le aseguran el laureo,
que es de león su pujanza
y muy señor, aunque fiero,
de sí mismo y de las armas;
pero en la tierra andaluza
no goza de menos fama
el denodado caudillo
de la cuadrilla cristiana.
Mozo, y esbelto y forzudo,
la cabellera castaña,
trigueño, y los ojos pardos
que acarician ó amenazan,
con la sonrisa enamora,
y seduce con la gracia,
y rinde su cortesía,
y su altivez avasalla.
Viste, en señal de agasajo,
de los moros á la usanza,
pero defiende su pecho
con la cruz de Calatrava.
Verdes, porque mucho espera,
lleva el bonete y la manga,
y asimismo la marlota
de oro y piedras recamada;
el capellar amarillo
y por cifra en el adarga
un pájaro y este mote:
Tan libre como mi alma.
Más con la voz que con hierro
rige una yegua alazana,
que el jaez lleva cuajado
de campanillas de plata;
de tal sangre y tan airosa,
que si el jinete la para,
sacude la crin, relincha,
se encabrita, bufa y piafa,
y al andar, encorva el cuello,
de espuma el petral se mancha,
y en vivo tropel las manos
hasta la cincha levanta.
V
Hacen señal los clarines,
pífanos, trompas y cajas,
y veloces como el viento
se arremeten las escuadras.
Corren, huyen, se revuelven
unas con otras se traban,
y todo es polvo y estruendo,
y confusión y algazara.
Más bien que juego, parece
que se riñe una batalla,
tal ofenderse procuran
hierro haciendo de las cañas.
Con una hirió el castellano
al arrogante Abenaya,
mas no se le vio la sangre
por llevar marlota grana;
y en tanto que se repone
del golpe que le malpara,
ve descender una toca
del estrado de su dama,
y que el joven nazareno,
al correr de su alazana,
la recoge de la arena
y se la pone por banda.
Correr quisiera a vengarse;
mas gritando - ¡Aparta, aparta!
los jueces dan fin al juego
y echan un toro a la plaza.
VI
Colorado, cervigudo,
negra y agudas las astas,
fruncida y hosca la frente,
espesa la cola y larga,
finos y cortos los remos
y de fuego la mirada;
jamás vio tan brava fiera,
Guadalquivir en sus aguas.
Ligera sale, y embiste,
y atropella y desbarata;
y párase, y desafía,
y babea, y bufa, y brama.
Los cobardes se retiran,
los valientes se recatan,
el concurso se impacienta
y el toro la arena escarba.
Al ver tal, el caballero
de la cruz de Calatrava,
toma un rejón, y a la fiera
con paso sereno marcha.
Acállase el vocerío,
tiemblan medrosas las damas,
mírale el toro suspenso
y la multitud pasmada.
La fiera atrás se retira
para acrecer su pujanza,
tuerce la cola, y embiste
ciega y bufando de rabia.
Por tres veces acomete,
otras tres se ve burlada,
y rompe en un alarido
la muchedumbre otras tantas;
hasta que al fin el mancebo
el hierro agudo le clava,
quiebra el rejón, y da el toro
en la arena ensangrentada.
Ensordece el vocerío
con que celebra su hazaña:
las mujeres le saludan,
los caballeros le aclaman;
pero el mozo no desea
más premio que una mirada
de aquella hurí de los cielos
de cuya toca hizo banda.
Mas ¡ah! la ve sin sentido
en el seno de Abenaya,
que, furioso, con el puño
y la vista le amenaza.
Entonces se enciende en ira,
en vivos celos se abrasa,
palidece, ruge, ciega,
y, herida de muerte el alma,
espolea los ijares
de su yegua jerezana,
que, partiendo como un rayo,
fuera del coso le saca.
__________
¿No he logrado convencerle de la bondad de las fiestas de los toros?
Pues bien; le regalo á V. La buena moza que describo á continuación, si me confiesa que nuestra fiesta nacional es bella. Por sus buenos ojos hicieron heroicidades los caballeros del anterior romance. Aquí la tiene V.
Zaida, que al rey de Granada
en red de amor tiene preso,
á orillas del Darro habita
un alcázar tan soberbio,
que envidia la misma Alambra
sus mármoles arabescos,
esmaltes y entalladuras,
techumbres y pavimentos.
Mas si en artesones de oro,
atauriques pintorescos
y resaltadas cornisas
son ricos los aposentos,
nada igual á los jardines
que al alcázar forman cerco,
con sus fuentes de mosaicos,
kioskos y baños turquescos,
albercas y surtidores,
arriates de azulejos,
laberintos de arrayanes
y bosques de limoneros.
En una noche de estío
de esas de dulce misterio,
en que al amor y al reposo
convidan, al mismo tiempo,
del ruiseñor las querellas,
de las flores el incienso,
las miradas de los astros
y los suspiros del viento,
espera Zaida á su amante,
perdida la mente en sueños,
en un pabellón morisco
de enredaderas cubierto
________
Echada está en alcatifas
y almohadones damascenos;
lleva brial de seda jalde,
de perlas bordado el velo,
ajorcas de filigrana,
sandalias persas de cuero,
y un abanico de plumas
de pájaros del desierto.
_____________
Ya á una blanca margarita
pide nuevas de su dueño;
ya las hojas de una rosa
en su frente va rompiendo,
rosa que, con ser hermana,
tiene amarguísimos celos
del color de sus mejillas
y el aroma de su aliento.
_______________
Una red de sirgo y perlas
aprisiona sus cabellos,
que si fueran desatados
arrastraran por el suelo;
y, al mirar, abrasarían
sus rajados ojos negros,
si las sedosas pestañas
no templasen sus destellos.
Rojos y húmedos los labios
y á la sonrisa entreabiertos,
cuando los cierra, parece
que van á estallar en besos;
y si sueña con amores,
toma su mórbido seno
del ala de la paloma
el vivo estremecimiento.
________________
Tiene el candor de la niña,
de la mujer el despejo,
de una reina la arrogancia
y de heroína el denuedo.
Si la miran, se sonroja
cual brasa que aviva el viento
si la ofenden, ruge altiva
ó abruma con su desprecio;
y su corazón se mueve
á todos los sentimientos,
á los que surgen del mundo
y á los que bajan del cielo,
como junco de ribera
al que estremecen á un tiempo
la brisa que va volando
y el agua que va corriendo.
De V. es Zaida; tómela V., ya que, por llevársela, confiesa haberse equivocado en sus apreciaciones sobre las corridas de toros. Pero antes de arrebatármela para siempre, mi querido maestro, grite V. conmigo: ¡Fuera los Chimborazos! ¡Olé, por los toros! ¡Viva mi tierra!
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