miércoles, 30 de enero de 2013

Centenario IV del Descubrimiento de América

Azulejo de la farola de la Plaza Sta.Catlina
Nuestros grabados
Centenario IV del descubrimiento de América

Retrato de D.ª Isabel la Católica.- Sepulcro de los Reyes Católicos en la capilla Real de la Catedral de Granada.

El retrato de la excelsa reina D.ª Isabel la Católica que publicamos en el grabado de la plana primera es copia de un cuadro original de Rincón, pintor de cámara de los Reyes Católicos, y que existió en un convento de religiosas, de Baza, poseyéndole después, en Madrid, el S. Duque de Abrantes, como patrono de aquel convento.

De dicho cuadro sacó varias copias, al óleo, el actual señor Conde de Donadío, y de una de éstas, dedicada por su ilustre autor el malogrado poeta D. José Velarde, es fiel reproducción el grabado que ofrecemos hoy a nuestros lectores.

Aseguran que este retrato de la Reina Católica es el más auténtico, al par que el más cercano a la época del descubrimiento de América; y por estas razones, así como por la especial circunstancia de no haber sido grabado hasta hora, que sepamos, lo hemos preferido a los demás de la magnífica Reina.

Como podrá observarse fácilmente, la obra del pintor de cámara de los Reyes Católicos tiene mucho parecido con la cabeza de la Reina en la Rendición de Granada, de Pradilla, quien debió de preferirla sin duda para su famoso cuadro a los otros retratos ya divulgados.

En este enlace de La Ilustración Española y Americana encontrarás este escrito y en la página anterior el grabado.

sábado, 19 de enero de 2013

José Zorrilla y Velarde por Rafael Fuentes




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CRÍTICA

José Zorrilla: Recuerdos del tiempo viejo

Presentación de Esperanza Aguirre. Prólogo de Fernando García de Cortázar. Edición e introducción de Eduardo Torrilla. Fundación Dos de Mayo / Espasa. Madrid, 2012. 507 páginas. 23,90 €

