sábado, 29 de junio de 2013

Prólogo al libro de Augusto Llacayo: Burgos

Huerta Jardal
Burgos: Catedral, Cartuja, Huelgas: curiosidades,cosas notables de Burgos y sus cercanías

Lector amigo:

A pluma mejor cortada que la mía hallábase destinado el empeño de darte a conocer la noble figura del autor de este libro; pero años, achaques y tribulaciones afligiendo el ánimo del inmortal Zorrilla, que era el llamado a entenderse contigo, le llevan a descargar tal peso sobre mí, con lo que todos venimos a quedar mal, él sin gusto, tú descontento, yo abrumado y la memoria de Llacayo sin aquel brillo, estimación y grandeza con que la hubiera sublimado el ingenio de tan insigne vate.

Por mi parte te juro que, a no ser por la intima amistad que a Llacayo me unía, y por el respeto y cariño que a Zorrilla profeso, no hubiese aceptado esta encomienda; aunque si salgo mal de ella, no saldré al menos sin tu perdón, que a dármelo te obligan mi humildad y tu nobleza.

Frisaba Llacayo cuando yo conocí con los treinta de su edad. Era de mediana estatura, de buena complexión y de gallardo porte. Hablaban de su talento su despejada frente y el brillo de su ojos; de su dulzura y nobleza, el amable juego de su varonil fisonomía. Franco y generoso, abría su corazón a la amistad y al entusiasmo con la espontaneidad del niño; pero sin formar de este las veleidades, antes bien alimentado y acreciendo sus sentimientos con firmeza estoica y caridad cristiana.


Nadie hubiera podido vislumbrar tras dulzura y apacibilidad los arrebatos del héroe, ni tras sus impulsos fogosos la resignación del mártir; y mártir y héroe fue en las luchas de la vida.

Dilatábase su espíritu expansivo por todos los horizontes. Su alma fino temple, ora se recluía en la meditación y filosofaba, ora se remontaba al Parnaso en alas de la inspiración; ya atenida a los hechos y a la experiencia, desentrañaba con el escalpelo del análisis la verdad científica.

Firme en la amistad, puro en el amor, incansable en el trabajo, fuerte n la adversidad, héroe en la lucha, tierno en la familia, caballero en el mundo, jamás la amarillez de la envidia tiñó el blanco de sus ojos, ni a sus mejillas asomó nunca la palidez del miedo ni el carmín vergonzoso de la culpa; jamás le rindieron trabajos ni dolores, ni sellaron su rostro las arrugas del vicio; nunca, en fin , se abatió ante los próceres con quienes vivía, ni se irguió ante humildes a quienes consolaba; vivió puro, noble y de todos estimado, hasta que su corazón, más que impulso de su sangre generosa, al de los arrebatados sentimientos que lo llenaban, estallado violento le quito la vida.

Segó la muerte en él, con un haz de glorias, otro de esperanzas, acabándole a los cuarenta y cinco años, cuando su talento en sazón comenzaba a dar más frutos que flores.

Y ahora, temiendo, lector mío, si no conociste a Llacayo, que desconfíes de mis alabanzas, ceso en ellas, para hacerte un sucinto relato de su vida, seguro de que no has de tenerme por lisonjero, si lo lees hasta el cabo.

Sintiendo vocación por el ejercicio de la Medicina (que vocación se necesita para emprender carrear tan dilatada y espinosa) dedicose a ella a los quince años con empeño tal, que consiguió a poco una plaza de practicante hospitalario; cargo que le llevó a estudiar y aprender con ahínco, y a conquistar, al fin el número uno en las oposiciones que hizo, terminado brillantemente sus estudios, para ingresar en el Cuerpo Médico Militar.

Su carácter estudioso, emprendedor y aventurero, llamábale a horizontes más anchos, y pidió y consiguió ser destinado a las Islas Filipinas, donde se prometía, al par que ver nuevas tierras y estudiar pueblos y costumbres, emprender trabajos botánicos, zoológicos y médicos.

Luchaban por aquel entonces contra Cochinchina españoles y franceses unidos, y allá fue Llacayo, a petición suya, a exponer su vida a las balas y a la peste. De su comportamiento en aquella campaña hablan la cruz de epidemias que ganó estableciendo ambulancias y hospitales para colérico, la de Carlos III obtenida por su arrojo al curar y operar a los heridos bajo el fuego de los contrarios, y la de la Legión de honor con que premió Francia sus extraordinarios servicios militares, médicos y humanitarios.

