Algún
día entre los días escribiremos la novela de Conil de la Frontera.
Será una novela fácil y difícil a un tiempo. Muy escasa de los
argumentos que gustan ahora. El mar, la vida y sus hombres. Nada más
ni nada menos. La escena, en un pueblo blanco, de arquitectura
morisca, en las cercanías del Estrecho, desde donde Andalucía ve
«la costa del moro». Y en este pueblo, un mundo sencillo, vario y
apacible. Los problemas eternos, sobreentendidos: nada de morbideces
psicológicas, ni esa labor de polilla intelectual por los entresijos
de las venas del cerebro. Sano y racial galdosianismo. Los distintos
capítulos de Conil -bueno, de nuestra novela- irán centrados por
las figuras representativas de cada época. La más antigua -cuando
el hundimiento del «Reina Regente»- será la viuda del general
Miranda... Doña Antonia. Siempre vestida de seda negra, tan
abundante en pliegues y óptimas calidades de tejidos, que al ir por
la calle, su traje, en el roce del caminar, producía siempre un
ruido acompasado y solemne. El cuello, con un tul también negro,
sostenido hasta muy alto por unas ballenillas de hueso. Y como
siempre se la veía así, uno llegaba a sospechar que estas
ballenillas correspondían a la propia anatomía, ya un tanto
tumefacta, de la empinadísima señora. Muy reverenciosa de modos y
palabras. Cabellos de un blanco amarfilado. Estirada, finísima y
dulcemente altanera, no por orgullosa condición y sí por la alta
jerarquía de su entorchada viudez. La gente chillona y descarada de
la Puerta y calle de Cádiz le llamaban siempre «la generala»,
quizá porque todo su atuendo y empaque parecía montado a toque de
corneta...
Otro capítulo -otra época-, lo
encuadran las niñas de Iriarte. Aristócratas, sobrinas de títulos
y ganaderos con leyendas de caballistas y troníos. Familia ésta -la
de Iriarte- muy prolífica en vástagos femeninos: la rama conileña
se adornaba con un coro de vírgenes rubias y morenas de nombres
deliciosos. Oliva, Rosa, Pilar, Clemencia, Regina, Pura,
Visitación... Llamar a las niñas desde el patio de columnas, entre
las aspidistras, para que bajasen a la sala estrado, porque había
visitas, o al comedor, era como recitar un poema. (Históricamente se
encuadra esta época cuando
la primera guerra europea, 1918. Fue cuando llegó a Conil la luz
eléctrica. La instaló el ingeniero militar señor Rodríguez Caso,
que también fue el ideador primigenio de la Exposición
Ibero-Americana de Sevilla).
Si los Iriarte formaban la feudal
aristocracia conileña, la pequeña burguesía recaía en la también
abundante familia de los Gómez. Origen rural el de éstos.
Honradez a prueba de sacrificios y un fortunón más que requetesano,
conseguido a perras y céntimos en el refino de junto al Arco de la
Villa. Los Gómez, ya lo apuntamos antes, eran también muy
prolíficos; pero en este caso y para que el mundo sea mundo, la
naturaleza había discurrido por la abundancia de las varonías. Un
hijo juez. Otro, boticario. Otro, labrador. Otro, aviador e
ingeniero. Y el primogénito, al frente de la tienda, mina de
todos los haberes, carreras, establecimientos y casorios... Y todos
ellos, hombres cabales y de escasas palabras.
Hubiera sido el ideal y quizás el
feliz cumplimiento de los misteriosos designios de la madre
naturaleza, que estas dos fundamentales familias conileñas se
hubieran unido y fusionado. Jamás ningún Gómez se atrevió a mirar
a una Iriarte más que con respetuoso movimiento de imprescindible
cortesía, ni nunca una Iriarte hubiera podido llamarse señora de
Gómez. (Aquí nuestra novela divagará durante dos sabrosos
capítulos sobre las castas sociales y los prejuicios lugareños.
Estos capítulos los saltarán de sopetón la gente joven, y
constituirán la delicia y el reconcomio de los que ya hayan cumplido
cincuenta años). Quizá la soldadura de esta finísima tragedia sin
palabras entre los Gómez y los Iriarte hubiese concluido en el
casamiento del hijo aviador. Y nuncios hubo de su enamoramiento por
una de las últimas vírgenes feudales. Pero el aviador, murió,
héroe, en accidente de su oficio, con poco más de veinticinco
años.. La implacable tragedia, como se ve, no es ajena a la trama de
nuestro cuento.