06-05-2012
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Tras su retorno a España después de un largo periplo por Hispanoamérica, José Zorrilla, casado en segundas nupcias con una joven actriz, célebre pero completamente arruinado, buscaba desesperadamente un apoyo económico con el que sostener su casa. Su íntimo amigo Federico Balart explica cómo contribuyó a sacar de este mal trance al laureado poeta, tal como lo relató en el número monográfico que el periódico El Imparcial le dedicó con motivo de su muerte el 24 de enero de 1893, junto a firmas tan insignes como las de Menéndez y Pelayo, Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós:
“Por la noche —escribe el propio Balart-, me fui a casa de Eduardo Gasset, a quien encontré solo en su despacho fumando el cigarro de la sobremesa, frente a un enorme jardín de canarios que ocupaba el centro de la habitación.
“-Deme usted setenta y cinco duros —le dije por primer saludo.
“Gasset se levantó, me echó el brazo por la espalda, me llevó a su mesa de escritorio, abrió un cajón donde había en abundancia monedas y billetes y me dijo volviéndose a su contemplación ornitológica:
“-Tome usted lo que quiera y no se quede corto.
“Yo conté quince monedas de cinco duros, me las guardé y alargándole la llave del cajón le dije:
“-Le advierto que no son para mí.
“-Sobra la advertencia —me contestó-. Ya sabe usted que puede disponer de todo sin explicaciones.
“-Es que cuando yo le diga el nombre de quien los recibirá dentro de media hora, sin sospechar el paso que doy en este momento, tendrá usted seguro dos satisfacciones: una por mí y otro por él.
“-Eso ya me pica la curiosidad. ¿De quién se trata?
“-De un pájaro que no es de cuenta porque nunca ha sabido ajustar las suyas; pero que en cambio canta mejor que los encerrados en esa jaula.
“Y le referí el caso.
“Gasset quería duplicar la cantidad, pero ante mi negativa, cedió, diciéndome al despedirme:
“-Diga usted a Zorrilla que mi bolsillo y mi periódico están a su disposición.
“Y así fue como Zorrilla, sin haber pensando en tal cosa, empezó a publicar en El Imparcial susRecuerdos del tiempo viejo.”
Esta jugosa e inestimable estampa histórica de Federico Balart ilumina con extraordinaria claridad la última etapa literaria —tan escasamente investigada y valorada- de José Zorrilla, una última etapa cuya referencia central son precisamente las memorias contenidas enRecuerdos del tiempo viejo, afortunadamente rescatadas ahora bajo el impulso de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, presidida por Esperanza Aguirre y dirigida por el historiador Fernando García de Cortázar. El Imparcial, donde se publicaron por primera vez, además de ser un diario de principios liberales propiedad de la familia Gasset, había puesto en marcha el famoso suplemento cultural Los Lunes de El Imparcial, que semanalmente daba cabida a colaboraciones —sin prejuicios de partidismo político-, de las más variadas opiniones y estilos literarios, debidas, entre otros, a Pardo Bazán, Leopoldo Alas “Clarín”, Juan Valera, Rosalía de Castro, José Echegaray…
Cuando Eduardo Gasset abrió las puertas del periódico a la colaboración de José Zorrilla, dirigía Los Lunes de El Imparcial Ortega Munilla -padre del futuro José Ortega y Gasset-, quien tuvo la inteligencia de percibir una nueva faceta en el poeta que pedía auxilio. José Zorilla era, por entonces, una gloria nacional que había sobrevivido a su época tanto como se había sobrevivido a sí mismo, contemplando atónito la inmensa notoriedad que todavía le otorgaban dramas románticos que él mismo, como autor, juzgaba con dureza y consideraba trasnochados. De haber seguido la inercia que señalaba su popularidad, habríamos reencontrado en Los Lunes de El Imparcial al dramaturgo a deshora o al poeta anacrónico que el propio Zorrilla sentía ser en su fuero interno. Tras unas colaboraciones preliminares, el poeta José Velarde publicó en Los Lunes una “Carta abierta” en septiembre de 1879 protestando por la situación en que se hallaba el ilustre poeta, y Zorrilla le respondió en octubre, en las mismas páginas deLos Lunes, agradeciéndoselo y explicando la difícil circunstancia que atravesaba y los avatares que lo habían conducido al mismo tiempo a la fama y a la ruina. Aquella epístola de respuesta se convirtió en el Primer capítulo de Recuerdos del tiempo viejo y en un auténtico estallido literario donde tomaba carta de naturaleza una nueva faceta inédita de Zorrilla: no el dramaturgo, no el poeta, sino el excelente prosista y gran narrador escéptico que sería a partir de ese instante.
La primera carta de réplica a Velarde —y por lo tanto el primer capítulo- contenía, además, un material ya mítico en nuestra historia literaria. Se contaba en ella el entierro de Mariano José de Larra, ante cuyo cadáver Zorrilla había balbuceado, ante un selecto e influyente auditorio de los más notables escritores de la época hondamente impresionados, un borroso poema que le catapultó a la celebridad. No era solo el hecho en sí —ya cargado de altísimos alicientes para exacerbar la fantasía incluso del lector con la imaginación más mortecina- sino el modo de relatarlo, que estrenaba algo novedoso en el viejo dramaturgo. En ese episodio ocurrido en el viejo cementerio de Fuencarral, el autor de El puñal del godo analizaba las taimadas intenciones que le condujeron a la sepultura de Larra, explicaba de qué modo aprovechó al vuelo las oportunidades que el azar le ofrecía tan inesperadamente y pedía perdón por todo ello sin romper la tensión del relato ni desviar la atención del hilo narrativo. Había ahí una mixtura que caracterizaría el conjunto de todos los Recuerdos…, en la que se recreaba el tono legendario de sus antiguos poemas, aunque ahora mediante una prosa mucho más natural que se acercaba a un patrón conversacional, mezclándolo con una indudable perspicacia hacia la exploración psicológica, un descargo de conciencia amargo y desencantado, así como una extraordinaria habilidad para la descripción y narración unida a una sonoridad que preludiaba la mejor estética modernista aún por venir. En definitiva, un sorprendente giro que anunciaba —y en ocasiones, ya inauguraba- un estilo de narración único que sedujo instantánea y poderosamente el gusto de los lectores del “tiempo nuevo”.