Allí curando a los apestados, se contagió del cólera recibiendo el Sacramento de la Extrema-unción in articulo mortis, tan al cabo estuvo; pero la Providencia, que a empresas mas gloriosas le tenía destinado le salvo la vida; y terminada la campaña, tornó a Filipinas, tan pobre de salud como rico de méritos.

En esto vino a poner a prueba de nuevo su heroísmo el tremendo terremoto que asoló a Manila la noche del tres de Junio de 1863. Herido malamente en la cabeza por el desplome de la casa que habitaba,

Olvidose de sí mismo y corrió a su cuartel, al que encontró en ruinas, y bajo ellas a más de cincuenta soldados. Instaló enseguida un hospital, multiplicándose y curó a todos los heridos que halló, militares y paisanos, llevando consuelo y vida con sus palabras y su ciencia a las tristes innumerables victimas de tan espantosa catástrofe. Con la cruz de Isabel la Católica premió el Estado los afanes y heroicidades de Llacayo en aquella suntuosa noche.

A poco volvió a España, minado su organismo por tenaz e incurable padecimiento, mas lleno su espíritu de grandes ideas y nobles proyectos.

Corrió su vida entonces, menos agitada, pero no estéril, consagrada al servicio de la ciencia, de la humanidad y del ejército Patrio, hasta que la revolución de 68 vino a alborotarla de nuevo.

Habíale llevado su buena fama por aquellos días a ocupar la plaza de médico del Real Cuerpo de Alabarderos, donde querido de todos, y halagado por la consideración amistosa de los Reyes, contrajo su conciencia caballerosa compromisos de amistad y gratitud, que cerraron a su espíritu, amante de la libertad, las puertas de la expansión.

Encerrose en prudente reserva, dedicose a toda clase de trabajo y estudios, revolvió archivos, visitó museos hospitales, redactó memorias, escribió libros, y cuando las huestes del absolutismo se alzaron en armas contra la libertad, salió de su retraimiento para marchar a combatirlas; y allí alcanzó la gloria más alta de su vida, al ganar la cruz laureada de San Fernando en ocasión solemne y por heroica manera, que fue asombro y pasmo de los valientes guerreros que en la lucha le acompañaban.

La Real orden en que se le concedió tal recompensa, a pesar de su oficial laconismo, pone mejor de relieve el heroísmo de Lacayo que todas las alabanzas que yo pudiera tributarle.

Voy, pues, a estampar aquí aquellas breves frases

Dice así:

-Considerando que, a pesar de haber recibido una herida grave, asistió en los puntos de mayor peligro a la curación de cuantos lo fueron memorable jornada de Aranaz, donde puso de relieve su abnegación, su celo y serenidad inquebrantable ante el certero e inmediato fuego enemigo:

-Considerando que la gravedad de la herida del Médico Lacayo fue causa de que se le otorgase el ingreso en Inválidos:

-Considerando que, en desprecio de su vida, superó la misión que por su empleo estaba llamado a desempeñar, poniéndose espada en mano entre los soldados más avanzados, a quienes arengó y animó con su ejemplo, que fue admirado y aplaudido por sus compañeros de armas,…

Con tales palabras acreditó la Gaceta el heroísmo y la abnegación de Lacayo, pálidas ante la realidad, pues los testigos de aquellos hechos, aun recuerdan con lágrimas de entusiasmo en los ojos, la noble figura de de mi amigo, cuando herido gravemente, curaba imperturbable en las avanzadas a los soldados, y cuando en momento supremo de angustia para la columna, púsose al frente de los guerreros y los llevó a la victoria, troncado el bisturí del Cirujano por el acero ruginoso del caudillo.

¿No fuera pálido relatar ahora al pormenor las otras mil y mil empresas y victorias de su vida?

¿Qué otros mejores laureles para su frente altiva que los que la patria le otorgó por mártir y por héroe a un tiempo?

Llamáronle a su seno muchas sociedades científicas, nacionales y extranjeras; confióle su Cuerpo innumerables comisiones que requerían talento, valor y honradez, y Doña Isabel II, al volver de su destierro, le nombre su primer Médico de Cámara y le colmó de distinciones y cariños.