Habrá en la novela de Conil un
intelectual: el secretario del Juzgado. Hombre sabio, tímido y
descuidado de barbas y de frases. La durísima política
lugareña de aquellos tiempos le motivó un roce tan enconado con la
directiva del partido conservador, que se encerró en su casa y allí
pasó media vida sin ver ni ser visto por nadie. Se convirtió en
fantasma.
Y la gente de mar: la jábega, «el
arte», el duro esfuerzo peligrosísimo de la pesca de altura en
barquillas frágiles y volanderas.
En alguna publicación inglesa leímos
una vez que las playas de Conil -«Las playas de Hércules», como
decía prosopopéyicamente el secretario invisible- eran las de
arenas más finas y blancas entre todas las de Europa... Y esto
ocurre por mor de los levantes. En la bocacha del Estrecho sopla el
viento duro de tierra con tal poderío, que el enorme arenal playero
-desde el Cabo Roche al de Trafalgar-, varía de orografía
constantemente. La leve arquitectura de un caracol, o un
conglomerado de conchillas enredadas en las púas de alguna seca
estrella de mar, son apeos suficientes para levantar enormes cerros
de arena, alisados por el viento, como las dunas africanas. El río
Salado que por allí desagua, varía de embocadura en cada
levantazo.
Bartolote, el viejo, fue el último
lobo de mar en aquellos abiertos litorales. Nos honró con su
confianza y le acompañamos más de una vez en «La Joven Pepita»
hasta el «Bajo de las Aceiteras». Son estos unos roquedales
agudísimos que corren en varias millas, muy adentrados y paralelos
de la costa conileña. Los picachos altos casi afloran a pocos
metros del nivel de las aguas. En los días serenos, cuando la
bajamar, se les ve maravillosamente. Grises, en lajas
verticales, abruptos como una informe muralla sumergida en las
tenebrosas honduras atlánticas... Allí volteó el «Reina Regente».
No se salvó una rata. Allí se hunden o encallan muchísimas
embarcaciones. Bartolote contaba y no acababa de sus terribles
excursiones nocturnas, arriesgadísimas, por dentro de los barcos
hundidos o varados al tumbo. Este sitio se señala en las cartas de
navegar con los colores más aciagos. Una vez encalló un barco
japonés. Quedó partido en dos pedazos. Abandonaron la carga. Todo
Conil estuvo vestido dos años de kimonos de seda vistosísimos. Los
veraneantes, cuando arribaban allí, se creían en un pueblo del
Extremo Oriente.
En el cementerio de Conil reposan los
restos de un gran poeta romántico: José Velarde, hijo de la villa.
Y junto al cementerio está «La Chanca», histórica institución
almadrabera. La dibujó Hoefnague. «Por atún y a ver al Duque».
Hoy «La Chanca» también ha ingresado en el patrimonio de los
Gómez.
El Conil de última hora -cómo no-
lo define la fundación de dos equipos de fútbol: el Conil F.C. y el
Virtudes Balompié. Contienden con los de Chiclana, Medina Sidonia,
Tarifa... Juegan sobre el colchón de la playa, con pesadísima
arena hasta cerca de las rodillas, y con levantes de más de noventa
kilómetros en algunas rachas... Se tira el boleón hacia Algeciras y
el viento lleva la pelota a Cádiz. El balón cae desde las nubes y
no bota. Aquello no será mismamente jugar al fútbol. Pero hay
fuerza, sudor y reaños para luchar contra los elementos. Los equipos
de Fascina y Benalup tienen fama de broncos... ¡Cómo serán, Dios
mío!
Y para que en nuestra novela no falte
de nada, como corresponde a un pueblo de tan completa entidad, habrá
en ella dos tontos. Marcialillo, mocoso y pegadizo, descalzo siempre,
aunque lleva más de treinta años pidiendo un duro para unas
alpargatas... Y Maricuela, sucia y desgreñada, que dice que tiene de
nacimiento un cuartel pintado en la barriga. Y cuando los mozos le
dicen que lo enseñe, huye en respingos oblicuos, como una cabra, y
da unos grititos de loca que se clavan en el cerebro de todo el que
los escucha.
«Lejos y en la mano»
Joaquín Romero Murube
1959
P.D. José Velarde está enterrado en el cementerio de la Almudena Madrid
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