sábado, 15 de diciembre de 2012

Conil visto por Romero Murube 1959

Algún día entre los días escribiremos la novela de Conil de la Frontera. Será una novela fácil y difícil a un tiempo. Muy escasa de los argumentos que gustan ahora. El mar, la vida y sus hombres. Nada más ni nada menos. La escena, en un pueblo blanco, de arquitectura morisca, en las cercanías del Estrecho, desde donde Andalucía ve «la costa del moro». Y en este pueblo, un mundo sencillo, vario y apacible. Los problemas eternos, sobreentendidos: nada de morbideces psicológicas, ni esa labor de polilla intelectual por los entresijos de las venas del cerebro. Sano y racial galdosianismo. Los distintos capítulos de Conil -bueno, de nuestra novela- irán centrados por las figuras representativas de cada época. La más antigua -cuando el hundimiento del «Reina Regente»- será la viuda del general Miranda... Doña Antonia. Siempre vesti­da de seda negra, tan abundante en pliegues y óptimas calidades de tejidos, que al ir por la calle, su traje, en el roce del caminar, producía siempre un ruido acompasado y solemne. El cuello, con un tul también negro, sostenido has­ta muy alto por unas ballenillas de hueso. Y como siempre se la veía así, uno llegaba a sospechar que estas ballenillas correspondían a la propia anatomía, ya un tanto tumefacta, de la empinadísima señora. Muy reverenciosa de modos y palabras. Cabellos de un blanco amarfilado. Estirada, finísima y dulcemente altanera, no por orgullosa condición y sí por la alta jerarquía de su entorchada viudez. La gente chillona y descarada de la Puerta y calle de Cádiz le llamaban siempre «la generala», quizá porque todo su atuendo y empaque parecía montado a toque de corneta...
Otro capítulo -otra época-, lo encuadran las niñas de Iriarte. Aristócratas, sobrinas de títulos y ganaderos con leyendas de caballistas y troníos. Familia ésta -la de Iriarte- muy prolífica en vástagos femeninos: la rama conileña se adornaba con un coro de vírgenes rubias y morenas de nombres deliciosos. Oliva, Rosa, Pilar, Clemencia, Re­gina, Pura, Visitación... Llamar a las niñas desde el patio de columnas, entre las aspidistras, para que bajasen a la sala estrado, porque había visitas, o al comedor, era como recitar un poema. (Históricamente se encuadra esta épo­ca cuando la primera guerra europea, 1918. Fue cuando llegó a Conil la luz eléctrica. La instaló el ingeniero militar señor Rodríguez Caso, que también fue el ideador primigenio de la Exposición Ibero-Americana de Sevilla).
Si los Iriarte formaban la feudal aristocracia conileña, la pequeña burguesía recaía en la también abundante fa­milia de los Gómez. Origen rural el de éstos. Honradez a prueba de sacrificios y un fortunón más que requetesano, conseguido a perras y céntimos en el refino de junto al Arco de la Villa. Los Gómez, ya lo apuntamos antes, eran también muy prolíficos; pero en este caso y para que el mundo sea mundo, la naturaleza había discurrido por la abundancia de las varonías. Un hijo juez. Otro, boticario. Otro, labrador. Otro, aviador e ingeniero. Y el primogé­nito, al frente de la tienda, mina de todos los haberes, carreras, establecimientos y casorios... Y todos ellos, hom­bres cabales y de escasas palabras.
Hubiera sido el ideal y quizás el feliz cumplimiento de los misteriosos designios de la madre naturaleza, que estas dos fundamentales familias conileñas se hubieran unido y fusionado. Jamás ningún Gómez se atrevió a mirar a una Iriarte más que con respetuoso movimiento de imprescindible cortesía, ni nunca una Iriarte hubiera podido llamarse señora de Gómez. (Aquí nuestra novela divagará durante dos sabrosos capítulos sobre las castas sociales y los prejuicios lugareños. Estos capítulos los saltarán de sopetón la gente joven, y constituirán la delicia y el reconcomio de los que ya hayan cumplido cincuenta años). Quizá la soldadura de esta finísima tragedia sin palabras entre los Gómez y los Iriarte hubiese concluido en el casamiento del hijo aviador. Y nuncios hubo de su enamoramiento por una de las últimas vírgenes feudales. Pero el aviador, murió, héroe, en accidente de su oficio, con poco más de vein­ticinco años.. La implacable tragedia, como se ve, no es ajena a la trama de nuestro cuento.
