QUERIDO AMIGO Y PAISANO: Encabeza V. su folletico con el siguiente magnífico soneto de nuestro amadísimo Manuel del Palacio:
UNA COGIDA.
Suena el clarín: la multitud se agita;
Ya está en el circo la asombrada fiera;
Impávido el jinete que la espera,
Su atención y su enojo solicita.
-<<¡Menos vara, morral!>>- un chusco grita.
-<<¿Se ha enamorado usted de la barrera?>>
El hombre avanza, y rápida y certera
A su encuentro la res se precipita.
Como roca del monte desgajada
Rueda el jinete, y ebria de furores
Cébase en él la fiera ensangrentada,
Mientras, ahogado el ¡ay! de sus dolores,
La imbécil muchedumbre, entusiasmada,
Repite:-<<¡Picadores! ¡Picadores!>>
Hermosísimo soneto, en verdad, como de quien es; pero prefiero este de nuestro adorado Zorrilla:
UNA PICA
Con el hirviente resoplido moja
El ronco toro la tostada arena,
La vista en el jinete, alta y serena,
Ancho espacio buscando el asta roja,
Su arranque audaz á recibir se arroja,
Pálida de valor la faz morena,
E hincha en la frente la robusta vena
El picador, á quien el tiempo enoja.
Duda la fiera, el español la llama,
Sacude el toro la enastada frente,
La tierra escarba, sopla y desparrama;
Le obliga el hombre, parte de repente,
Y herido en la cerviz húyele y brama,
Y en grito universal rompe la gente.
Si, amigo mío, prefiero el soneto de Zorrilla al de Palacio, no por mejor escrito, que ambos lo están á maravilla, sino porque el del autor de Margarita la Tornera pinta un hecho general, y el de Palacio un accidente, por fortuna poco común, del hecho mismo. Más claro; porque el uno retrata, vamos al decir, una cara más ó meno fea, y el otro tan sólo una verruga de esa misma cara. Todavía más claro (y haré una comparación fabril para halagar los nuevos gustos de V.); el soneto de Zorrilla es (á lo que lleva el afán de comparar) una fábrica en su estado normal; cada obrero se ocupa en su labor y todas las máquinas funcionan perfectamente. El soneto de Palacio es también una fábrica, pero en el momento en que estalla una caldera y vuela el techo, y se hunden los muros y quedan hechos trizas los operarios.
Pero descendiendo de las alturas del Pindo, volvamos á la prosa del folleto de V.
Mil veces se habrá V. reído, como yo, del libre pensador que, creyendo plantar una pica en Flandes, ó mejor dicho, dar un paso de gigante en el camino del progreso, en vez de poner á sus hijos nombres cristianos los bautiza con los de Pitágoras, Demófilo, Empédocles y Epaminondas, dando lugar á que sus admiradores y secuaces del vulgo pongan a los suyos los de Federación, Anarquía y Petróleo; pues en el mismo ridículo caen los pseudo-sabios que creen redimir á la patria sustituyendo con insulsas mojigangas ó procesiones históricas nuestras alegres corridas de toros.
¿Y sabe V. quiénes son los patrocinadores de estas fiestas de agua tibia? Pues los enemigos acérrimos de nuestras antiquísimas procesiones religiosas, tan castizas, tan brillantes, tan espirituales, tan conmovedoras, tan populares.
Pero los tales caballeros, habiendo oído decir que la especie humana es una, se empeñan en medir á todos los hombres por el mismo rasero. Dígales V. que, fisiológica y psicológicamente considerados, son distintos, pero muy distintos, según la raza á que pertenece, el clima en que habitan, etc., etc., y será predicar en el desierto. ¡Como que el Mefistófeles del progreso les ha metido en la calabaza la maldita idea de que es posible igualar á todos los hombres por medio del sistema Froebel, como se igualan á tijeretazo limpio los arbustos de un parterre! ¡Y vaya V. á apearlos de la burra!
De aquí el empeño que toman en hacernos pensar, sentir y obrar, ya á la francesa, ya á la turca; ora á la inglesa, ora á la alemana; de todos modos, menos a la española, sin comprender que, por muchas vueltas que dé el mundo, los alemanes seguirán siendo alemanes, los turcos turcos y los españoles españoles, por los siglos de los siglos.
Podrán variar de nombre, pero jamás de condición; es decir, que nunca serán toreros los nacidos en allende el Rhin, ni los nacidos del Pirineo abajo tendrán la mansedumbre del marido de Carlota, que se salía á pasear con ella á la luz de la luna, llevándola de una mano y dejando filosóficamente que Werther la llevase la otra.
¡Vaya V. á igualar al hombre del Norte que, como el pájaro bobo de tierra, ni sabe lo que es el fuego del sol ni el calor del alma, con el hombre de por acá, que, como la golondrina, ignora de todo punto lo que es el rigor del invierno y el frío del corazón!
Cierto, muy cierto que cualquier artesano alemán se cree todo un Alejandro el día en que se le viste de Langrave, de Burgomaestre ó de héroe de los Nibelungos y se le pasea caballero en una mula entre sus atónitos paisanos; pero cualquiera puede reducir á un mozo cruo de Lavapiés ó de las Maravillas á que se vista de rey Wamba y se vaya á dar una vueltecita por la plaza de la Cebada.
Para conseguir que nuestro pueblo dejase sus bulliciosas y alegres diversiones por otras más reflexivas y graves, fuera preciso no educarle en una institución más ó menos libre, sino darle á beber cerveza en vez de vino; hacerle tragar al día tres ó cuatro libras de carne cruda ó media arroba de aceite de foca; sangrarle semanalmente é inyectarle en las venas horchata de chufas; taparle los sentidos, dejándole fuera una oreja tan sólo por donde se le predicase la filosofía alemana; apagarle, en fin, el sol que le alumbra y anima, y ponerle dentro del pecho un pedazo de solomillo fiambre en vez del generoso corazón que le arrastras y le arrastrará siempre al amor y á la prodigalidad, á la aventura y al heroísmo.