Semana tras semana, en las páginas de Los Lunes…, esa combinación de ingredientes sabiamente urdida por Zorrilla mantuvo atenta la atención pública en el transcurso de años. No era para menos. José Zorrilla se desmitificaba a sí mismo arrancándose el antifaz legendario que durante tanto tiempo había ocultado su verdadero rostro, a la vez que indagaba en la personalidad psíquica, el carácter y las costumbres de innumerables personajes, tanto célebres como caídos en el anonimato, de la política, el arte y la literatura anteriores a la revolución septembrina de 1868, recreando una época romántica que adquiría unos perfiles insólitos dentro de su realismo. Sus Recuerdos… narraban episodios totalmente ignorados u olvidados que iluminaban así con una luz distinta acontecimientos de nuestra vida colectiva y entreabrían un fondo inesperado, torturado, y en más de una ocasión enloquecido, de la personalidad del propio Zorrilla, todo ello expresado con un estilo de una sobriedad musical que no podía— que no puede- más que cautivar, ayer y hoy, al lector.
Siendo un autor cuya memoria ya desde entonces estaba estrechamente vinculada al éxito de su Don Juan Tenorio, cabría haber esperado unos Recuerdos… eminentemente “teatrales”, en todas las múltiples acepciones de este término. Lo cierto es que no es así. Por el contrario, sus noveladas memorias se asentaban sobre un profundo y oculto conflicto personal. Ya desde el celebérrimo episodio del sepelio de Larra, sus Recuerdos del tiempo viejo se enhebran en torno al doloroso propósito íntimo de conciliar su espíritu liberal con las exigencias ultracatólicas de su inflexible padre, jurisconsulto, jefe de la policía de Fernando VII en Madrid — con expeditivos y crueles métodos de ejecución en las obligaciones de su cargo-, y finalmente exiliado junto a la Corte carlista que encendió la hoguera de la guerra civil. Esa guerra civil fue revivida trágicamente por José Zorrilla en su intimidad psicológica, de modo que el conflicto implacable y la lucha con su padre, junto a las estrategias de reconciliación con él, reproducían a pequeña escala, en su mundo privado y personal, la gran contiendaguerracivilista que enfrentó tan brutalmente a liberales contra carlistas en la vida pública española.
De hecho, los Recuerdos… engrandecen este litigio con los principios paternos silenciando otros muchos episodios de su vida sentimental. No existe, por ejemplo, mención alguna a su primera esposa, la viuda irlandesa Florentina O’Reilly bastante mayor que él, tampoco a los altercados con el hijo de ésta, las querellas de su esposa con su madre. Desaparece de las memorias su amante francesa Leila, excepto su despedida en la estación de trenes de París con una mujer que lleva en brazos a un “hijo del pecado”. José Zorrilla no menciona, asimismo, su matrimonio con la veinteañera Juana Pacheco ni los hijos que tuvo con ella. De su ámbito familiar únicamente queda subrayada la gran discordia con el padre, convertida en un leitmotivque reaparece una y otra vez en el transcurso de la obra. Cristianismo liberal frente a catolicismo absolutista, intentando siempre una transacción que no le traicionase a sí mismo. La poesía legendaria del joven Zorrilla fue, en este sentido, un producto de esa infructuosa voluntad de entendimiento, cuya fama no sació los objetivos últimos del autor.
Lo mismo sucedió con su pintoresca entrada en el mundo teatral, tras escalar la fachada de la casa de García Gutiérrez —su adorado artífice de El trovador- para pedirle prestado dinero, pero acabando, por el contrario, por apostar con él escribir en tiempo récord la mitad del dramaJuan Dandolo, que siguió desde este momento ese misma línea extravagante, de fulgurantes aciertos y desatinos, que le valieron conquistar un apoteósico favor del público. Los Recuerdos del tiempo viejo nos proporcionan, en este sentido, una inestimable documentación sobre los autores, las compañías teatrales, actores y actrices, métodos de puesta en escena y gustos escénicos de los espectadores de la época auténticamente privilegiada e insustituible. Aunque, en contra de lo que se pudiera prever, esa información ocupa un relativo pequeño espacio en sus memorias. La muerte del padre, la imposibilidad definitiva de reconciliación, la venta de la casa solariega heredada, le impulsaron a abandonar por completo el arte dramático, a exiliarse y llevar una existencia errante radicalmente desencantada, abierta a otros horizontes imprevisibles.
Aquí, más que en ninguna otra sección de los Recuerdos…, se revela el narrador magistral que José Zorrilla demostró ser en los últimos años de su vida. La bohemia parisina en la época de Eugenia de Montijo, el México guerracivilista, pujante y cruel, hasta la entrada del emperador Maximiliano que da a Zorrilla el mando del teatro nacional mexicano o los singulares hábitos coloniales de Cuba ofrecen un testimonio de ese extraordinario arte de narrar que el antiguo dramaturgo había adquirido y del que hacía gala sin que sirviese para destruir el tenaz estereotipo poético que él mismo había creado en su juventud y donde el público lo encasilló férreamente. Solo la narración del viaje y naufragio desde Inglaterra a México es un prodigio narrativo donde el relato engarza, con una prosa sobria pero sugerente, los sucesos novelescos con la introspección de los caracteres de los viajeros y la exploración de inauditos brotes de demencia. Todo un excepcional despliegue del arte de narrar al que es difícil encontrarle parangón en la novela española del momento. Sin duda, una vez muerta en él su “locura poética”, se hallaba fabulosamente preparado para adentrarse en el género de madurez por excelencia: la novela, siguiendo así un ciclo análogo al cervantino que, desafortunadamente, no llegó a completar. Zorrilla solo nos dejó este formidable atisbo. Por ello, Eduardo Torrilla, a cargo de esta cuidada edición, acierta plenamente al recuperar la valoración de Pere Gimferrer, que sitúa los Recuerdos… a la cabeza de la producción del viejo poeta.
La colección de obras rescatadas por la Fundación Dos de Mayo se proponen, en su conjunto, hacer que la emoción de los textos literarios arrojen una luz conmovida sobre el devenir histórico de la España del siglo XIX, algo que consiguen estas extraordinarias memorias arrancadas de las antiguas páginas periodísticas de Los Lunes de El Imparcial para servirlas al público en un moderno y atractivo volumen. La Historia se llena de pasión y sensibilidad, de impresiones y afectos ante las ambiciones, fracasos e impulsos de resurgimiento, pues como afirma García de Cortázar en su Prólogo: “Desde la atalaya de la vejez de una vida apasionada, Zorrilla resucita las habitaciones estancadas del recuerdo, sabiendo que los lugares no son materia, sino sensaciones perfiladas en muchos paisajes, emociones que miden su fuerza en un siglo irrevocable, ámbitos imaginarios custodiados por la perpetuidad de la naturaleza y la arquitectura soberbia y temerosa de los hombres. De ahí la trascendencia deRecuerdos del tiempo viejo, obra en la que Zorrilla escribe como habla.”
Por Rafael Fuentes