Habrá en la novela de Conil un intelectual: el secretario del Juzgado. Hombre sabio, tímido y descuidado de bar­bas y de frases. La durísima política lugareña de aquellos tiempos le motivó un roce tan enconado con la directiva del partido conservador, que se encerró en su casa y allí pasó media vida sin ver ni ser visto por nadie. Se convirtió en fantasma.
Y la gente de mar: la jábega, «el arte», el duro esfuerzo peligrosísimo de la pesca de altura en barquillas frágiles y volanderas.
En alguna publicación inglesa leímos una vez que las playas de Conil -«Las playas de Hércules», como decía prosopopéyicamente el secretario invisible- eran las de arenas más finas y blancas entre todas las de Europa... Y esto ocurre por mor de los levantes. En la bocacha del Estrecho sopla el viento duro de tierra con tal poderío, que el enorme arenal playero -desde el Cabo Roche al de Trafalgar-, varía de orografía constantemente. La leve arqui­tectura de un caracol, o un conglomerado de conchillas enredadas en las púas de alguna seca estrella de mar, son apeos suficientes para levantar enormes cerros de arena, alisados por el viento, como las dunas africanas. El río Sa­lado que por allí desagua, varía de embocadura en cada levantazo.
Bartolote, el viejo, fue el último lobo de mar en aquellos abiertos litorales. Nos honró con su confianza y le acompañamos más de una vez en «La Joven Pepita» hasta el «Bajo de las Aceiteras». Son estos unos roquedales agudísimos que corren en varias millas, muy adentrados y paralelos de la costa conileña. Los picachos altos casi aflo­ran a pocos metros del nivel de las aguas. En los días serenos, cuando la bajamar, se les ve maravillosamente. Gri­ses, en lajas verticales, abruptos como una informe muralla sumergida en las tenebrosas honduras atlánticas... Allí volteó el «Reina Regente». No se salvó una rata. Allí se hunden o encallan muchísimas embarcaciones. Bartolote contaba y no acababa de sus terribles excursiones nocturnas, arriesgadísimas, por dentro de los barcos hundidos o varados al tumbo. Este sitio se señala en las cartas de navegar con los colores más aciagos. Una vez encalló un barco japonés. Quedó partido en dos pedazos. Abandonaron la carga. Todo Conil estuvo vestido dos años de kimonos de seda vistosísimos. Los veraneantes, cuando arribaban allí, se creían en un pueblo del Extremo Oriente.
En el cementerio de Conil reposan los restos de un gran poeta romántico: José Velarde, hijo de la villa. Y junto al cementerio está «La Chanca», histórica institución almadrabera. La dibujó Hoefnague. «Por atún y a ver al Du­que». Hoy «La Chanca» también ha ingresado en el patrimonio de los Gómez.
El Conil de última hora -cómo no- lo define la fundación de dos equipos de fútbol: el Conil F.C. y el Virtudes Balompié. Contienden con los de Chiclana, Medina Sidonia, Tarifa... Juegan sobre el colchón de la playa, con pe­sadísima arena hasta cerca de las rodillas, y con levantes de más de noventa kilómetros en algunas rachas... Se tira el boleón hacia Algeciras y el viento lleva la pelota a Cádiz. El balón cae desde las nubes y no bota. Aquello no será mismamente jugar al fútbol. Pero hay fuerza, sudor y reaños para luchar contra los elementos. Los equipos de Fascina y Benalup tienen fama de broncos... ¡Cómo serán, Dios mío!
Y para que en nuestra novela no falte de nada, como corresponde a un pueblo de tan completa entidad, habrá en ella dos tontos. Marcialillo, mocoso y pegadizo, descalzo siempre, aunque lleva más de treinta años pidiendo un duro para unas alpargatas... Y Maricuela, sucia y desgreñada, que dice que tiene de nacimiento un cuartel pintado en la barriga. Y cuando los mozos le dicen que lo enseñe, huye en respingos oblicuos, como una cabra, y da unos grititos de loca que se clavan en el cerebro de todo el que los escucha.

«Lejos y en la mano»
Joaquín Romero Murube
1959
P.D. José Velarde está enterrado en el cementerio de la Almudena Madrid

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