Mientras esto no se haga, créalo V., no habrá medio de divertirlo con mojigangas y seguirá viniéndose á los toros conmigo.
¿De veras cree V. que nos hace malvados la afición a la tauromaquia, ó lo dice por asustarnos? ¡Vaya, amigo Navarrete, que no somos tan malos ni tan salvajes como V, nos pinta!
Repase V. las estadísticas criminales de los países más civilizados, y verá cómo nos ganan en brutalidad, cinismo y perfidia. Los crímenes que por lo regular se cometen en España denotan valor y son ocasionados por la exaltación de naturales pasiones. Compare V. la condición de nuestro bandido con la del inglés ó la del norte-americano.
Son muy raros entre nosotros, los que asesinan a mansalva ó premeditan inicuos atentados. Hay que tener en cuenta además que los pueblos, como los metales, sólo tienen brillante la superficie. Es una ley (y no sé si los sociólogos se han percatado de ella) que cuanto más sabia es una nación, más estúpidos son los ignorantes que en ella viven; cuanto más rico un país, más desastrada es la miseria de los pobres; y cuanto más moral en teoría un pueblo, más refinada es la perversidad de sus malvados.
Y ahí verá V. por qué nuestra patria, a quien V. denigra por no ser sabia, ni rica, ni puritana, tiene el pueblo más inteligente, menos necesitado y de mejores costumbres de Europa.
Bien sé que no estarán conformes conmigo los filosofastro del día, esos caballeros que cuando se empeñan en darnos el concepto de cuanto Dios crió, sólo nos dan clara idea del vacío de su mente.
¡Y luego suelen ser tan graves esos estoicos y tan tristes, que Catón junto á ellos pasaría por calavera, y Jeremías por gracioso!
Pues a pesar de todo esto, hay muchos que les aplauden y les imitan; y son esos pobres de espíritu que se van tras el aparato y ruido de las cosas del momento, semejantes a los niños, á quienes los días de procesión se les antoja ser curas, soldados los días de parada, y toreros los días de corrida.
Ya que hablamos de niños (no me eche V. en cara la ensalada, pisto ó pepitoria que hago en mis cartas, pues la culpa se de V., que para impugnar las corridas de toros no ha dejado títere con cabeza en el campo de las ciencias, las letras y las artes), ya que hablamos de niños, repito, me haré cargo de las frases en que achaca V. á las corridas de toros la mala educación que recibe en España.
No digo yo que se les eduquen bien, no señor, pero no echo la culpa á los toros. Y después de todo, vamos a ver, ¿qué cree V. que puede dañarles más, ver poner un puyazo, o leer un periódico redentorista, de esos que llaman barbarie al patriotismo y predican la anarquía y el amor libre? ¿Qué les hará peor impresión, ver poner unas banderillas al quiebro, ó leer una de las castas novelitas del día? ¿Qué pervertirá más, ver dar un volapié en los rubios, ó asistir á la representación de uno de esos dramas trascendentales al uso, en que los personajes, para enseñanza, sin duda, de inocentes, son presidiarios y prostitutas?
Y aquí quiero dejar apuntada otra verdad, á mi parecer sin vuelta de hoja, de la que tampoco creo que se ha hecho cargo ningún sociólogo, y es, que muchos, casi todos los tratadistas de educación de los niños, o hablaron de memoria o mintieron á sabiendas, pues ó no tuvieron hijos que poder educar, ó los hecharon como a Rousseau, á la inclusa.
Aquí tiene V. por qué sus ternuras de imaginación sólo halagaron á los célibes (en toda la extensión de esta palabra) y á aquellos filósofos que, á pesar de haberse casado casualmente con una mujer, vivieron en adulterio continuo con la utopía, y amando más a los hijos que en ésta engendraron que á los que les parió la otra señora; pero jamás llegaron a convencer á las madres, que prefirieron siempre á tales sensiblerías engañosas los arrebatos de un corazón acalorado por el amor a los hijos.
A aquellos que, no habiendo tenido prole, tomaron tan a pechos el educar la de otros, los comparo a los gallos, cuando una mano inicua les arranca los atributos de su gallardía. Los infelices, conociendo que ya no sirven para cosa de mas empuje, desde aquel punto comienzan á cloquear como las gallinas, llegan hasta á empollar los huevos de éstas, y acaban, con un ansia digna de mejor premio, por dedicarse á la educación de los hijos de los gallos verdaderos.
Y aquí doy punto y me despido de V. por hoy, asegurándole que no temo que la opinión pública, que tanto me ha favorecido otras veces elevándome más de lo que merezco, me despeñe de la modesta altura en que me ha colocado por el hecho de defender de los ataques de V. las corridas de toros.
Y si así lo hiciera, yo le diría lo que el héroe de este cuentecillo:
Éra el un caballero á quien la dama de sus pensamientos, para con él solazarse, le hacía escalar las rejas de su casa. Pero el demonio, que todo lo perturba y desbarata, les enemistó un día hasta el punto de que la dama amenazase á su amante con arrojarle por el balcón; á cuyas palabras contestó nuestro hombre con mucha cortesía: <Señora,bien puede bajar una vez por la ventana, quien tantas otras ha subido ppor ella>
José Velarde
Diario de Manila: Año XXXVIII Número 238 _ 16/10/1886
Diario de Manila: Año XXXVIII Número 238 _ 16/10/1886
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