martes, 24 de agosto de 2010

Fragmentos del Ramayana

I

Así el rey de los lógicos exclama,
Para probar el sólido cimiento
De las virtudes místicas de Rama:
-¡No sabes, oh varón, cuanto lamento
Rebajada encontrar la inteligencia
Al nivel del común entendimiento!
¿Que pensador no tiene la evidencia
Que de los libros santos y morales
Fueron hechos por hombres sin conciencia,
Para engañar a los demás mortales
Y hacerles dar sus bienes sin violencia?
He aquí, en resumen, su doctrina toda:
Ofrece sacrificios,
De santa austeridad vive en el ocio,
Consúmete en anillos y en cilicios
Y entrega tu dinero al sacerdocio.
¡Oh rey sencillo, de tu mente loca
Aparta el religioso devaneo;
Sólo lo que se ve, se gusta y toca
Es digno de tu amor y tu deseo.
Dime: ¿De tus abuelos cual ha sido,
Con ser reyes magnánimes, la suerte?
De la tierra, ¡infeliz! los ha barrido
El soplo emponzoñado de la muerte,
Y nadie saber puede a donde han ido.
El ciego fanatismo se imagina
Que está donde él desea.
¡Oh, cómo el ignorante se fascina
Con el sueño mentido de una idea!
A nuestra vista la verdad se esconde
Nada hay seguro que cierto sea,
¿El mundo mismo existe? Dime donde.-


Como elefante enfurecido, Rama
Escucha airado la palabra atea,
Y con voz del aquilón exclama:
-Imposible es que el pecho me taladre
El aguijón punzante de la duda;
La santa fe lo escuda,
La santa fe que le infundió mi padre.
Así como el caballo generoso
Obedece al señor que lo domina,
Y es esclava la esposa de su esposo,
Me rindo a mi Padre a la doctrina.
Y resucito a tu voz,como a la saña
Del huracán furioso
Resiste inquebrantable la montaña.-

II

-¡Vuélveme a Roma, tirano!-
El anciano Rey, oyendo
Que su esposa le acrimina
De Rama por el destierro,
Traspasado por la pena
Y el cruel remordimiento,
Cayó, cerrando los ojo,
Desvanecido en su lecho;
Mas, a poco, recobrado,
Así le dice, gimiendo:
-Por el amor de tu hijo,
Esposa mía, te ruego
Que en mis heridas no pongas
De tus quejas el veneno.
Si me quieres, no me acuses.
Tus suspiros y lamentos
Son para mí más terribles
Que el estallido del trueno.
Te juro en mi agonía,
No me abrumes con el peso
De tu dolor, ya que tanto
Me abruma, a su vez el cielo.-

Al oír estas palabras,
Que desbordadas salieron
Entre sollozos profundos
De un corazón ya deshecho,
La Reina cayó a las plantas
De su esposo, y reprimiendo
Su dolor, juntas las manos
Como quien reza en el templo,
Y la undosa cabellera
Esparcida por el suelo,
Le dice:
               -¡Rey de los hombres!
Perdona si el sentimiento
Me hizo pronunciar palabras
Que ser no dichas debieron.
La mujer a quien su esposo
(Que es de los dioses espejo)
Con entrambas manos juntas
Dirige lloroso un ruego,
Si a sus súplicas no accede
Y desoye sus lamentos,
Ni en esta ni en la otra vida
Encuentra paz ni consuelo.
¿Que te dije en mi amargura?
Al hablar el sufrimiento,
La voz de la inteligencia
Guarda profundo silencio.
¡El dolor! No tiene el hombre
Enemigo más tremendo.
Obscurece la memoria,
Anubla el entendimiento,
Acaba con la paciencia
Y hace al piadoso blasfemo.
Puede curarse la herida
Que causa un tizón ardiendo;
Mas la que hace la triteza,
¡Oh caro esposo! en el pecho,
Esa que viene del alma
Y crece y crece en silencio,
Es incurable. Los sabios,
Los sabios mismo que fueron
Pacientes, dulces, piadosos
Y de virtudes modelos,
Al ser del dolor heridos
Entró la furia en su pecho
Y gusanos de la tierra
En el pecado cayeron.
¿Que mucho que yo deplore
De mi hijo amado el destierro?
Siglos se me hacen los días
Desde que se fue tan lejos,
Y mi dolor se acrecienta
Por horas y por momentos,
Como las aguas del Ganges
Cuando comienza el deshielo.