Esto y más merecía quien como él acumulaba en si todas las buenas dotes del corazón y del espíritu. Catorce veneras, incluso la gran Cruz de Isabel la Católica honraban y engalanaban su pecho, las unas adquiridas por su trabajo y su talento, las otras conquistadas al precio de su sangre, todas logradas a costa de su vida, a tantos azares, luchas tribulaciones y cuidados expuestos.

Su actividad fue extraordinaria, sus diez o doce memorias sobre Medicina y cirugía militar, valieronle, además de cruces y ascensos, el respeto y el cariño de su cuerpo; su libro de cirugía militar conservadora y heridas de arma de fuego, sirve de consulta a los buenos médicos militares, y sus artículos y estudios científicos, ponen de manifiesto su gran ilustración y sabiduría.

¿Pero acaso podía Lacayo encerrar vuelos de espíritu en el campo de las ciencias experimentales? A contestarnos sale La Revolución de las ideas en España, filosófico libro en que se exponen y resuelven gravísimos problemas sociales por modo original y levantado; aparece su obra Conchinchina y el Tonkin llena de preciosos datos e informada por alto espíritu político, y viene tras ella el folleto Napoleón III, no menos bien pensado e interesante; el estudio Calderón y su siglo, obra de consumado médico-erudito, y por último el más grande trabajo de su vida, la obra que lleva por título Manuscritos inéditos del Real Monasterio del Escorial, donde se dan a conocer por vez primera, mil y mil ocultos tesoros de nuestra ciencia y literatura; obra para la cual necesitó Lacayo gastar tanto tiempo, como hacer acopio de paciencia y abnegación.

Además Lacayo era poeta, y quien lo dude lea las siguientes estrofas de la única poesía que se atrevió a publicar en su vida; tan grande era su modestia, y se convencerá de mi aserción.

Iban los vientos veloces
Arrastrando ecos perdidos
De dolorosos gemidos,
De lamentos y de voces.
Vi abrir en el polvo inmundo
Una horrible sepultura
Regada con la amargura
De los dolores del mundo;
Y subir hacia el inmenso
Azul que el espacio cierra
El perfume del incienso
Que se quemaba en la tierra.
-Y nos llores- prosigue diciendo pues…
Mientras otros clamorean
Digo yo con triste afán:
¡Bienaventurados sean
Los que del mundo se van!
Habla de un desgraciado y exclama:
¡Pobre mártir en regiones
Del alto cielo vivía,
Pero en la tierra tenía
El móvil de sus acciones.
Esas azules montañas
Que corona blanca nube,
El humo que lento sube
Del fondo de las cabañas;
Esas perfumadas brisas
Que van dejando en sus giros
Sobre las ondas sonrisas
Sobre las flores suspiros;
Todo esto le llamaba al mundo a pesar de vivir en regiones celestes, pues,
Como el ave el alma sabe
Volar, y en los aires yerra;
Pero tienen en la tierra
Su nido el hombre y el ave,
Y este nido es la patria, donde todo nos convida al recuerdo, donde…
Se adora
El lugar en que nacemos
Lanolina donde vemos
Brillar la luz de la aurora,
Con la encina corpulenta
Que nos da su sombra amiga,
Y el hogar que nos calienta
Y el techo que nos abriga.
De allí salen y allí están, continua el poeta:
Los aplausos que embelesan,
Las injurias que nos dicen,
Las bocas que nos maldicen
Y los labios que nos besan;
Y luego el desengaño de los placeres del mundo exclama:
A pesar de ser
La tierra tan adorada
Y la vida tan amada
Valiera más no nacer.
Que el hombre, grande en su esencia,
Con su sed de lo infinito,
Y llevando en la conciencia
El nombre de Dios escrito,
No es más sobre als arenas
De este mundo que le encanta,
Que un pobre esclavo que canta
Amarrado a sus cadenas.
Y concluye repitiendo:
Mientras otros clamorean
Digo yo con triste afán:
¡Bienaventurados sean
Los que del mundo se van!
¿Qué más quieres, amigo lector, que te diga de Lacayo? Lee las páginas que siguen, donde hallarás harto que admirar y sentir.

Solo me resta ahora asegurarte, que me daré por dichoso, si por un momento he conseguido con mis frases descompuestas, mover tu corazón a la piedad o al entusiasmo.

Madrid, Abril 1888

José Velarde

No hay comentarios:

Publicar un comentario