martes, 15 de enero de 2013

Fragmento de un poema inédito

Fragmento de un poema inédito

III

Por donde quiera que voy
Me parece que la veo,
Y es la sombra del querer
Que me viene persiguiendo.

Con esta copla en los labios
Bajaba Inés por un cerro
El cántaro en la cabeza
Y en jarra los brazos puestos,
Desnudos los pies, al aire
La negra mata de pelo,
E hinchado como alondra
Por los cantares el cuello.

Era Inés una serrana
Curtida del sol y el viento,
El rostro alegre sembrado
De lunares y de hoyuelos;
Siempre abierta a la sonrisa
Su boca los labios gruesos,
Como el rocío de fresca
Y encendida como el fuego;

jueves, 3 de enero de 2013

Contestación a un soneto de Rubí

Cine Playa
Contestación a un soneto de Rubí

Soneto

¡Cual ciega la amistad! Cuando has querido
Hacer grande en tus versos mi memoria,
Lograste sólo acrecentar tu gloria
Y entre flores sumirme en el olvido.

Con tu nombre mi nombre habiendo unido,
Mi pequeñez has hecho más notoria;
Yo vivo de este mundo entre la escoria,
Y en regiones de luz tienes tú el nido

Tú elevas hacia el cielo la mirada,
Yo alzarla del abismo nunca acierto;
Tú cantas, y tu voz es escuchada,

Yo sólo rujo y rujo en un desierto;
Fe te alienta, la duda me anonada
Esperas ¡ay! Y mi esperanza ha muerto!

† José Velarde

Este soneto inédito se publicó en La Ilustración Española y Americana en enero de 1896