Y mientras la Reina hablaba
iba la tarde cayendo.

Entonces el Rey anciano
Exclamó con triste acento:
-Felices los que a ver vuelvan
De mi hijo el semblante, bello
Como la luna de otoño
Que halla en los lagos espejo!
¡Felices los que lo miren
Al volver de su destierro,
Luminoso cual la estrella
Que deja un rastro en el cielo!
Mas ¡ay, que yo, esposa mía,
Tengo el corazón deshecho;
Los dolores lentamente
Han consumido mi aliento,
Y mi vida es semejante
A la margen de un riachuelo
que va carcomiendo el agua
Que hacia la mar va corriendo!-

III

-Ni la pérdida, oh Sila, de mi reino,
Ni de mis fieles súbditos la ausencia,
Me aflijen ondamente cuando miro
El paisaje grandioso de estas sierras.
Mira esa cima de nevada frente,
Adonde sólo el águila se eleva,
Perderse altiva en la región del cielo
Antes que el hombre divisarla pueda.
Los flancos de aquel rey de las montañas
Ya el destello vivísimo semejan
Del tallado cristal y del zafiro,
Ya el blanco mate de argentina vena.
Aquellos altos montes que enlazados
Como anillos están de escolopendras,
Teniendo el duro corazón de hierro
Verjel de flores en sus faldas muestran.

Mira como en los bordes de las rocas
Se persiguen las aves en parejas,
Como las mariposas amarillas
De flor en flor enamoradas vuelan,
Y como el baoba en el ramaje
El ruiseñor entona sus endechas,
En tanto que en el tronco carcomido
Zumba y fabrica su panal la abeja
La montaña sublime, con sus fuentes,
Cascadas, peñascales y arboledas,
Con sus murmullos, rugidoras voces
Y vida y movimiento, se asemeja
A un elefante indómito, embriagado
Con los frutos salvajes de la tierra.

¿Quién ¡ay! no desfallece al blando soplo
De las templadas brisas que se elevan
Del fondo de las húmedas cascadas,
De mil rumores y misterios llenas?
Mira la planta en flor, que allá en la noche
Luce como la llama de una ofrenda;
En medio de este mundo misterioso
Mis sueños y esperanzas se despiertan.
¡Oh, cuan hermoso para mí sería
Pasar contigo aquí la vida entera,
Libre de todo punsador deseo
Y del brebaje amargo de la pena!
Bien dijeron los sabios que es mas dulce
A los reyes grandes de la tierra
Que el vaso que rebosa de ambrosía
La soledad del fondo de las selvas.-

Habiendo hablado así, descendió Rama
De las rocas que el musgo aterciopela,
Y a su esposa mostró el claro Ganges
La pura linfa y la feraz ribera.
Y el príncipe gentil de ojos de loto,
De nuevo dirigiéndose a la bella,
Parecida a la luna cunado sale
Del misterio y las sombras de la selva;
-Mira-le dice-el caudaloso río
Donde los puros astros se reflejan,
Las orillas umbrosas, semejantes
A las grutas del dios de la riqueza,
Y las islas que cortan su corriente
Y que de cisnes cádidos se pueblan.
Aquí es donde los santos solitarios,
Que de frutos salvajes se alimentan,
Bañan su cuerpo en la estación sagrada,
Sobre el mullido césped se recuestan,
Y al despuntar la aurora, con la vista
En los celajes del Oriente puesta
Y las manos al cielo levantadas,
Al sol sublimes cánticos elevan.

Entonces, sacudidos por los vientos
Los arbustos, los árboles y hierbas,
Ambas orillas del sagrado río
De hojas y flores olorosas llenan,
Y parece que gime la montaña
Y que del mundo los cimientos tiemblan.

José Velarde                                        Almanaque de la ilustración

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